lunes, 29 de octubre de 2018

Enseñanza de las ciencias en educación preescolar: ¿familia o escuela?



Paula Bonilla Zamudio
Profesora de Biología y Ciencias Naturales.
Magister en Ciencias Biológicas y Magíster en Potenciación de Aprendizajes.

¿Por qué enseñar ciencias?

La sociedad de la que somos parte se caracteriza, entre otras cosas, por la influencia de la ciencia y la tecnología en la vida de las personas. Probablemente por esta razón, desde hace algunos años, se ha comenzado a hablar en los establecimientos educativos de la importancia de la alfabetización científica y de formar a los estudiantes con sólidos conocimientos y habilidades que les permitan entender la ciencia y la tecnología. ¿Pero qué se entiende por alfabetización científica? Según la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, 2016) es “el conjunto de conocimiento acerca de las ideas y conceptos centrales que forman las bases del pensamiento científico y tecnológico, y también cómo este pensamiento se ha generado y el grado en el cual se basa en evidencia o en explicaciones teóricas”. La literatura también menciona que la alfabetización científica implica un conocimiento de la función de los instrumentos (materiales, conceptuales, institucionales) en la validación de las teorías, así como del contexto social, económico e ideológico que propicia o impide un desarrollo tecnológico.

Como podemos apreciar en las definiciones anteriores, sobre el concepto de alfabetización científica, se da un especial énfasis en la adquisición de conocimiento que permita entender la ciencia y el desarrollo tecnológico. Al respecto, parece necesario preguntarse, de entrada: ¿para qué enseñar ciencia? ¿cuál es la finalidad de destinar esfuerzos a la formación de un pensamiento científico y de alfabetizar científicamente a nuestros estudiantes?


Según Agustín Adúriz-Bravo (2006), la enseñanza de las ciencias en la escuela debiera tiene tres propósitos o tres enfoques:

a) Enseñanza de una ciencia intrínseca: corresponde al análisis crítico de las ciencias naturales para pensar en los dilemas de la ciencia y la tecnología en la sociedad actual.
b) Enseñanza de una ciencia cultural: que permitiría situar el conocimiento científico en su contexto histórico.
c) Enseñanza de una ciencia instrumental: que busca la vinculación del conocimiento científico con el conocimiento común social.

Para Acevedo-Díaz (2004), por su parte, la educación científica debe estar enfocada en: “una enseñanza de las ciencias de carácter útil y eminentemente práctico (conocimientos de ciencia que pueden hacer falta para la vida cotidiana), democráticas (conocimientos y capacidades necesarios para participar como ciudadanos responsables en la toma de      decisiones sobre asuntos públicos y polémicos que están relacionados con la ciencia y la tecnología) o para desarrollar ciertas capacidades generales muy apreciadas en el mundo laboral.

Otro enfoque posible, acerca de la importancia de la enseñanza de la ciencia, lo aporta Macedó (2006), para quien la educación científica debe ocupar un rol clave para mejorar la calidad de vida y la participación ciudadana. Para este autor, la enseñanza de la ciencia y de la tecnología se traducen en inequidad e injusticia por su desigual distribución, tanto entre países como dentro de éstos, existiendo grupos excluidos del conocimiento científico y sus beneficios. Plantean que la ciencia y la tecnología no solo deben mejorar las condiciones de quienes viven en situaciones de pobreza, sino que los avances científicos deben ser bien utilizados por la ciudadanía toda y, para que esto sea posible, deben conocerlos.


Todos los autores citados que estudian las finalidades de la enseñanza de las ciencias apuntan a un rol social de la ciencia y la tecnología. Coinciden, así, con el enfoque de la enseñanza denominado CTS (Ciencia-Tecnología y Sociedad), corriente de enseñanza que promueve “que la ciencia y la tecnología son accesibles e importantes para los ciudadanos, por tanto, es necesaria su alfabetización tecnocientífica” (Acevedo-Díaz, 2004).

Para Quintanilla (2007), “la ciencia en la escuela debe ser un saber fascinante para aprender a leer el mundo”, esto nos lleva a plantear una ciencia escolar con sentido y valor para todos los niños/as y jóvenes, que sea moderadamente racional; que permita a los estudiantes justificarla, y de esa forma favorecer la participación activa para enfrentar nuevas interrogantes, nuevos desafíos, nuevas formas de mirar y enfrentar el mundo comprometidamente.

Lamentablemente, diversos estudios demuestran que la enseñanza de las ciencias en las escuelas está enfocada y dirigida a acumular conocimientos, que serán utilizados posiblemente en la educación superior, o en las pruebas para ingresar a ella, como es el caso de la PSU en Chile. Como lo señala Acevedo-Díaz (2004), la enseñanza de las ciencias anterior a la institución universitaria debiera destinarse a los conceptos científicos esenciales para los estudios superiores. A pesar de esto, se enseña ciencia en las escuelas, y es probable que existan oasis de sentido común en algún lugar de nuestro país, en los cuáles efectivamente se esté trabajando en la enseñanza de una ciencia con espíritu social, que alfabetice a los estudiantes no solo con el objetivo de acumular conocimiento, sino con el fin de usar ese conocimiento en beneficio propio y comunitario.


¿Cuándo comenzar a enseñar ciencias?

A partir de todo lo anteriormente expuesto, surge otro cuestionamiento, que tiene relación con la edad en que debe comenzar la enseñanza y alfabetización científica.

En nuestro país, el Ministerio de Educación indica que la educación científica debe comenzar en la etapa pre-escolar, de hecho, en esta etapa formativa existe un núcleo de aprendizaje denominado: “Seres vivos y su entorno”, que tiene como objetivo (citando las Bases Curriculares de Educación Parvularia): “descubrir y conocer activamente el medio natural, desarrollando actitudes de curiosidad, respeto y de permanente interés por aprender, adquiriendo habilidades que permitan ampliar su conocimiento y comprensión acerca de los seres vivos y las relaciones dinámicas con el entorno a través de distintas técnicas e instrumentos”. Ocurre, en consecuencia, que la educación científica en esta etapa es deseada y debe apuntar al desarrollo de ciertas competencias científicas que parten de la curiosidad innata que poseen los infantes para explorar todo lo que esté a su alcance, y a la adquisición de un primer cuerpo de conocimientos y conceptos (alfabetización) que serán las bases en la formación del pensamiento científico.


Este desafío formativo, según muchos autores, es una “manera de mirar y pararse frente al mundo”, es una forma de pensamiento que le permite al individuo “ver y pensar sobre el mundo de manera consciente a través de la metacognición, es decir ser conscientes de lo que sabemos y cómo lo sabemos” (Furman, 2016). Para autores como Feynman (1966) y Duschl (2007), el pensamiento científico se caracteriza por la capacidad de:

·           Hacernos preguntas sobre cosas que no conocemos y nos resultan intrigantes.
·           Búsqueda imaginativa de posibles explicaciones.
·           Planificación (también imaginativa) de maneras de responder esas preguntas que nos planteamos.
·           Entender la naturaleza y el proceso de desarrollo del conocimiento científico.
·           Participar productivamente en las prácticas y el discurso científico.
·           Necesidad de compartir con otros los descubrimientos realizados.

Todas estas serían las herramientas que debiesen ser formadas y desarrolladas en la escuela desde las etapas de educación pre-escolar y, para ello, es necesario reconocer que los niños poseen capacidades innatas que se asemejan de cierta manera al pensar científico, ellos poseen habilidades asociadas al pensamiento científico y tecnológico, pero estas no se desarrollan en su máximo potencial si no existe una mediación intencionada (Furman, 2016). De este modo, vamos comprendiendo que los niños y niñas están abiertos de manera natural a todos los estímulos que se les ofrezcan y que les permitan elaborar una representación del mundo en el que viven. Lo importante es que la ciencia que aprenden en el jardín infantil sea familiar para ellos, que lo asocien y relacionen con lo que observan diariamente. Esto, sin dudas, favorecería la génesis de un aprendizaje significativo que, en palabras de Ausubel (1983), “corresponde a cuando los contenidos: son relacionados de modo no arbitrario y sustancial (no al pie de la letra) con lo que el alumno ya sabe. Por relación sustancial y no arbitraria se debe entender que las ideas se relacionan con algún aspecto existente específicamente relevante de la estructura cognoscitiva del alumno, como una imagen, un símbolo ya significativo, un concepto o una proposición”.


El desarrollo del pensamiento en el niño, incluido el pensamiento científico, resulta ser un proceso biopsicosocial (Daza & Quintanilla, 2011), lo que quiere decir que su manera de pensar está influenciada por las dinámicas culturales que ha aprendido en su entorno, y que le permitirán dar sentido y significado a sus cosmovisiones culturales, creativas y científicas.

Por tanto, podríamos decir que, en el desarrollo del pensar científico de nuestros niños y niñas, existen dos factores a considerar: la ciencia cotidiana aprendida en su entorno y la ciencia escolar aprendida en la escuela, que, a su vez, recibe influencias de las creencias y modelos epistemológicas que poseen los docentes acerca de la ciencia.

Es el encuentro de dos mundos que debiesen, decimos aquí, ser complementarios y no rivales, de modo que la ciencia escolar no debiese ignorar la ciencia cotidiana; o, visto desde otra perspectiva, los docentes debiesen considerar las concepciones previas que poseen los estudiantes y dónde las aprendieron, a la hora de enseñar ciencia.

Como lo plantea D’Achiardi (2016), “en el área de la ciencia, es importante reconocer los aprendizajes previos de los niños en relación al tema; los niños y niñas siempre saben “algo” de los temas científicos, tienen ideas propias aproximadas, que pueden ser científicamente correctas o incorrectas, pero que son parte del conocimiento adquirido y les hacen sentido, es decir, son ideas significativas para ellos”.


Estas ideas previas, como se mencionó antes, se adquieren de las experiencias que tienen los individuos con su entorno, y en el caso de los niños y niñas en edad preescolar, el entorno inmediato es en la mayoría de los casos su familia. Los primeros educadores de los niños y niñas son las madres y los padres, el espacio de aprendizaje por excelencia es el hogar, el barrio, la comuna, la ciudad. El Jardín Infantil, la Escuela y el Colegio vienen a continuar y a fortalecer con su conocimiento especializado lo que la familia ha iniciado y continúa realizando (UNESCO, 2004).

Familia y escuela (cualquiera sea su nivel educativo: preescolar, básica o media) conforman el “entorno educativo” de los estudiantes, y deben velar por permitir el crecimiento, desarrollo y la conexión de éstos con el mundo (Mochen, 2013). Los padres o adultos con quienes viven los niños son los primeros en permitir (consciente o inconscientemente) que éstos tengan experiencias relacionadas con la ciencia, padres que recordemos también han recibido educación científica durante su proceso de escolarización (en caso de haberlo tenido) o que han desarrollado un cuerpo de conocimientos y creencias “científicas” a través de la cultura popular (por ejemplo, el uso de hierbas medicinales). Por tanto, también pueden contribuir al desarrollo del pensamiento científico de sus hijos.

Como sea, el currículo que rige la Educación Parvularia promueve explícitamente la enseñanza de la ciencia, pese a que, tal vez, muchos educadores y educadoras se han preguntado si un niño o niña puede tan tempranamente aprender ciencias y desarrollar habilidades del pensamiento científico. La respuesta es sí, los niños y niñas son capaces de desarrollar habilidades científicas y de apropiarse de conocimientos científicos, que les permitirán comprender el mundo que le rodea. Esto se debe, en parte, a la curiosidad natural de los pequeños que los lleva a buscar e indagar diversos fenómenos que les permiten entender y darle significado al mundo que le rodea (Ortiz, G. & Cervantes, M.; 2015).

Además, como dice Furman (2016), “los niños son científicos en potencia que poseen habilidades innatas que con una adecuada estimulación y mediación pueden desarrollar de manera óptima el pensamiento científico”. Tal como agrega de Figarella (2001), “todo niño en edad preescolar manifiesta una conducta de búsqueda en su deseo de experimentar, de mezclar cosas, de preguntar y saber por qué ocurren las cosas, de tocar. Lo que ya el niño sabe determina en gran medida lo que atenderá, percibirá, aprenderá, recordará y habrá de olvidar, lo que ya sabe es una plataforma que soporta la construcción de todo aprendizaje futuro”.


Es debido a estas características innatas que es posible desarrollar el pensamiento científico en la primera infancia, por lo que este proceso debe estar acompañado por una enseñanza planificada, intencionada, contextualizada y pertinente (Daza, S. & Quintanilla, M.; 2011). Pues, para que ello ocurra, la enseñanza debe ser motivante para los niños y niñas, con el fin de entregar las herramientas básicas para entender la ciencia y hacer uso consciente de esta.

¿Quién debe encargarse de la educación científica de los niños y niñas?

En este punto cabe destacar que la mayor parte de las investigaciones sobre desarrollo de pensamiento científico se centran en el efecto que tienen las creencias y modelos epistemológicos de los docentes y cómo se reflejan en sus prácticas pedagógicas, en las actividades que planifican y en la manera de enseñar ciencia, pero muy poco se ha estudiado acerca los modelos de ciencia que tendrían los padres o de cómo se podrían usar ambos (la de padres y docentes) para favorecer el desarrollo y aprendizaje de los estudiantes en el área de las ciencias, y específicamente el desarrollo del pensamiento científico.

Este dato sugiere que en la tensión escuela-familia, los esfuerzos investigativos han invisibilizado en parte lo que aporta la familia en la enseñanza temprana y adecuada de la ciencia. Empero, lo cierto es que tanto la escuela como la familia son parte fundamental en el desarrollo de un niño, y ambas debiesen ser entidades que complementen sus acciones y esfuerzos para permitir el máximo desarrollo de los niños y niñas. Como lo expone Bolivar (2006), familia y escuela son dos mundos llamados a trabajar en común. Este actuar colaborativo, según autores como García-Bacete, F. (2003), favorece al aprendizaje y desarrollo de los estudiantes, y tiene efectos positivos en los padres, educadores y la comunidad educativa en general.

Si debiesen definirse los roles de cada actor, familia y escuela, con respecto a la educación en ciencias, nos encontramos con el siguiente dilema: ¿la ciencia que sabe la familia, llamada por algunos ciencia de lo cotidiano, concuerda con la ciencia “formal” que pretende enseñar la escuela? Lamentablemente, existe escasa información con respecto a esta interrogante, pero sí se conoce sobre el rol que tienen las concepciones previas sobre ciencia con que llegan los niños a la escuela o jardín infantil, ideas que fueron adquiridas en su núcleo familiar, como lo plantea (2016) “en el área de la ciencia, es importante reconocer los aprendizajes previos de los niños en relación al tema; los niños y niñas siempre saben “algo” de los temas científicos, tienen ideas propias aproximadas, que pueden ser científicamente correctas o incorrectas, pero que son parte del conocimiento adquirido y les hacen sentido, es decir, son ideas significativas para ellos.”


Con este planteamiento es de suponer que la familia tenga un activo rol en el proceso de enseñanza-aprendizaje de sus hijos. Miranda (1995), citado por Valdés, Pavón & Sánchez Escobedo (2009), realizó una investigación en la que determinó que “la participación de los padres se puede evaluar a través de dos aspectos: uno relativo a la información de los mismos acerca de la escuela y el otro referido a su intervención en las actividades de la misma, y sostiene que la información de los padres sobre lo que acontece en la escuela, les facilita una mayor participación en las actividades escolares de los hijos”. A pesar de la importancia de la participación familiar, Valdés, Pavón & Sánchez Escobedo, (2009), encontraron que la participación de los padres en las actividades educativas de los hijos se clasificó como baja o precaria. 



De otro lado, en una revisión realizada por Martiniello (1999) se identificaron 4 categorías de participación de la familia en las labores educativas:

·Padres como responsables de la crianza del niño: los padres desempeñan las funciones propias de la crianza, cuidado y protección de sus hijos, y proveen las condiciones que permitan al niño asistir a la escuela. 
·Padres como maestros: los padres continúan y refuerzan el proceso de aprendizaje del aula en la casa. Supervisan y ayudan a sus hijos a completar sus tareas escolares y trabajar en proyectos de aprendizaje.
·Padres como agentes de apoyo a la escuela: Esta categoría se refiere a las contribuciones que los padres hacen a las escuelas para mejorar la provisión de servicios. Incluye contribuciones de dinero, tiempo, trabajo y materiales.
·Padres como agentes con poder de decisión: En esta categoría los padres desempeñan roles de toma de decisión que afectan las políticas de la escuela y sus operaciones. Incluye la participación de padres en consejos escolares consultivos y directivos, o en programas de selección de escuelas/vales escolares.

En nuestras escuelas y jardines infantiles, en Chile, esta es una interrogante abierta. Es probable que la participación de los padres se ajuste a las categorías de “Padres como maestros” y “Padres como agentes de apoyo a la escuela”, pero este apoyo -tal como lo dice la autora- constituye una participación parcial que se manifiesta en materiales de trabajo o el apoyo en alguna tarea que el niño deba hacer en su casa.


La participación a la que se debiese apuntar es una en la que el saber científico de la familia se integre al saber escolar, en donde la familia no solo “ayude” a hacer las tareas, sino que genere conocimiento junto a sus hijos, que sea parte de los descubrimientos que los niños hacen día a día. Esto equivale a decir que se requiere una familia que se mueva con parámetros constructivistas, lo que resulta difícil de alcanzar en sociedad positivista y tan marcadamente instrumental. Con todo, esto es algo que recién nos atrevemos a enunciar. Vale la pena, en consecuencia, seguir apostando por la escuela y por la familia, entrelazadas y colaborativas, para promover el mejor pensamiento crítico y científico en las nuevas generaciones es de chilenos, desde la más tierna infancia.

Referencias 
Acevedo-Díaz, J (2004). Reflexiones sobre las finalidades de la enseñanza de las ciencias: educación científica para la ciudadanía. Revista Eureka sobre Enseñanza y Divulgación de las Ciencias, 1(1), 3-16.

Adúriz-Bravo, A., Salazar, I., Mena, N. & Badillo, E. (2006). La epistemología en la formación del profesorado de Ciencias Naturales. Aportaciones del Positivismo Lógico. Revista electrónica de Investigación en Educación en Ciencias, 1(1), 6-23.

Bolivar A. (2006). Familia y Escuela: dos mundos llamados a trabajar en común. Revista de Educación, 339, 119-146.

de Figarella, E. T. (2001). Desarrollo de la actitud científica en niños de edad preescolar. In Anales de la Universidad Metropolitana (Vol. 1, No. 2, pp. 187-195). Universidad Metropolitana.

D’Achiardi, M. (2016). Formación científica de las Educadoras de Párvulos: Beneficios para los niños/as en la primera infancia. Cuaderno de Educación Facultad de Educación Universidad Alberto Hurtado, nª74.

Daza, S. & Quintanilla, M. (2011). La enseñanza de las Ciencias Naturales en las primeras edades. Su contribución a la promoción de competencias del pensamiento científico Volumen 5 (1era edición). Santiago, Chile.

Duschl R., Schweingruber, H. & Shouse, A. (2007). Taking science to school: Learning and teaching science in grades K-8.  (Ed. National Academy Press). Washington, DC.

Furman, M. (2016). Educar mentes curiosas: La formación del pensamiento científico y tecnológico en la infancia en los niños de 3 a 8 años. Documento básico XI Foro Latinoamericano de Educación. (1era edición, Fundación Santillana), Buenos Aires Argentina.

García-Bacete, F. (2003). Las relaciones escuela-familia: un reto educativo. Infancia y Aprendizaje, 26(4), 425-437.

Kochen, G. (2013). Aportes conceptuales y experiencias relevantes sobre la educación en la primera infancia (1era edición, Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación IIPE-UNESCO). Buenos Aires, Argentina.

Martiniello, M. (1999). Participación de los padres en la educación: Hacia una taxonomía para América Latina. Harvard Inst. for Internat. Development, Harvard Univ.

Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. (2004). Participación de las familias en la educación infantil Latinoamericana (Ed. Oficina Regional de Educación de la UNESCO), Santiago, Chile.

Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. (2016). Aportes para la enseñanza de las Ciencias Naturales (Ed. Oficina Regional de Educación de la UNESCO), Santiago, Chile.

Ortiz, G. & Cervantes, M. (2015). La formación científica en los primeros años de escolaridad. Panorama 9 (17), 10-23.

Quintanilla, M. (2007). Historia de la ciencia: aportes para la formación del profesorado. Volumen 1. (Ed. Arrayan). Santiago, Chile.

Valdés Cuervo, Á. A., Martín Pavón, M. J., & Sánchez Escobedo, P. A. (2009). Participación de los padres de alumnos de educación primaria en las actividades académicas de sus hijos. Revista electrónica de investigación educativa, 11(1), 1-17.

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