viernes, 21 de septiembre de 2018

El saber pedagógico en y para la arquitectura de la profesión docente


Valentina Peralta Garrido
Profesora de Historia y Ciencias Sociales
Magister (c) en Potenciación de Aprendizajes



Educación y Pedagogía, juntas pero no revueltas

Para partir, se analizarán aquí ciertos conceptos educativos que conforman la arquitectura básica de la profesión docente, pues, suelen confundirse muchos en lo que es Educación y Pedagogía. ¿Se trata de definiciones fijas? La verdad es que no.

A lo largo de la historia universal hemos podido ver a diversos autores ahondar en estos conceptos, como, por ejemplo, el caso del pensamiento pedagógico griego, a través de la idea de la paideia, basada en “la integración entre la cultura de la sociedad y la creación individual de otra cultura en una influencia recíproca” (Gadotti, 2008, pág. 16). Pero, a medida que fueron pasando los siglos, estas visiones fueron variando al punto de existen diferencias entre el pensamiento que surgió en los primeros siglos de la historia de la humanidad y las visiones de la edad media o la edad moderna, hasta llegar a nuestros días.

En primer lugar, para hablar del concepto de Educación, es necesario que nos remitamos a su significado epistemológico. El concepto varió desde su primera aplicación entendido como crianza, en los primeros siglos de la historia, a lo que posteriormente hizo alusión al concepto de adoctrinar o disciplinar. En el caso de Chile, se utilizó a lo largo del siglo XIX e inicios del siglo XX, el concepto de educación y pedagogía indistintamente para hacer relación a las personas que tenían como labor la enseñanza de las leyes del país, con el fin de crear ciudadanos. De hecho, no se hablaba del cargo de profesor, sino que de preceptor. Lo anterior, tuvo vigencia hasta la implementación de la reforma educativa gestada en la década de 1920.


Pero, si nos remitimos al origen de la palabra, nos daremos cuenta de que "educación" tiene un doble origen etimológico, su procedencia latina se atribuye a los términos educere y educare. Como el verbo latino educere significa "conducir fuera de", "extraer de dentro hacia fuera", desde esta posición, la educación se entiende como el desarrollo de las potencialidades del sujeto basado en la capacidad que tiene para desarrollarse. El término educare se identifica con los significados de "criar", "alimentar" y se vincula con las influencias educativas o acciones que desde el exterior se llevan a cabo para formar, criar, instruir o guiar al individuo. Se refiere, por tanto, a las relaciones que se establecen con el ambiente que son capaces de potenciar las posibilidades educativas del sujeto. Lo anterior da cuenta de que, para hablar del concepto de educación, no podemos caer en anacronías. Hablamos de un concepto en continua transformación y que se construye a través de las sociedades, por eso señalamos que la educación debe ser transformadora, en el sentido de que debe generar cambios sociales y culturales, pero, además, debe transformase a sí misma, tal como lo planteaban los griegos con el concepto de paideia. La educación “debe repensarse, deconstruirse y volver a combinar los elementos que la conforman de otra manera, lo cual, además de ser muy complejo, es un desafío…” (Aragay, 2017).

Debemos hacer también la distinción entre educación formal e informal. En el caso de la educación informal hablamos de todo proceso educativo que surge de la vida cotidiana, del día a día. Por ejemplo, cuando un niño pequeño comienza a caminar, pasa por un proceso de transformación que modifica sus pautas y esquemas internos como también los de los sujetos que lo rodean, sin tener que haber pasado por un aula o un espacio de educación formal para que suceda. En lo anterior radica la diferencia entre lo formal e informal de la educación.

Por ende, la educación formal es la de la academia, de la escuela y la universidad, donde existen profesores, horarios y actividades pensadas para lograr objetivos. Es la educación basada en políticas públicas, que se rige por ellas y que las modifica.  Es por lo anterior que “durante las últimas dos décadas ha habido un trabajo conceptual significativo y un apoyo dirigido a la ampliación de metas educativas a fin de preparar mejor a los estudiantes para las exigencias del presente…”. (Reimers & Chung, 2016). Por ende, la educación se presenta como un fenómeno complejo, que involucra la transmisión de conocimientos, la formación del sujeto y la reproducción social y que posee ciertas funciones sociales enlazadas con la adaptación al grupo social y a la sociedad en su conjunto, como mantener y asegurar la continuidad social, sumado también al hecho de introducir al cambio social, de guiar la formación profesional de los individuos desarrollando material de la sociedad y teniendo una función política en base a la construcción y reconstrucción de la ciudadanía.


En segundo lugar, es necesario hacer la diferenciación entre el concepto de Educación y Pedagogía. Como ya vimos en párrafos anteriores, educación la entendemos como todo proceso formativo que vive el ser humano, sea de tipo formal o informal. Es decir, si es independiente de las estructuras de la academia/escuela o no. Pero hablar de pedagogía es hablar sobre la reflexión sobre la educación, en todas sus aristas y niveles.

Una definición general se relaciona con la idea de que la pedagogía es una construcción teórica, que se encuentra en permanente reflexión epistemológica y que, por ende, es esencial con todos los procesos que se generan y desarrollan en el ámbito de la educación (Castaño, 2012). La anterior, es parte de concepciones más recientes, pero como ya lo vimos anteriormente, en la antigüedad clásica, durante la época de griegos y romanos, la pedagogía (Paidós, niño y agogein, conducir) y la educación (ex-ducere, sacar fuera) hacían referencia a la acción de conducir a otro para sacar fuera las potencialidades de los seres humanos, es decir, ambos conceptos fueron entendidos como conducción, esto es, como acciones y como reflexión.

Si avanzamos temporalmente, para hacer una breve cronología del concepto, podemos señalar que, en la edad moderna, “la pedagogía dejó de ser conducción y formación interior y pasó a ser educación como instrucción de los hombres en las escuelas. Una persona especial, supuestamente el maestro como instructor, era la encargada de educar en sitios cerrados, controlados y organizados de modo especial. La persona que educaba debía tener un don especial y un saber” (Quiceno Castrillón, 1998). Bajo esta lógica y refiriéndonos a esta época específica de la historia, el método, la escuela y la enseñanza se unieron en un solo concepto que fue entendido como educación o pedagogía indistintamente.

Es ya en el siglo XVII y XVIII cuando se le otorga un sentido diferente al concepto de pedagogía y deja de ser entendida solamente como un quehacer en el aula (didáctica). Esto se basó en los aportes de John Locke y Jean-Jaques Rousseau, quienes dieron cuenta que la pedagogía debía ser entendida como la reflexión sobre educación, la que llevaría a los jóvenes a convertirse en hombres. Hoy podíamos decir que con los aportes de Locke y Rousseau la pedagogía se va constituyendo en una teoría sobre la educación y que la educación puede ocurrir o no en la institución escolar. Sin embargo, en nuestros días aún se sigue pensando que la educación es todo aquello que ocurre en las instituciones escolares y que pedagogía es lo que pasa fuera de ella, no se entienden ambos conceptos como un todo, como una relación entre dos conceptos que se definen a sí mismos en base a su interacción y reciprocidad.

Con la llegada de los racionalistas, en el siglo XVIII y comienzos del XIX, se empezó a hablar de la pedagogía como ciencia. Hoy en día podríamos decir que la pedagogía como ciencia sigue estando en cuestión, pues, aún no se tiene claridad sobre los fundamentos epistemológicos y metodológicos que la sustentan, este es un debate abierto y, a la vez, una tarea por complementar. En este contexto, los racionalistas encasillaron a la pedagogía como parte de las ciencias sociales.


En el Siglo XX, la educación y la pedagogía se diferencian y adquieren un nuevo sentido. Se comienza a entender que la educación es eminentemente social y la pedagogía es una reflexión sobre ese fenómeno o hecho social, en el sentido de que la sociedad traza el ideal de hombre que la educación recorre y la pedagogía explica y analiza el recorrido. La pedagogía tiene por función no sustituir la práctica educativa sino guiarla, esclarecerla, explicarla. Por ejemplo, para Dewey, “la pedagogía es interacción, comunicación, intercambio, entre el mundo y las cosas, entre el medio ambiente y los individuos, entre la sociedad y las instituciones, y pedagogo es aquel que sin estar involucrado en el proceso educativo conoce de él y lo puede explicar” (Gadotti, 2008). Es el mismo Dewey quien llega a señalar que la pedagogía -en cuanto filosofía de la educación- resulta del todo imprescindible a la hora de entender y orientar qué es educación.

A raíz de este recorrido analítico sobre el concepto de pedagogía, es que podemos señalar que se refiere a aquella reflexión sistemática en torno a la educación. Es más, se trata de un tipo de reflexión que conlleva una dimensión filosófica, que está enlazada con una concepción sobre lo que es el conocimiento y el aprendizaje, sumado a una concepción de la sociedad o el contexto en el que se educa y por, sobre todo, a una concepción de los roles que le corresponde al educador y al educando (Bazán, 2008). Así como también importa una dimensión científica referida al uso del método científico para abordar, explicar y comprender la educación.


En suma, para hablar de pedagogía y educación, hay que tener claro que existen teorías subyacentes a ambos conceptos, las cuales han ido mutando y transformándose a lo largo del tiempo. Es por lo anterior que podemos señalar que ambos conceptos abordados en este artículo hacen hincapié a una construcción social, que responde a una época y contexto específico. Entendiendo que se puede concebir la teoría pedagógica como un sistema de ideas, conceptos e hipótesis, relacionados con la educación en tanto enseñanza y formación; es decir, las mejores estrategias de impartir la formación personal y social. Así, “Estos sistemas pedagógicos se han construido desde la investigación a partir de la experiencia educativa, la reflexión filosófica y el análisis lógico por pedagogos y otros profesionales que se han interesado en la educación, sistematizando su objeto y su método” (Castaño, 2012, pág. 39). Y en estos tiempos postmodernos, líquidos - siguiendo a Bauman-, y en constante cambio, es imperativo reflexionar sobre estos conceptos que dan cuenta de las visiones educativas y pedagógicas de las sociedades actuales.

Los saberes asociados a educación, ni tanto ni tan poco

Escribir sobre los saberes docentes o lo que debería saber cada profesor para realizar su práctica pedagógica, no es tarea fácil. En el ejercicio de enseñar, lo que sabe el profesor o lo que debiese saber el profesor parece ser algo primordial, pero ante ello, a nivel universitario, no hay plena claridad en su naturaleza y su enseñanza para los futuros profesores… Agregado a esto, está la baja vigilancia epistemológica que vive el profesorado y las facultades de educación que dificultan la reflexión sobre qué es un saber pedagógico y cuáles son saberes más relevantes para contar con profesores autónomos y críticos, capaces de transformar(se) y transformar su entorno.

¿La razón? Pareciera ser que no hay acuerdo sustancial sobre la trascendencia de estos saberes que no son contenidos dentro de la lógica procedimental, actitudinal o conceptual o, en el caso de que se hablen y se trabajen estos temas, cuesta ahondarlos y vivenciarlos en su relevancia básica. Esto podría tener que ver con la “existencia de una relación problemática entre los profesores y los saberes. Es preciso resaltar que hay pocos estudios u obras consagrados a los saberes de los profesores.” (Tardif, 2004, pág. 26). No existe, en suma, una clara arquitectura de estos saberes en el contexto de la profesión docente.

Entonces, ¿Cómo podemos definir estos saberes? Al respecto, varios autores han dedicado sus investigaciones a estudiar el desarrollo profesional docente y los saberes que los profesores debiésemos conocer. En efecto, desde mediados del siglo pasado, el tema de la función docente se ha tratado desde diversas visiones, tanto administrativas, pedagógicas, sociales y políticas. Pero ¿cuál es la función que tienen los docentes? Esta se puede definir como el “ejercicio de tareas de carácter laboral educativo al servicio de una colectividad, con unas competencias en la acción de enseñar, en la estructura de las instituciones en las que se ejerce ese trabajo y en el análisis de los valores sociales” (Imbernón, 2004) y es dentro de la lógica de este análisis que recae la importancia y relevancia de entender el concepto de saber pedagógico, ya que es desde estas visiones y/o percepciones desde donde se realiza la función docente que señala Imbernón. 


De acuerdo con Freire, cuando hablamos de saber, hablamos de “un verbo transitivo, un verbo que expresa una acción que, ejercida por un sujeto, incide o recae directamente en un objeto sin regencia proposicional, por eso es por lo que el complemento de este verbo se llama directo. Quien sabe, sabe alguna cosa (Cartas a quien pretende enseñar, 2010, pág. 145). Por ende, existen diversos tipos y categorías para dichos saberes. Y si hablamos desde lo estrictamente educativo de la formación docente, podemos nombrar: saberes docentes o profesionales, saberes pedagógicos y saberes disciplinares y/o curriculares, por nombrar algunos.

Todo lo anterior, bajo la lógica de que todo trabajo humano, incluso el más simple y previsible, exige del trabajador un saber y un saber hacer. En otras palabras, “no existe un trabajo sin un trabajador que sepa hacerlo, o sea, que sepa pensar, producir y reproducir las condiciones concretas de su propio trabajo”. (Tardif, 2004, pág. 174).

Desenrollando la madeja: los “saberes profesionales” y los “saberes disciplinares y/o curriculares”

Los saberes profesionales y los disciplinares, no son muy diferentes entre sí. Efectivamente, se trata de saberes que son parte de las prácticas docentes o pedagógicas diarias, pero “parecen ser más o menos de segunda mano. Se incorporan, en efecto, a la práctica docente sin que sean producidos o legitimados por ella. La relación que los profesores mantienen con los saberes es la de transmisores, portadores u objetos de saber, pero no de productores que pudieran imponer como instancia de legitimación social de su función y como espacio de verdad de su práctica.” (Tardif, 2004, pág. 31).

Con lo anterior, nos referimos a que los saberes profesionales se refieren al conjunto de saberes que son transmitidos a los profesores o futuros profesores a través de las escuelas o facultades de educación. ¿Qué quiere decir esto? Hablamos de la didáctica o el currículum escolar, de las teorías sobre desarrollo cognitivo, etc. Nos referimos entonces a que los saberes disciplinarios y curriculares que transmite el profesorado se sitúa en una posición de exterioridad en relación con la práctica docente: “aparecen como resultados que se encuentran considerablemente determinados en su forma y contenido, productos procedentes de la tradición cultural y de los grupos productores de saberes sociales e incorporados a la práctica docente a través de las disciplinas, programas escolares, materias y contenidos que transmitir. En esa perspectiva. El profesorado podría compararse con técnicos y ejecutivos destinados a la tarea de la transmisión de saberes.” (Tardif, 2004, pág. 32).

Si nos situamos en esta lógica, sólo podríamos tener transmisión de contenidos en el aula, en todos los niveles educativos; en consecuencia, fuera del aula los profesores no son relevantes. Tardiff, señala que estos saberes profesionales o disciplinares tienen que ver con conocer la especialidad y transformar al profesorado en meros transmisores. Y cabe resaltar el hecho de que estos saberes disciplinares ni siquiera son definidos ni seleccionados por los mismos docentes, sino que responden a lógicas institucionales, sean estas las escuelas, universidades o el mismo Ministerio de Educación, pues, “En el plano institucional, la articulación entre esas ciencias y la práctica de la enseñanza se establece, en concreto, mediante la formación inicial o continua del profesorado. En efecto, en el decurso de su formación, los profesores entran en contacto con las ciencias de la educación.” (Tardif, 2004, pág. 29).


Lo anterior, da cuenta del ciclo existente en base a los saberes disciplinares, en el sentido de que se enseñan a los profesores o futuros profesores a lo largo de su carrera universitaria, y se hace ahínco en que sepan reconocer las distintas aristas de su disciplina, pero también hay que tener en cuenta que “la enseñanza como campo de prácticas, histórica y socialmente configuradas por el fenómeno de la escolarización, preexiste a los profesores, individualmente considerados, con tradiciones y normas que le son peculiares, en particular en lo relativo a los saberes que caracterizan la sustancia en los procesos formativos (Edelstein, 2011, pág. 60).  Esto da cuenta de la premisa de que todos los saberes son necesarios en el proceso formativo y que los disciplinares no han estado siempre ligados al profesorado o a los pedagogos. En el sentido que, a lo largo de la historia, no siempre han sido específicamente pedagogos o profesores los que transmiten conocimientos o saberes específicos de alguna disciplina.

A esto es necesario añadir que el conocimiento académico, profesional o disciplinar  siempre será necesario en todo ámbito de la educación, pero este debe constituirse como instrumento de reflexión pedagógica, y que para poder convertirse debe integrarse como parte de los esquemas de pensamiento que activa una persona al interpretar la realidad en la que vive y sobre la que actúa, organizando sobre esta su propia experiencia. (Edelstein, 2011) Y si hablamos de la reflexión pedagógica en base a los saberes, debemos ahondar en las concepciones que existen sobre saber pedagógico.

La “buena nueva” del saber pedagógico

Al hablar aquí del concepto de saber pedagógico, no nos referiremos a una visión reduccionista en el sentido de que sólo asociemos este concepto a teorías o conocimientos disciplinares o profesionales. Al contrario, saber pedagógico para algunos puede venir a significar los conocimientos de los profesores, o de los pedagogos. Efectivamente se trata de una concepción hecha en función de la pedagogía, que “solo existe mediante un sistema de prácticas y de actores que las producen y asumen” (Tardif, 2004, pág. 173).

Se trata de un saber que, en palabras de Edelstein (2011), no se conforma solo desde la práctica; se nutre también en las teorías que dotan a los sujetos de variados puntos de vista y perspectivas de análisis que le permiten una acción contextualizada sobre la base de la comprensión de los contextos históricos, sociales, culturales, organizacionales en los que se desenvuelven profesionalmente. 

Otros autores, como es el caso de Schulman (1986;1987), utiliza el concepto de conocimiento pedagógico para hablar de lo que en este artículo abordamos con el concepto de saber. La diferencia entre estas acepciones está dada en el sentido del alcance de cada una. Al hablar de conocimiento, caemos en una visión reduccionista, dando a entender que sólo a través del conocer, los pedagogos dan cuenta de sus estudios. Mientras que el saber, implica un nivel superior, un nivel dialéctico entre teoría y práctica, que engloba el conocimiento formal, la práctica y la experiencia pedagógica. Esto, bajo la lógica de que estos saberes son “plurales, compuestos, heterogéneos, pues, sacan a la superficie, en el mismo ejercicio del trabajo, conocimientos y manifestaciones del saber hacer y del saber ser bastante diversificados y procedentes de variadas fuentes, que podemos suponer de naturaleza también diferente.” (Tardif, 2004, pág. 47).


Por lo que deberíamos entender el concepto de saber pedagógico como una episteme, en el sentido de que representa un principio organizador, un dominio que envuelve las configuraciones del discurso pedagógico,  y que tiene que ver entonces, con un “conjunto de relaciones capaces de unir en una época dada, las prácticas discursivas de las ciencias” (Foucault, 1982) y en este caso, de la pedagogía.

Nos referiremos entonces a “un saber social, ideológico, colectivo, empírico; un saber que permite un desempeño en la situación educativa cotidiana; por tanto, un saber no metódico. Este saber se expresa en los espacios relacionales y discursivos del profesorado” (Cárdenas, Soto-Bustamante, Dobbs, & Bobadilla, 2012). A lo que se suma el hecho de que “el saber no está en el sujeto, sino en las razones públicas que da el sujeto para intentar validar, con y a través de una argumentación, un pensamiento, una propuesta, un acto, un medio, etc.”. (Paquay, Marguerite , Évelyne, & Philippe, 2005, pág. 337).

Entenderemos, entonces, que la racionalidad pedagógica que envuelve el concepto de saber pedagógico se enlaza con la idea de entender este saber cómo una producción de conocimiento identitaria para la profesión docente. Bajo la premisa de que “las perspectivas que acentúan el valor del conocimiento del profesor resaltan su papel como constructor de conocimientos y significados entendiendo que posee saberes que no pueden derivar de la investigación educativa tradicional”. (Edelstein, 2011, pág. 108).

Por ende, atribuiremos a la idea de saber un sentido amplio que engloba los conocimientos, las competencias, las habilidades (o aptitudes) y las actitudes de los docentes, o sea, lo que se ha llamado muchas veces saber, saber hacer y saber ser. Desde el punto de vista histórico, esta cuestión va ligada a la idea de la profesionalización de la enseñanza y a los esfuerzos hechos por los investigadores en el sentido de definir la naturaleza de los conocimientos profesionales que sirve de base a la docencia.


En base a esto, damos cuenta aquí que el desarrollo del saber profesional -como lo denomina Tardif- o del saber pedagógico como preferimos utilizar en este texto, está asociado “tanto a sus fuentes y lugares de adquisición como con sus momentos y fases de construcción” (Tardif, 2004, pág. 51), es decir, se trata de una concepción que está en continuo cambio y transformación. Con todo, también debemos hacer hincapié en que llamaremos saber únicamente a los pensamientos, ideas, juicios, discursos, argumentos que obedezcan a ciertas exigencias de racionalidad. Dando cuenta de que al  actuar racionalmente se puede “justificar por medio de razones, declaraciones, procedimientos, etc., el discurso o la acción ante otro actor que me cuestiona sobre la pertinencia, el valor de ellas, etc.”. (Tardif, 2004, pág. 146), tal como lo señala Calogne (2002), estos se configuran como el acto de pensamiento mediante el cual los sujetos establecen una relación con algún objeto o categoría de la realidad. En el sentido de que los saberes pedagógicos actúan como marcos de referencia en función de los cuales los individuos y los grupos, definen objetivos, comprenden situaciones y planifican acciones (Ávila, 2001), operando como organizadores del pensamiento y la acción, condicionando la relación y comunicación de los sujetos en sí y con la tarea, haciendo que la acción social sea coherente y lógica.

Entonces, los saberes pedagógicos, se presentan como doctrinas o concepciones provenientes de reflexiones sobre la práctica educativa, en el sentido amplio del término, “reflexiones racionales y normativas que conducen a sistemas más o menos coherentes de representación y de orientación de la actividad educativa.” (Tardif, 2004, pág. 29). Ergo, corresponden a una perspectiva pedagógica, que puede ser personal o compartida y que se genera en base al saber, saber hacer y saber ser en base a un sustento pedagógico que tiene una raíz racional y teórica pero que, además, se hace presente en la misma práctica de la pedagogía.

Saber pedagógico y formación docente en Chile: ¿le hemos dado “el palo al gato”?

Revisemos ahora el modelo educativo existente en nuestro país, especialmente en base a la educación superior. Poseemos, de facto, un modelo educativo que responde a una lógica neoliberal de mercado, implementado por el régimen militar y que se mantuvo el tras retorno a la democracia. En este marco, tanto la Constitución Política de la República de Chile de 1980 como la Ley General de Educación (LGE) de 2009 conciben la educación chilena como un proceso de aprendizaje permanente en todas las etapas de la educación. Además, el sistema educativo tiene como objetivo transmitir y cultivar valores, competencias y habilidades para crear ciudadanos chilenos responsables, tolerantes, solidarios y democráticos (Mineduc, 2009).


A lo que se suma el hecho de que “la educación superior en América Latina experimentó, en la década de 1990, un marcado interés por la calidad educativa, al reconocer en ella la principal herramienta para responder a las exigencias y demandas educativas en un contexto marcado por desafíos propios del proceso de la globalización.” (Garbanzo Vargas, 2007). Uno de los fenómenos educativos marcado por la globalización, es la diversificación existente en la educación superior. Además, debemos mencionar que la construcción de conocimiento sobre la enseñanza y la transformación de este en saber pedagógico -particularmente desde el conocimiento generado por los propios profesores a partir del análisis de su práctica-, se tornan cuestiones clave en la investigación didáctica durante las décadas del ochenta y noventa (Edelstein, 2011).

Nos referimos específicamente a la diversificación de la educación superior. Aquí debemos señalar que, hasta la década de 1980, la educación superior había sido principalmente estatal, lo que fue modificándose a lo largo de las últimas décadas. En palabras de Pablo Gentili: “Las administraciones neoliberales que gobernaron o aún gobiernan algunos países de América Latina y el Caribe han desarrollado una muy diversa y prolífica batería de programas destinados, entre otras metas, a reestructurar las universidades públicas, modificar de forma autoritaria su marco normativo, desarrollar sistemas de evaluación y gestión basados en un cuestionable productivismo académico” (Gentili, 2011). Por ejemplo, en 2014, el sistema de educación superior de Chile contaba con 157 instituciones autónomas estatales y privadas operando 398 campus diferentes (Mineduc, 2017). Al igual que en otros niveles de educación, el sector privado ha representado la mayor parte del sistema de educación superior de Chile.

Si nos remitimos sólo a las universidades que son parte del CRUCH o Consejo de Rectores de Chile, está integrado por 27 universidades. De estas, 18 son universidades públicas estatales (que también son miembros del Consorcio de las Universidades Estatales de Chile, CUECH). Las restantes son universidades privadas, sin fines de lucro, de orientación pública, que además forman parte de la Red de Universidades Públicas No Estatales, también denominada G9. (OCDE, 2017) Los miembros del CRUCH son las universidades más antiguas de Chile, fundadas antes de los años ochenta. También existen 43 Institutos Profesionales y 54 Centros de Formación Técnica los cuales son de capitales privados.


Retomando la idea anterior, desde la década de 1990 existe una necesidad a nivel educativo de abogar y ahondar en la mejora educativa a través del concepto de “calidad en la educación”. En el caso de las carreras de pedagogía, la calidad de las carreras se mide a través de mediciones y de proceso de acreditación de estas. Pero, internamente, para la realización de estos procesos de mejora es imperativo ahondar en cómo se presentan los sustentos pedagógicos de cada una de las carreras. Y es aquí donde se vuelve relevante ahondar en los saberes pedagógicos que subyacen desde las pedagogías que se dictan a nivel universitario. Ello es relevante, pues, “las universidades deben ser espacios de producción y difusión de conocimientos socialmente necesarios para comprender y transformar el mundo en que vivimos, entenderlo de formas diversas y abiertas…” (Gentili, 2011, pág. 135).

A lo que se suma el hecho de que la “idea de calidad en la formación profesional universitaria cobra un matiz diferente cuando se trata de la formación de formadores pues esta debiese apuntar no sólo a un conocimiento declarativo o de eso… sino también de un como procedimental, estratégico y actitudinal” (Garrido Fonseca, 2018, pág. 17). Esto da cuenta de una necesidad existente en el contexto de la formación de formadores que nos lleva a reconocer la formación docente como un problema no abordado en sus dimensiones epistémico-sociales a propósito del saber pedagógico, pues, se requiere un conjunto de saberes relacionado con la reflexión compartida, con la idea de generar una reflexión coherente con un conocimiento declarativo como procedimental reflexivo, que encause una transformación en el otro.

Entendiendo que en el campo de las disciplinas que se ocupan de la educación, la formación de docentes se ha ido construyendo como una zona de especialidad, aún es bueno precisar que lo ha hecho sin aislarse de los otros territorios de trabajo de las disciplinas. La formación para la enseñanza está aun enormemente organizada en torno a las lógicas disciplinarias. Funciona por especialización y fragmentación. Esas disciplinas (psicología, filosofía, didáctica, etc.) no tienen relación entre ellas, sino que constituyen unidades autónomas, cerradas sobre sí mismas y de corta duración, por tanto, de poco impacto en los alumnos. (Tardif, 2004, pág. 177). En todos estos escenarios, lamentablemente, lo pedagógico no constituye el hilo conductor de la formación docente ni el saber pedagógico es el elemento central de la arquitectura de lo pedagógico.

Subsisten, en consecuencia, distintos e invisibilizados tipos de conocimiento en la práctica docente: “conocimiento manifiesto, explícito y explicitable, y conocimiento tácito. La resolución de la relación entre el conocimiento tácito y el desarrollo de conocimiento profesional es una cuestión esencial en el proceso de la formación docente” (Anijovich & Cappelletti, 2014). Todo lo cual oscurece aún más la comprensión de lo pedagógico en la formación de profesores.

Por otro lado, si entendemos que la enseñanza es una actividad práctica, una actividad situada, que por lo tanto transcurre en un contexto histórico, social, cultural e institucional específico, podemos ahondar en la lógica de que el desafío es entonces diseñar propuestas de formación docente que creen condiciones para que los futuros profesionales de la educación sean capaces de reflexionar sobre sus prácticas, utilizando conocimientos y levantando el saber pedagógico que los guía para su quehacer diario no sólo a nivel de aula.

En lo anterior radica justamente la importancia de analizar y promover el saber pedagógico en la formación de profesores (su status y su construcción) y, más específicamente, la tarea de develar la racionalidad pedagógica existente en la formación docente, en sus actores y en el curriculum que se construye en las facultades de pedagogía del país (malamente llamadas, “facultades de educación”). Esto es así, pues, “la formación puede entenderse como un trayecto, el cual no implica sólo la idea de que hay un proceso vivencial que se continúa en el tiempo, de un encadenamiento de experiencias variadas, sino también la de que el recorrido compromete a la totalidad de la persona y posee, generalmente, un carácter diferenciado o individualizado y permite una secuencia u continuidad” (Anijovich & Cappelletti, 2014).


En palabras de Tardif, en la formación del profesorado, se enseñan teorías sociológicas, decimológicas, psicológicas, didácticas, filosóficas, históricas, pedagógicas, etc., “que se concibieron, la mayoría de las veces, sin ningún tipo de relación con la enseñanza ni con las realidades cotidianas del oficio del enseñante” (2004, pág. 177). Lo anterior, urge comprenderlo y transformarlo.

Referencias:

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¿La escuela que educa? Una mirada humano-crítica sobre la escolarización y la diversidad


Jaime Reyes Medina[1]
Psicopedagogo y Magíster en Educación.


I. Un prefacio, breve pero necesario

Es muy frecuente escuchar en los noticieros, las calles, hogares y centros educativos, llamados de atención sobre la manoseada “crisis educacional”, fenómeno que ha trascendido a diversos ámbitos de nuestra vida social, económica, religiosa, política, familiar y humana. Es bajo este contexto que aparece como vital el análisis de la institución que por excelencia es la encargada del rol de “educar” a nuestros ciudadanos, la escuela, responsable de transmitir aprendizajes, contenidos mínimos obligatorios, competencias, habilidades, entre otras, vitales para el buen ejercicio del humano dentro de nuestra sociedad altamente patriarcal. Empero, retomo el “entre otros”, pues, también encontramos dentro del rol de nuestra escuela otras tareas implícitamente ejercidas, pero no menos efectivas tales como: la transmisión de miedos, desconfianza, competitividad, también el ego–ismo, el individualismo y las ansias desmesuradas por el exitismo, fundamentales para sostener/sustentar un sistema globalizado altamente deshumanizador, segregador, castigador, gestado al amparo silencioso del curriculum oculto latente en nuestras escuelas.


Con todo, no todo es tan temible ya que, paralelo a este sistema educativo burgués-elitista, surgen también clamores que exigen libertad y humanidad dentro de nuestras aulas, porque hasta hoy nos han visto impávidos, paralizados, knock out. No obstante, no deben confundirnos con seres inertes y mucho menos carentes de espíritu reflexivo, pues, desde el aroma de nuestra tierra, desde nuestras familias y antepasados, desde nuestro enraizamiento y respeto por nosotros y los otros, nos levantamos insubordinados, inquietos y -si lo prefieren- rebeldes, siempre valientes y conscientes del valor de la construcción del humano desde la otredad, desde las diferencias como eje principal de nuestra sociedad y humanidad, buscando un acto democrático-artístico que nos devuelva esa legitimidad inherente a nuestra especie de humanos.

II. Para situar el diálogo

“No te pongas majadero, porque yo vengo con apetito de obrero a comerme a cualquiera que venga a robarme lo mío, yo soy el Napoleón del Caserío…” (Calle 13, 2008).

En este tema el cantautor y líder de la banda Calle 13, de Puerto Rico, realza la importancia del sentido de pertenencia con nuestra tierra, con nuestros orígenes, dando valor incalculable a todo lo que implica el “pertenecer” a un contexto específico/situado, en donde se confabulan historias de vida, lenguajeares, olores, colores y formas, que configuran un todo valioso, en donde cada elemento fluye en armonía con otros, sin hostigarse ni excluirse, sino que todo lo contrario, ahí conviven en una malgama casi perfecta, sólo interrumpida por situaciones exógenas a ese todo, como lo son la imposición de lenguas, de reglas, el abuso de poder, la desvalorización de lo local por sobre lo “universal”, lo estandarizado, lo homogéneo, lo plano, en consecuencia, la valorización por lo anti-natural, lo artificial.


Sin embargo, los versos, ponen en la palestra una voz de alerta, en donde aparecen manos alzadas que exigen libertad y autonomía, no estando dispuestas a bajar la voz y -mucho menos- los brazos, a pesar de que se nos tilde de negativos, pesimistas e, incluso, rebeldes.

Estas líneas cobran mayor relevancia cuando logramos reflexionar sobre nuestro sistema educativo altamente escolarizado, mecanizado, estandarizado, tendiente a arrebatar cualquier mínimo gesto de individualización que ponga en peligro su status quo, su falsa estabilidad y su incompetencia, para ver la riqueza del ser humano instaurada desde su cariotipo, lo que nos hace ser bellamente diferentes.

III. Entre el discurso educativo y las prácticas pedagógicas

Al reflexionar acerca de las políticas educativas instauradas en nuestro país, de las buenas intenciones que percibimos día a día en nuestro quehacer educativo, de las discusiones habituales acerca del verdadero rol de la educación en nuestra sociedad y del rol que debemos cumplir como educadores en nuestras instituciones educativas, me surgen algunas interrogantes ¿ Por qué a pesar del gran paquete de medidas implementadas por el gobierno en pro de una educación equitativa y atractiva para los diversos actores educativos, no logramos conseguir los resultados esperados?, ¿Por qué no logramos que nuestro sistema educativo sea atractivo para nuestros niños, niñas y jóvenes?, y por ultimo ¿Cuál es el eslabón perdido e indispensable para que el discurso educativo y todas sus buenas intenciones se concretice en nuestras aulas?, ¿Serán realmente las leyes las encargadas de cambiar sustancialmente nuestras praxis educativas?, ¿Educamos en base al amor y respeto por la legitimidad del ser humano?


En palabras del biólogo Humberto Maturana, el educar se constituye en el proceso en el cual el niño o el adulto convive con otro y al convivir con el otro se transforma espontáneamente, de manera que su modo de vivir se hace progresivamente más congruente con el del otro en el espacio de convivencia. El educar ocurre, por lo tanto, todo el tiempo; de manera recíproca, como una transformación estructural contingente a una historia en el convivir en el que resulta que las personas aprenden a vivir de una manera que se configura según el convivir de la comunidad donde viven. La educación como “sistema educacional” configura un mundo y los educandos confirman en su vivir el mundo que vivieron en su educación. Los educadores, a su vez, confirman el mundo que vivieron al ser educados en el educar (Maturana, 1992).

Es en este contexto que la educación es considerada como un proceso de transformación en la convivencia, razón por la que no podemos cegarnos y pensar que nuestros estudiantes sólo aprendan matemática y lenguaje durante la interacción con sus docentes en las aulas, pues, ambos actores (estudiantes y educadores) conviven en un espacio físico y temporal compartido, lo que trae consigo un entrelazamiento de nuestros modos de pensar, decir, hacer y, por sobre todo, de vernos, lo que nos mantiene en un continuo acoplamiento a las circunstancias que vivimos con otros y con el ambiente. Entonces, surge la primera interrogante ¿Estamos propiciando espacios relacionales que fomenten un vivir en democracia, en donde el otro surja como legitimo otro, logrando respetarse a sí mismo y perder el miedo a desaparecer en la colaboración?, o, por el contrario, estamos conviviendo con nuestros estudiantes en base a la desconfianza, la autoridad, la imposición, la competencia, en la anulación del otro, arrancando de raíz esa cultura matriarcal que nos pertenece por esencia humana.


Al situarnos en el plano educativo escolar surgen variadas aristas relevantes en este proceso, donde inevitablemente emerge el tema de la planificación, haciendo énfasis en evitar la improvisación de nuestras clases, de nuestras evaluaciones, lo que lleva a plantearnos objetivos claros al momento de situarnos en el espacio intra-aula. En este contexto surge la duda obvia -si la quieren- sobre ¿cuál es el objetivo del profesor cuando entra al aula? Puede ser que el profesor pretenda “pasar” rápidamente los contenidos, puede que busque que los aprendices estén callados y escuchen atentamente, promoviendo la absorción de conocimientos, puede ser que el profesor prepare a sus estudiantes para rendir evaluaciones externas de manera óptima (eficiente y eficazmente). Tal vez es así y, a veces, inconscientemente, solo pretenden que sus estudiantes repliquen de manera automática los patrones culturales impuestos por la clase dominante, traducidos de manera pragmática y simplista en los “aprendizajes esperados”, o, incluso, puede existir algún docente rebelde que intenta promover en sus estudiantes el desarrollo de las llamadas habilidades superiores, logrando crear espacios de reflexión crítica y nutritiva para y con sus estudiantes.

En realidad, pueden ser muchas las intenciones con las que docentes -y otros profesionales- pretendan educar al interior de nuestras aulas, pero lo que realmente me preocupa y ocupa a diario es el hecho de promover desde nuestra praxis espacios en donde cada sujeto pueda hacer valer su derecho a vivir su vida en la colaboración, la autonomía y el respeto por si mismo y por los otros. Por ello, pretendo expresar aquí que existe otra forma de ver la vida, que no es exclusividad de algunos, pues, cada humano es capaz de decidir modificar el ambiente en el que vive y convive, desde su accionar, situado en la convivencia a diario.


Por lo anterior, debemos luchar para dejar obsoletos en nuestras aulas discursos y accionares basados en el control y la desconfianza, pretendiendo someter a niños y jóvenes al discurso del poseedor del conocimiento y la verdad, a la imagen de poder y omnipotencia, “el profesor”, olvidando que la labor docente no es la de traspasar meros conocimientos y formas de ver la realidad, pues, nuestra labor como educadores cobra sentido cuando somos capaces de  brindar espacios de convivencia que permitan a nuestros estudiantes vivir en función de la confianza y el respeto, en donde cada uno de ellos surjan como legítimos, sin miedo a desvanecerse en la colaboración. Recordando la importancia de la convivencia en la siguiente cita: “El aprendizaje es una transformación en la convivencia. Y los niños se transforman en adultos de una clase u otra según haya vivido esa transformación. No aprenden matemáticas o historia, aprenden el vivir que conviven con su profesor o profesora de matemáticas o historia, y aprenden el pensar, el reaccionar, el mirar, que viven con ellos. Ellos aprenden el espacio psíquico de sus maestros y, a veces, lo hacen rechazando aquello que los profesores quieren que aprendan” (Maturana, 2001).

Es bajo este contexto que emerge la invitación espontánea a reflexionar a diario acerca de nuestras prácticas docentes, no desde un punto de vista profesional, sino que, desde el punto de vista del humano como humano, no como objeto de dominio, recordando que la democracia no es en sí algo dado, sino que la construimos a diario, en el respeto, la colaboración, la responsabilidad, en síntesis, en el convivir, el que requiere más que un simple abrir de ojos para lograr ver.

IV. Escolarización en peligro de extinción

“No descansaremos, no dormiremos, y mucho menos rendiremos, hasta que los “poderosos” entiendan que los humanos no somos un bien de consumo, por lo tanto, no hipotecamos a nuestros niños y niñas a su tan preciado mercado” (J. Reyes).


Mayo de 2009, se anota, toma razón y se pública el famoso Decreto 170, que fija normas para determinar los alumnos con necesidades educativas especiales que serán beneficiarios de las subvenciones para educación especial, con el que se pretende favorecer la integración al interior de los establecimiento educacionales chilenos, no obstante, al analizar detenidamente dicho decreto nos encontramos con una serie de elementos que, por lo menos, nos da a pensar sobre cuáles serán sus verdaderas intenciones.

Para iniciar un pequeño análisis pondremos de manifiesto el alto contenido segregador y reducido del contenido del decreto aludido, convirtiéndose en una simple ordenanza que regula y norma los ámbitos relacionados con el ingreso de los estudiantes al sistema de financiamiento especial, cumpliendo, por lo tanto, con un objetivo claro de diagnóstico altamente segregador, rotulador y cosificador de los estudiantes, con escasa declaración de principios y/o normas en cuanto a la integración de algunos estudiantes, sino mas bien, con un claro foco en la identificación de los estudiantes que se encuentran “bajo la norma”, “enfermos” y que, por lo tanto, requieren de un urgente diagnóstico para ser derivados  a la brevedad al proceso de intervención para su pronta recuperación (en el caso que sean determinados como sujetos con necesidades educativas transitorias, pues, si su diagnóstico determina la presencia de una necesidad especial permanente, el asunto cambia al ser casi imposible su “alta”).

Bajo este contexto nos encontramos con una gran cantidad de niños, niñas y adolescentes con diagnósticos basados en su mayoría en textos altamente etiquetantes, como lo son el DSM IV y el CIE-10, que llevan sobre sus espaldas un valor asociado a su supuesta necesidad, por lo que pasan de ser de “sujetos de derechos” a “una cabeza de ganado” con una valor altamente codiciado por el sistema educativo, reafirmando como la escuela se encuentra al servicio del modelo educacional neoliberal predominante.


Es, desde este punto de inflexión, que surge la necesidad de analizar críticamente los efectos nocivos de nuestro sistema escolar en relación al manejo de las diferencias individuales, dejando de lado el espíritu humanizador de la educación, estableciéndose así una tensión entre el acto de escolarizar y el de educar, en que el primero olvida por completo la inquietud de los niños, reduciendo los procesos de enseñanza y aprendizaje a simples actos de repetición y memorización, carentes de significados y significancia, en donde la respuesta surge como ente principal en las aulas, dejando a un lado el vital acto de preguntarse, interrogarse, cuestionarse, que invita al descubrimiento y a la creatividad.

Es así como históricamente la escuela se ha constituido como un sistema basado en las interrogantes del  qué y cómo, característicos de un modelo que focaliza sus prácticas bajo un paradigma instrumentalizado por los intereses burgueses y el afán de control, promoviendo de manera casi perfecta la alienación de aprendices y maestros dejando olvidada la interrogante  que da el sentido a nuestras prácticas, el ¿para qué?, pregunta  que nos lleva al campo de la reflexión sobre nuestro quehacer pedagógico y humano.

Es en este contexto donde toma relevancia lo expuesto por el biólogo Chileno Humberto Maturana: “Lo central de la educación es la formación humana. El que nuestros niños crezcan como seres que se respeten a sí mismos y respeten a los demás, y que puedan decir que si o que no desde sí. El respeto no es la obediencia, el respeto es la posibilidad de colaborar. Pero para que esto pase en nuestras escuelas, nuestros profesores tienen que respetarse a sí mismos tienen que actuar desde sí en la confianza de que ellos son el recurso fundamental de la educación” (Maturana, 1997). Al analizar esta cita nos podemos dar cuenta de la importancia del accionar del educador en el plano escolar, en el cual debe asumir un rol que no sólo implica el acto de enseñar, sino que se asume como un aprendiz de sus estudiantes, donde se asume la importancia del reconocimiento histórico de que cada individuo sea educador o educando, considerando las historias individuales y grupales, con un claro reconocimiento de la situación biológica, histórica, social, económica y política de cada actor educativo.


Finalmente, podemos concluir que, en la actualidad, se hace cada vez más necesario avanzar a una desescolarización de nuestro sistema educativo, revalorando la subjetividad, la creatividad, reconociendo al error como un proceso natural del ser humano que debe convertirse en una oportunidad de aprendizaje y desarrollo, dejando a un lado el afán ciego de entregar aprendizajes a nuestros estudiantes como si fuesen recipientes carentes de experiencias y aprendizajes previos, reconociendo la importancia de trabajar con ambos hemisferios cerebrales, promoviendo, así, desde la biología, un desarrollo íntegro de nuestros estudiantes, acogiendo la contradicción y la duda como parte esencial de la vida de los seres humanos y, por lo tanto, ineludible dentro de cualquier proceso social-educativo.

V. A modo de cierre (Aunque esto no acaba aquí)

Incluso un camino sinuoso, difícil, nos puede conducir a la meta si no lo abandonamos hasta el final” (Paulo Coelho).

Vivimos pendientes y amarrados del mercado, un mercado que impulsa al consumismo desmesurado, a políticas públicas y educativas deshumanizadoras, relaciones humanas basadas en el exitismo y el egocentrismo como pilares fundamentales del desarrollo social, en síntesis, en/con elementos generadores de un descontento social masivo, lo que se traduce -sin dudas- en un contexto desolador e infértil al intentar sembrar luces de esperanza y cambio.


Al llevar a cabo una lectura analítico-crítica de este contexto, se hace difícil pensar en una llegada inminente de la tan esperada desescolarización a nuestras aulas, dando paso a la tan ansiada y manoseada integración o inclusión a nuestra sociedad, pues, a modo personal, creo que nos enfrentamos a una problemática no meramente instrumental (como la mayoría de las políticas públicas en educación) que, en consecuencia, requiere ser resuelta desde una perspectiva de una racionalidad axiológica, que nos lleve a remirar los alcances de nuestra “caja de herramientas” -como plantearía Foucault- en busca de posibles soluciones acorde a esta problemática complejizadora, que nos invita a desprendernos de esa “mala costumbre” que tenemos de buscar soluciones rápidas y pragmáticas; carentes de sentido, de reflexión, de autocrítica, vacías tanto ética como conceptualmente, que sólo nos llevan a tomar decisiones que sólo esconden la falta de voluntad política y axiológica para dar respuestas honestas a esta situación.

Todo lo anterior, es necesario pensarlo en profundidad, para dar paso a un re-encuentro del humano que nos invite a mirarnos y remirarnos, bajo un prisma libre de prejuicios y cegueras, despojándonos, así, de esa obsesión que nos aliena en busca de esa “normalidad” tan inexistente como insensata, y darnos cuenta de que lo que constituye verdaderamente una “dificultad o un trastorno” en el que no aprende, se aloja en nosotros, los “normales”, los prejuiciosos, esos ansiosos de encontrar igualdad donde no existe, esos incapaces de ver lo maravilloso que esconde la especie humana desde su gestación, desde el encuentro virtuoso entre nuestros gametos, desde el primer segundo de vida histórica que nos va constituyendo como seres únicos e irrepetibles.


No obstante -y tan real como lo anterior- es la posibilidad que tenemos de movilizarnos a ese tan necesario cambio paradigmático, en donde cada individuo, cada ser humano surja en “consecuencia armoniosa” con los demás, en donde la colaboración esté por sobre la competencia, constituyéndose como una necesidad imprescindible, pues, ahí radica la verdadera discapacidad, en esa imposibilidad de vernos a los ojos y aceptarnos con nuestras historias y biologías, con nuestros errores y aciertos, desde un respeto mutuo en la convivencia. Porque si consideramos discapacitado al que carece de un brazo, ¿qué sucede con el que carece de empatía, incapaz de sobreponerse a la adversidad, que no logra expresar libremente sus emociones y que no logra esperanzarse por la vida?, ¿no podrían también, ser considerados discapacitados?

Por lo tanto, la invitación es a dejar de buscar patologías y rótulos donde no se requieren y así darnos el tiempo necesario para detenernos a maravillarnos de lo bellos, valiosos y fascinantes que somos como especie humana. 

Para finalizar, en palabras de Paulo Coelho, cuando nos invita a no quedarnos impedidos ante la adversidad, no debemos olvidar que “Incluso un camino sinuoso, difícil, nos puede conducir a la meta si no lo abandonamos hasta el final”. Desde aquí proponemos y advertimos que -si hasta el día de hoy nos han visto impávidos, paralizados, impotentes- no deben confundirnos con seres inertes y, mucho menos, vacíos de sentido, pues, desde el aroma a nuestra tierra, desde nuestras familias, desde nuestro enraizamiento y respeto por nosotros y los otros, nos levantamos insubordinados, inquietos y, si lo prefieren, rebeldes, o sea, conscientes y valientes del valor de la construcción del humano desde la otredad, desde las diferencias como eje principal de nuestra sociedad y humanidad, buscando un acto democrático artístico que, en palabras de Paulo Freire, nos lleve a la liberación, desde un paradigma humano sociocrítico que invite a la unión, a mirarse, que nos incite a una educación de carácter gondwánico, que reconozca el surgimiento del humano desde un todo armonioso, paciente, fraterno, respetuoso de nuestra geografía biológica y planetaria, bajo un matiz ecológico que promueva el respeto del otro con nosotros.


[1] QEPD (durante el primer semestre de 2018). Este trabajo le permitió al autor aprobar en 2014 uno de los ramos del Magister en Gestión de la Inclusión que realizó. Ha sido rescatado y editado para dar a conocer parte de su ideario, de su fuerza pedagógica y de su alma noble.