Paula Bonilla Zamudio
Profesora
de Biología y Ciencias Naturales.
Magister
en Ciencias Biológicas y Magíster en Potenciación de Aprendizajes.
¿Por qué enseñar ciencias?
La sociedad de la que somos parte se caracteriza, entre otras cosas, por la
influencia de la ciencia y la tecnología en la vida de las personas.
Probablemente por esta razón, desde hace algunos años, se ha comenzado a hablar
en los establecimientos educativos de la importancia de la alfabetización
científica y de formar a los estudiantes con sólidos conocimientos y
habilidades que les permitan entender la ciencia y la tecnología. ¿Pero qué se
entiende por alfabetización científica? Según la Organización de las Naciones
Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, 2016) es “el
conjunto de conocimiento acerca de las ideas y conceptos centrales que forman
las bases del pensamiento científico y tecnológico, y también cómo este
pensamiento se ha generado y el grado en el cual se basa en evidencia o en
explicaciones teóricas”. La literatura también menciona que la alfabetización
científica implica un conocimiento de la función de los instrumentos
(materiales, conceptuales, institucionales) en la validación de las teorías,
así como del contexto social, económico e ideológico que propicia o impide un
desarrollo tecnológico.
Como podemos apreciar en las definiciones anteriores, sobre el concepto de
alfabetización científica, se da un especial énfasis en la adquisición de
conocimiento que permita entender la ciencia y el desarrollo tecnológico. Al
respecto, parece necesario preguntarse, de entrada: ¿para qué enseñar ciencia?
¿cuál es la finalidad de destinar esfuerzos a la formación de un pensamiento
científico y de alfabetizar científicamente a nuestros estudiantes?
Según Agustín Adúriz-Bravo (2006), la enseñanza de las ciencias en la
escuela debiera tiene tres propósitos o tres enfoques:
a) Enseñanza de una
ciencia intrínseca: corresponde al análisis crítico de las ciencias naturales
para pensar en los dilemas de la ciencia y la tecnología en la sociedad actual.
b) Enseñanza de una
ciencia cultural: que permitiría situar el conocimiento científico en su
contexto histórico.
c) Enseñanza de una
ciencia instrumental: que busca la vinculación del conocimiento científico con
el conocimiento común social.
Para Acevedo-Díaz (2004), por su parte, la educación científica debe estar
enfocada en: “una enseñanza de las ciencias de carácter útil y eminentemente
práctico (conocimientos de ciencia que pueden hacer falta para la vida cotidiana),
democráticas (conocimientos y capacidades necesarios para participar como
ciudadanos responsables en la toma de
decisiones sobre asuntos públicos y polémicos que están relacionados con
la ciencia y la tecnología) o para desarrollar ciertas capacidades generales
muy apreciadas en el mundo laboral.
Otro enfoque posible, acerca de la importancia de la enseñanza de la
ciencia, lo aporta Macedó (2006), para quien la educación científica debe
ocupar un rol clave para mejorar la calidad de vida y la participación
ciudadana. Para este autor, la enseñanza de la ciencia y de la tecnología se
traducen en inequidad e injusticia por su desigual distribución, tanto entre
países como dentro de éstos, existiendo grupos excluidos del conocimiento
científico y sus beneficios. Plantean que la ciencia y la tecnología no solo
deben mejorar las condiciones de quienes viven en situaciones de pobreza, sino
que los avances científicos deben ser bien utilizados por la ciudadanía toda y,
para que esto sea posible, deben conocerlos.
Todos los autores citados que estudian las finalidades de la enseñanza de
las ciencias apuntan a un rol social de la ciencia y la tecnología. Coinciden,
así, con el enfoque de la enseñanza denominado CTS (Ciencia-Tecnología y
Sociedad), corriente de enseñanza que promueve “que la ciencia y la tecnología
son accesibles e importantes para los ciudadanos, por tanto, es necesaria su
alfabetización tecnocientífica” (Acevedo-Díaz, 2004).
Para Quintanilla (2007), “la ciencia en la escuela debe ser un saber
fascinante para aprender a leer el mundo”, esto nos lleva a plantear una
ciencia escolar con sentido y valor para todos los niños/as y jóvenes, que sea
moderadamente racional; que permita a los estudiantes justificarla, y de esa
forma favorecer la participación activa para enfrentar nuevas interrogantes,
nuevos desafíos, nuevas formas de mirar y enfrentar el mundo comprometidamente.
Lamentablemente, diversos estudios demuestran que la enseñanza de las
ciencias en las escuelas está enfocada y dirigida a acumular conocimientos, que
serán utilizados posiblemente en la educación superior, o en las pruebas para
ingresar a ella, como es el caso de la PSU en Chile. Como lo señala
Acevedo-Díaz (2004), la enseñanza de las ciencias anterior a la institución
universitaria debiera destinarse a los conceptos científicos esenciales para
los estudios superiores. A pesar de esto, se enseña ciencia en las escuelas, y
es probable que existan oasis de sentido común en algún lugar de nuestro país,
en los cuáles efectivamente se esté trabajando en la enseñanza de una ciencia
con espíritu social, que alfabetice a los estudiantes no solo con el objetivo
de acumular conocimiento, sino con el fin de usar ese conocimiento en beneficio
propio y comunitario.
¿Cuándo comenzar a enseñar ciencias?
A partir de todo lo anteriormente expuesto, surge otro cuestionamiento, que
tiene relación con la edad en que debe comenzar la enseñanza y alfabetización
científica.
En nuestro país, el Ministerio de Educación indica que la educación científica
debe comenzar en la etapa pre-escolar, de hecho, en esta etapa formativa existe
un núcleo de aprendizaje denominado: “Seres vivos y su entorno”, que tiene como
objetivo (citando las Bases Curriculares de Educación Parvularia): “descubrir y
conocer activamente el medio natural, desarrollando actitudes de curiosidad,
respeto y de permanente interés por aprender, adquiriendo habilidades que
permitan ampliar su conocimiento y comprensión acerca de los seres vivos y las
relaciones dinámicas con el entorno a través de distintas técnicas e
instrumentos”. Ocurre, en consecuencia, que la educación científica en esta
etapa es deseada y debe apuntar al desarrollo de ciertas competencias
científicas que parten de la curiosidad innata que poseen los infantes para
explorar todo lo que esté a su alcance, y a la adquisición de un primer cuerpo
de conocimientos y conceptos (alfabetización) que serán las bases en la
formación del pensamiento científico.
Este desafío formativo, según muchos autores, es una “manera de mirar y
pararse frente al mundo”, es una forma de pensamiento que le permite al
individuo “ver y pensar sobre el mundo de manera consciente a través de la
metacognición, es decir ser conscientes de lo que sabemos y cómo lo sabemos”
(Furman, 2016). Para autores como Feynman (1966) y Duschl (2007), el
pensamiento científico se caracteriza por la capacidad de:
·
Hacernos preguntas
sobre cosas que no conocemos y nos resultan intrigantes.
·
Búsqueda imaginativa
de posibles explicaciones.· Planificación (también imaginativa) de maneras de responder esas preguntas que nos planteamos.
· Entender la naturaleza y el proceso de desarrollo del conocimiento científico.
· Participar productivamente en las prácticas y el discurso científico.
· Necesidad de compartir con otros los descubrimientos realizados.
Todas estas serían las herramientas que debiesen ser formadas y
desarrolladas en la escuela desde las etapas de educación pre-escolar y, para
ello, es necesario reconocer que los niños poseen capacidades innatas que se
asemejan de cierta manera al pensar científico, ellos poseen habilidades
asociadas al pensamiento científico y tecnológico, pero estas no se desarrollan
en su máximo potencial si no existe una mediación intencionada (Furman, 2016).
De este modo, vamos comprendiendo que los niños y niñas están abiertos de
manera natural a todos los estímulos que se les ofrezcan y que les permitan
elaborar una representación del mundo en el que viven. Lo importante es que la
ciencia que aprenden en el jardín infantil sea familiar para ellos, que lo
asocien y relacionen con lo que observan diariamente. Esto, sin dudas,
favorecería la génesis de un aprendizaje significativo que, en palabras de
Ausubel (1983), “corresponde a cuando los contenidos: son relacionados de modo
no arbitrario y sustancial (no al pie de la letra) con lo que el alumno ya
sabe. Por relación sustancial y no arbitraria se debe entender que las ideas se
relacionan con algún aspecto existente específicamente relevante de la
estructura cognoscitiva del alumno, como una imagen, un símbolo ya
significativo, un concepto o una proposición”.
El desarrollo del pensamiento en el niño, incluido el pensamiento
científico, resulta ser un proceso biopsicosocial (Daza & Quintanilla,
2011), lo que quiere decir que su manera de pensar está influenciada por las
dinámicas culturales que ha aprendido en su entorno, y que le permitirán dar
sentido y significado a sus cosmovisiones culturales, creativas y científicas.
Por tanto, podríamos decir que, en el desarrollo del pensar científico de
nuestros niños y niñas, existen dos factores a considerar: la ciencia cotidiana
aprendida en su entorno y la ciencia escolar aprendida en la escuela, que, a su
vez, recibe influencias de las creencias y modelos epistemológicas que poseen
los docentes acerca de la ciencia.
Es el encuentro de dos mundos que debiesen, decimos aquí, ser
complementarios y no rivales, de modo que la ciencia escolar no debiese ignorar
la ciencia cotidiana; o, visto desde otra perspectiva, los docentes debiesen
considerar las concepciones previas que poseen los estudiantes y dónde las
aprendieron, a la hora de enseñar ciencia.
Como lo plantea D’Achiardi (2016), “en el área de la ciencia, es importante
reconocer los aprendizajes previos de los niños en relación al tema; los niños
y niñas siempre saben “algo” de los temas científicos, tienen ideas propias
aproximadas, que pueden ser científicamente correctas o incorrectas, pero que
son parte del conocimiento adquirido y les hacen sentido, es decir, son ideas
significativas para ellos”.
Estas ideas previas, como se mencionó antes, se adquieren de las
experiencias que tienen los individuos con su entorno, y en el caso de los niños
y niñas en edad preescolar, el entorno inmediato es en la mayoría de los casos
su familia. Los primeros educadores de los niños y niñas son las madres y los
padres, el espacio de aprendizaje por excelencia es el hogar, el barrio, la
comuna, la ciudad. El Jardín Infantil, la Escuela y el Colegio vienen a
continuar y a fortalecer con su conocimiento especializado lo que la familia ha
iniciado y continúa realizando (UNESCO, 2004).
Familia y escuela (cualquiera sea su nivel educativo: preescolar, básica o
media) conforman el “entorno educativo” de los estudiantes, y deben velar por
permitir el crecimiento, desarrollo y la conexión de éstos con el mundo (Mochen,
2013). Los padres o adultos con quienes viven los niños son los primeros en
permitir (consciente o inconscientemente) que éstos tengan experiencias
relacionadas con la ciencia, padres que recordemos también han recibido
educación científica durante su proceso de escolarización (en caso de haberlo
tenido) o que han desarrollado un cuerpo de conocimientos y creencias
“científicas” a través de la cultura popular (por ejemplo, el uso de hierbas
medicinales). Por tanto, también pueden contribuir al desarrollo del
pensamiento científico de sus hijos.
Como sea, el currículo que rige la Educación
Parvularia promueve explícitamente la enseñanza de la ciencia, pese a que, tal
vez, muchos educadores y educadoras se han preguntado si un niño o niña puede tan
tempranamente aprender ciencias y desarrollar habilidades del pensamiento
científico. La respuesta es sí, los niños y niñas son capaces de desarrollar
habilidades científicas y de apropiarse de conocimientos científicos, que les
permitirán comprender el mundo que le rodea. Esto se debe, en parte, a la
curiosidad natural de los pequeños que los lleva a buscar e indagar diversos
fenómenos que les permiten entender y darle significado al mundo que le rodea (Ortiz, G. & Cervantes, M.; 2015).
Además, como dice Furman (2016), “los
niños son científicos en potencia
que poseen habilidades innatas que con una adecuada estimulación y mediación
pueden desarrollar de manera óptima el pensamiento científico”. Tal como agrega de Figarella
(2001), “todo niño en edad preescolar manifiesta una conducta de búsqueda en su
deseo de experimentar, de mezclar cosas, de preguntar y saber por qué ocurren
las cosas, de tocar. Lo que ya el niño sabe determina en gran medida lo que
atenderá, percibirá, aprenderá, recordará y habrá de olvidar, lo que ya sabe es
una plataforma que soporta la construcción de todo aprendizaje futuro”.
Es debido a estas características
innatas que es posible desarrollar el pensamiento científico en la primera infancia, por lo que este proceso debe estar
acompañado por una enseñanza planificada,
intencionada, contextualizada y pertinente (Daza, S. &
Quintanilla, M.; 2011). Pues, para que ello ocurra, la enseñanza debe ser motivante para los niños y niñas, con el
fin de entregar las herramientas básicas para entender la ciencia y hacer uso
consciente de esta.
¿Quién debe encargarse de la educación científica de
los niños y niñas?
En este punto cabe destacar que la mayor parte de las investigaciones sobre
desarrollo de pensamiento científico se centran en el efecto que tienen las
creencias y modelos epistemológicos de los docentes y cómo se reflejan en sus
prácticas pedagógicas, en las actividades que planifican y en la manera de
enseñar ciencia, pero muy poco se ha estudiado acerca los modelos de ciencia
que tendrían los padres o de cómo se podrían usar ambos (la de padres y
docentes) para favorecer el desarrollo y aprendizaje de los estudiantes en el
área de las ciencias, y específicamente el desarrollo del pensamiento
científico.
Este dato sugiere que en la tensión escuela-familia, los esfuerzos
investigativos han invisibilizado en parte lo que aporta la familia en la
enseñanza temprana y adecuada de la ciencia. Empero, lo cierto es que tanto la escuela como la familia son parte fundamental
en el desarrollo de un niño, y ambas debiesen ser entidades que complementen
sus acciones y esfuerzos para permitir el máximo desarrollo de los niños y
niñas. Como lo expone Bolivar (2006), familia y escuela son dos mundos llamados
a trabajar en común. Este actuar colaborativo, según autores como García-Bacete, F. (2003), favorece al aprendizaje y desarrollo de
los estudiantes, y tiene efectos positivos en los padres, educadores y la
comunidad educativa en general.
Si debiesen definirse los roles de
cada actor, familia y escuela, con respecto a la educación en ciencias, nos
encontramos con el siguiente dilema: ¿la ciencia que sabe la familia, llamada
por algunos ciencia de lo cotidiano,
concuerda con la ciencia “formal” que pretende enseñar la escuela?
Lamentablemente, existe escasa información con respecto a esta interrogante,
pero sí se conoce sobre el rol que tienen las concepciones previas sobre
ciencia con que llegan los niños a la escuela o jardín infantil, ideas que
fueron adquiridas en su núcleo familiar, como lo plantea (2016) “en el área de la ciencia, es importante reconocer los aprendizajes
previos de los niños en relación al tema; los niños y niñas siempre saben
“algo” de los temas científicos, tienen ideas propias aproximadas, que pueden
ser científicamente correctas o incorrectas, pero que son parte del
conocimiento adquirido y les hacen sentido, es decir, son ideas significativas
para ellos.”
Con este planteamiento es de suponer que la familia tenga un activo rol
en el proceso de enseñanza-aprendizaje de sus hijos. Miranda (1995), citado por
Valdés, Pavón & Sánchez Escobedo (2009), realizó una investigación en la
que determinó que “la participación de los padres se puede evaluar a través de
dos aspectos: uno relativo a la información de los mismos acerca de la escuela
y el otro referido a su intervención en las actividades de la misma, y sostiene
que la información de los padres sobre lo que acontece en la escuela, les
facilita una mayor participación en las actividades escolares de los hijos”. A
pesar de la importancia de la participación familiar, Valdés, Pavón &
Sánchez Escobedo, (2009), encontraron que la participación de los padres en las
actividades educativas de los hijos se clasificó como baja o precaria.
De otro lado, en una revisión realizada por Martiniello (1999) se
identificaron 4 categorías de participación de la familia en las labores
educativas:
·Padres como responsables de la crianza del niño: los
padres desempeñan las funciones propias de la crianza, cuidado y protección de
sus hijos, y proveen las condiciones que permitan al niño asistir a la escuela.
·Padres como maestros: los padres continúan y refuerzan
el proceso de aprendizaje del aula en la casa. Supervisan y ayudan a sus hijos
a completar sus tareas escolares y trabajar en proyectos de aprendizaje.
·Padres como agentes de apoyo a la escuela: Esta categoría
se refiere a las contribuciones que los padres hacen a las escuelas para
mejorar la provisión de servicios. Incluye contribuciones de dinero, tiempo,
trabajo y materiales.
·Padres como agentes con poder de decisión: En esta
categoría los padres desempeñan roles de toma de decisión que afectan las
políticas de la escuela y sus operaciones. Incluye la participación de padres
en consejos escolares consultivos y directivos, o en programas de selección de
escuelas/vales escolares.
En nuestras escuelas y jardines infantiles, en Chile, esta es una
interrogante abierta. Es probable que la participación de los padres se ajuste
a las categorías de “Padres como maestros” y “Padres como agentes de apoyo a la
escuela”, pero este apoyo -tal como lo dice la autora- constituye una
participación parcial que se manifiesta en materiales de trabajo o el apoyo en
alguna tarea que el niño deba hacer en su casa.
La participación a la que se debiese apuntar es una en la que el saber
científico de la familia se integre al saber escolar, en donde la familia no
solo “ayude” a hacer las tareas, sino que genere conocimiento junto a sus
hijos, que sea parte de los descubrimientos que los niños hacen día a día. Esto
equivale a decir que se requiere una familia que se mueva con parámetros
constructivistas, lo que resulta difícil de alcanzar en sociedad positivista y
tan marcadamente instrumental. Con todo, esto es algo que recién nos atrevemos
a enunciar. Vale la pena, en consecuencia, seguir apostando por la escuela y
por la familia, entrelazadas y colaborativas, para promover el mejor
pensamiento crítico y científico en las nuevas generaciones es de chilenos,
desde la más tierna infancia.
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