viernes, 21 de septiembre de 2018

Invertir en educación ¿o educar la inversión? (la racionalidad económica y la racionalidad pedagógica)


Domingo Bazán Campos[1]

Pedagogo, Licenciado en Educación y Diplomado en Ciencias Sociales

  

La siguiente reflexión versa sobre un aspecto considerado básico en el grueso de las discusiones sobre educación y economía: el asunto de la inversión. Prácticamente todos los presidentes de Chile, desde la vuelta a la democracia -y sus colaboradores- han sido claros al enfatizar la necesidad de "invertir en mejorar las condiciones de funcionamiento de los diversos niveles y modalidades educacionales (con materiales didácticos, recursos informáticos y mejoras en infraestructura; aumentar el tiempo escolar en horas diarias e incentivar a las escuelas para que desarrollen sus capacidades a través de un mayor apoyo técnico)".

En principio, en tiempos de democracia, existe pleno acuerdo en que ésta sea una urgencia real del Sistema Escolar Chileno. En rigor, la intención de invertir en educación no es nueva, aunque ha decaído y oscilado, ella ha estado siempre presente. Lo que aparece como nuevo es el escenario político actual de Chile, post dictadura. Esto es, gobiernos cuyos programas parecen más orientados a lo social y una realidad en la cual el Estado se ha reducido y la educación se enfrenta a una restricción presupuestaria, a la "dificultad de contar con más recursos públicos, por lo que los temas de las prioridades de la eficiencia, de la racionalidad, del conflicto con otros sectores, etc., pasan a ser ahora más significativos que en el pasado: cómo hacer más y mejor con menos recursos" (Sunkel, 1988, p. 70). 

Quizás nadie opine diferente, pues cualquier diagnóstico serio conduce a la misma conclusión: no es posible hablar de una "escuela renovada", por llamarla de alguna manera, si no se atraviesa por un proceso gradual, permanente y sistemático de optimización de las condiciones de funcionamiento de las instituciones educativas, especialmente de aquellas que dependen directamente del Estado. Tampoco sería factible pensar en procesos más amplios y ambiciosos como son el de "modernización" y el de "democratización" de la escuela.

Sin embargo, no se tiene la certeza de estar frente a una propuesta de cambio que evidencie toda la complejidad que el problema encierra; y tampoco es bueno suponer que existe una única noción de “desarrollo económico” e “inversión en educación”. Parece necesario reflexionar más a fondo en los aspectos menos claros o definitivamente subyacentes del complejo tema de la educación. Es por eso también que es una necesidad el acoger cabalmente el concepto de "diálogo pedagógico", no sólo porque seamos pedagogos y porque valoramos la democracia, sino porque es un espacio y una actitud que en la pedagogía -como reflexión en torno al fenómeno/hecho educativo- se ha descuidado de manera preocupante. 

En esta perspectiva, es necesario hacer algunos alcances previos con respecto al tema de la “inversión en educación”. Más que coincidir en la precariedad de recursos existentes o en la dificultad de volver a tener similares niveles de inversión a los de los años setenta, interesa expandir este tema, es decir, abordar algunas de las interrogantes que son prácticamente inevitables cuando se recurre a una mirada más global, quizás más social y crítica; facilitando, en definitiva, una mejor comprensión de los desafíos implicados. Tres son las interrogantes que aparecen asociadas a la “inversión en educación” y que se exponen a continuación.

1. ¿Bastaría con invertir en mejorar las condiciones de funcionamiento de los diversos niveles y modalidades educacionales?:

Esta interrogante es importante en la medida que alude directamente al impacto y al aprovechamiento que podrían tener estas exiguas inversiones. Se puede afirmar que no es suficiente una pura implementación de técnicas o infraestructura nueva, el asunto involucra una modificación del pensamiento y de las actitudes de los profesores y eso conduce al asunto de la formación de profesores.  

En nuestra experiencia docente, se percibe que en algunas escuelas públicas la llegada del "nuevo material" (computadores, retroproyectores, etc.) significa más bien un problema: no se usan adecuadamente, se guardan para "grandes eventos", se subutilizan o se los usa de "relleno" dentro de las prácticas habituales. En ningún caso se potencia la ortopraxis pedagógica (una práctica que es correcta porque es pensada), ni es una práctica fuertemente renovada desde principios crítico-constructivistas que hacen de aula y la escuela un lugar lleno de posibilidades para potenciar los aprendizajes de los niños, niñas y jóvenes.

Es común, por otro lado, observar profesores que no son capaces de formular ni evaluar algún proyecto social -sea de investigación, de innovación o simplemente un plan más de acuerdo con las técnicas de administración-, lo que se traduce en un potencial desaprovechamiento de los escasos recursos disponibles. Si algunos críticos actuales han visto en el profesorado un rasgo eminentemente "tecnicista", es decir, desprofesionalizado, se puede sospechar que en muchos casos ni siquiera el manejo de la técnica es convincente ni conveniente. Se trata, por supuesto, de un fenómeno no generalizable, aunque los ejemplos sobran. Hay aquí una tarea pendiente.


No se puede pensar sólo en la necesidad de una capacitación oportuna o paralela, sino en la urgencia de re-profesionalizar el rol pedagógico. Puesto que la inversión supone nueva tecnología y nuevos saberes, es menester formar un profesional de la pedagogía que conjugue, al menos, los siguientes dos aspectos: 


a)      Una armonización de la racionalidad instrumental con una racionalidad referida a valores. Es decir, "que sepa hacer bien sus tareas" (que sea eficiente), pero que también sea capaz de reflexionar sobre el sentido del hacer las cosas (que sea eficaz). Invertir en educación no persigue sólo "más de lo mismo" (o sea, pensar cuantitativamente que "4 computadores es mejor que 2, y 2 mejor que ninguno"); invertir en Educación exige también ser capaz de dar significación valórica y sociopedagógica a los aportes de la nueva tecnología. Aquí se entra de lleno en la problemática de buscar un nuevo paradigma para la educación, pues, se trata de no ignorar la presencia de una racionalidad en crisis que asoma como un gran fantasma, un verdadero obstáculo para el anhelado cambio social (Magendzo, 1991). 

b)   Este profesional ha de ser autónomo y crítico. Pero no estrictamente en el sentido que las personas lo entienden normalmente. Se apela aquí a lo que se ha denominado en línea gramsciana: un "intelectual orgánico", esto es, quien tiene un papel preponderante en la dirección política y cultural de la comunidad a la que pertenece en cuanto posee un discurso pedagógico. El tema de los "intelectuales" es un tópico que está ligado al asunto del poder y de la democracia, por ello cobra relevancia a la hora de analizar sociológicamente la profesión docente (Brunner, 1990; Gyarmati, 1984). Tal discurso pedagógico es un discurso político ya que su responsabilidad social radica en la formación de los individuos que promoverán los cambios estructurales necesarios para alcanzar un mundo mejor. Vale decir, pensar en un nuevo movimiento social, un Movimiento Pedagógico, que, yendo más allá de las justas reivindicaciones económicas, se apropie y contribuya a la creación y transmisión de un nuevo saber pedagógico. Claramente, la idea apunta a insistir en la necesidad de un profesional corporativo e intelectual (De Tezanos, 1982 y 1986).


Una inversión que pase por alto estos puntos no es una inversión asociada al desarrollo ni al proceso de democratización del país. Y su impacto, quizás sea exitoso desde un punto de vista netamente económico, de crecimiento medido en alguna variable, pero sería muy pobre desde una mirada sociopedagógica. 

2. ¿Es conveniente invertir en Educación?: 

La idea anterior lleva a una segunda reflexión que para algunos es obvia, pero que requiere ser pensada seriamente: ¿es conveniente invertir en educación? Son pocas las personas que contestarían "no", es decir, que afirmarían que invertir en educación es una asignación de recursos públicos y privados que no conduce eficientemente a la producción de nuevos bienes de consumo o de capital. Esta posición es descartable porque supone explicitar una nula comprensión de la naturaleza de la educación y dejarían al descubierto las apetencias no democráticas y de inequidad de algunos chilenos. 

El problema, por lo tanto, se traslada a la fundamentación que dan aquellos actores que contestan afirmativamente a esta interrogante. Aquí, la respuesta difiere si se trata de un pedagogo o si se trata de un economista; y esto tiene que ver con la lógica o la racionalidad con la que se está abordando el asunto. 
 
La racionalidad económica es la que prima y es básicamente una racionalidad instrumental, donde la noción de productividad y de eficiencia son preponderantes. Este diagnóstico ha sido hecho en distintos momentos y con distinta intensidad. La idea es que difícilmente se ha podido tocar el tema del desarrollo sin caer en categorías (neo)liberales tales como crecimiento económico, variables macroeconómicas o balanza de pagos. Todavía, de hecho, la educación es concebida en conexión con el lucro, como bien que produce rentabilidad, más que con la idea de que es un derecho (De la Barra, 1978; Prebisch, 1979; Portes & Kincaid, 1991).

En este contexto, no es casualidad que vivamos una cierta hegemonía de lo económico paralelo con un desencantamiento del mundo o una modernidad en crisis, que distintos estudiosos hablen de "evangelizar la economía", de "economía a escala humana" o sencillamente de "darle un aire de solidaridad al mercado", como ha sido señalado explícitamente en diversos documentos de la Doctrina Social de la Iglesia y en las propuestas alternativas de Luis Razeto y Manfred Maxneef, en Chile (Zañartu, 1993).

Hay aquí una visión de las cosas caracterizada, epistemológicamente, por un paradigma positivista, cuantitativo e individualista, que deja de lado otras categorías de análisis. Se está tratando de fundamentar que, por ejemplo, no porque se ha demostrado estadísticamente que no hay diferencias de rendimiento entre grupos escolares de 30, 40 o más alumnos, podemos concluir que el tamaño de los cursos es un factor menor o secundario en la explicación de los problemas escolares. Algunos pensadores ya han sugerido que una mirada cualitativa daría cuenta de otros fenómenos ocultos como es la autoridad docente, sus motivaciones o todo lo que se ignora del aula y su dinámica más intersubjetiva (De Tezanos, 1987; Demo, 1988).

El punto más grave es que la educación dependa de las demandas que el sistema económico le hace, y no al revés. La capacidad crítica y profesional del pedagogo -como ya se ha sugerido- lo ponen en desventaja frente al discurso economicista. Lo hacen ir a la zaga, puesto que no maneja el lenguaje económico y se ha formado en una lógica valórica.  

De hecho, si se acepta que desde una mirada económica se considera conveniente invertir en Educación, aunque se trate de un bien intangible que puede dar frutos en el mediano y largo plazo, se está pensando en realidad en optimizar la mano de obra, en proveer a las empresas de un trabajador mejor preparado, más calificado. Y no importa si este sujeto potencia la sociedad civil o si contribuirá con la consolidación de la democracia. Esto no necesariamente es educación, al menos, no una educación crítico-transformadora. Es un dato lamentable, en consecuencia, observar que en nuestro continente las propuestas de cambio en educación han sido fuertemente impactadas por una presión creciente de los sectores económicos. En tales propuestas se puede encontrar un lenguaje plagado de categorías netamente económicas: recursos humanos, empresa, gestión, productividad, demanda, por nombrar algunas (Fajnzylber, 1992).

Hay que reconocer, con todo, que es preocupante encontrar alumnos que han pasado 12 años en la escuela y no saben ni siquiera redactar una carta para postular a un trabajo. Pero este es más bien un síntoma de la crisis de la escuela y que nos apela directamente como educadores, pero no una lección o exigencia que debamos acatar acríticamente desde el mundo económico. Lo que tenemos que lograr, a la hora de pensar en la inversión, es una articulación entre el discurso pedagógico y el discurso económico, una suerte de complementación que signifique abandonar la dependencia acrítica que domina en el campo de la educación.

A propósito de esta ligazón, algunos autores han sugerido claramente que las actuales nociones de calidad de la educación y de desarrollo, son conceptos restringidos, insatisfactoriamente manejados (que evocan rendimiento, crecimiento macroeconómico, lo cuantitativo) y ello se puede explicar por un fuerte predominio de las categorías económicas (Julio, 1994). De este modo, la pedagogía no puede seguir siendo cómplice de estas opciones ideológicas.

3. ¿Quiénes deben invertir?:

Esta interrogante nos pone frente al conflictivo tema del rol del Estado (con su escasez de recursos) y al de la articulación entre éste y el Mercado (Larraín, 1988). Se discute apasionadamente en ciencias políticas sobre cuál debe ser su tamaño, el tipo de funciones que debe cumplir, las formas más eficaces de hacerlo y los caminos que lo conducen hacia su modernización (Ramos, 1989).

Si aceptamos que esta discusión está atravesada por una cuestión de índole ideológica, el tema se torna más difícil aún de abordar. Sin embargo, es un debate que subyace en la temática de la inversión en educación pese a no interesar, aparentemente, al grueso de los profesores.



Aquí se enuncian dos de las ideas que es necesario analizar en el objetivo de invertir en educación. 

Primero, por cierto, es el Estado el principal protagonista de la inversión en Educación. Históricamente, y pese a la crisis que vive, ha demostrado ser adecuadamente eficiente en la redistribución de los bienes y servicios que la población necesita, ya sea a partir de sus estrategias de focalización del gasto social o de sus planes de incentivo hacia el mundo privado. De este modo, una redefinición del Estado -como sostienen algunos autores- pasa por aceptar su presencia en un cuádruple sentido (Bustelo & Isuani, 1991):
  1. mediante la provisión directa de bienes y servicios, pero, preferentemente, mediante la promoción de organización y recursos para los sectores más pobres;
  2. a través de su poder de regulación, para asegurar niveles mínimos de calidad en la educación;
  3. efectuando un proceso de corrección de desigualdades sociales y regionales mediante la aplicación de mecanismos de promoción diferencial (más a los que tienen menos) y haciendo recaer el peso del financiamiento en sentido inverso al anterior (más a los que más tienen);
  4. facilitando y promoviendo la coordinación necesaria cuando ella es esencial para la optimización de los recursos.

Segundo, paralelamente, es necesario que el Estado comparta responsabilidades con las asociaciones de la sociedad civil (que confluyen en el mercado). La idea es que el Estado reconozca en el mundo privado una instancia de fortalecimiento de la democracia y una instancia privilegiada de creatividad social, así como una valiosa cercanía con los problemas de la gente. 

Sin embargo, no se trata de dejar libre al mercado, confiando en la "sagrada mano invisible" y sus criterios para concebir y manejar la educación (mercado no es igual a sociedad civil), puesto que ello reintroduce el tema de las desigualdades sociales. De hecho, sabemos que el modelo económico en cuanto modelo tiende a fallar, pues, "La solución competitiva en el contexto de nuestra educación subvencionada -nos dice Viola Espínola- fracasa en sus posibilidades de producir mejoras, fundamentalmente porque en la práctica fallan algunos de los mecanismos y supuestos del modelo de mercado, y porque la demanda educacional no se comporta de acuerdo a lo esperado" (Espínola, 1989, p.73). Recordemos, además, que Chile es un país dual, fracturado: si consideramos el período 1978-1988, según el INE, el 80% de la población del país se empobreció, mientras que el 20% restante aumentaba sus niveles de consumo a un ritmo insostenible para la economía (García, 1991). Y las ganas de buscar el cambio no radican precisamente en ese 20% acostumbrado a la riqueza. En el fondo, es una ficción que todos accedan al mismo mercado.



Es decir, la única lógica que se puede reconocer aquí (la imperante, por cierto) es la que está pensada desde la potencial solidaridad de los sectores ricos. Dado que no hay mecanismos más rigurosos, el Estado depende de la voluntad y los límites éticos que el mundo privado tiene. Lo otro, una especie de "Mercado Docente" que sustituya la labor del Estado, es una apelación sencillamente utópica.

Se trata, en suma, de articular Estado y Mercado. Cada una, separada de la otra, resulta ineficiente e incapaz de garantizar óptimos niveles de educación y de desarrollo que el país necesita y merece. Esta difícil articulación es una tarea pendiente, una conjunción tal que podría garantizar la anhelada libertad económica y política para Chile. Existe un relativo acuerdo en que esta articulación es posible y necesaria, sin embargo, hay notorias dificultades para materializarla: "Igualmente importante es tener presente que son tres los actores del desarrollo: los empresarios, los trabajadores y el Estado. Ellos no pueden ser antagónicos, a riesgo de introducir el caos en la economía [...] Los sectores público y privado deben cooperar entre ellos como socios. Cooperación no implica predominio, sino el aprovechamiento pleno de las ventajas comparativas de uno y otro" (Hachette, 1988, pp. 336-7). 

Se trata, de todos modos, de una oportunidad valiosa para incorporar a los profesores en las grandes discusiones nacionales, en cuanto pedagogos que miran la vida social -donde se ubica el aula y la escuela- como ese telón de fondo donde se educa a los niños, niñas y jóvenes del país, desde un estado presente plagado de intolerancia e insensibilidad social, con vistas a ese proyecto de sociedad que debemos acordar, que debemos co-construir, ojalá más solidario, más democrático y más justo. Una y otra cosa están pendientes aún.


Referencias

1.        Brunner, J.J. (1990). "Los Intelectuales y la Democracia", en Stuven, A.M. (editora): Democracia Contemporánea. Transición y Consolidación, Santiago: Eds. Universidad Católica.
2.        Bustelo, E. & Isuani, E. (1991). "El ajuste en su laberinto: Fondos sociales y política social en América Latina", en Seminario internacional sobre Fondos de Desarrollo Social, LC/IP/G.55, 1991.
3.        De la Barra, A. et. al. (¿1978?). Calidad de Vida, Santiago: Instituto Chileno de Estudios Humanísticos.
4.        De Tezanos, A. (1982). “Notas para una reflexión crítica sobre la Pedagogía", en El sujeto como objeto en las Ciencias Sociales, Bogotá: CINEP.
5.        De Tezanos, A. (1986). Maestros Artesanos Intelectuales. Estudio crítico sobre su formación, Bogotá: Universidad Pedagógica Nacional, CIID.
6.        De Tezanos, A. (1988). "La investigación educacional: Una nueva alternativa. Apuntes para una Discusión", en Revista Anales de la Facultad de Educación, PUC, Vol. 10, 1987, pp. 104-114.
7.        Demo, P. (1988). Ciencias Sociales y Calidad. Madrid: Narcea, Madrid.
8.        Espínola, V. (1989): "Los resultados del modelo económico en la enseñanza básica: la demanda tiene la palabra", en García-Huidobro, J.E. (editor): Escuela, Calidad e Igualdad: Los desafíos para educar en democracia, Santiago: CIDE.
9.        Fajnzylber, F. (1992). "Educación y transformación productiva con equidad", Revista de la Cepal, N° 47, 1992.
10.     García, A. (1991). "Las orientaciones de la política social", Colección Estudios Cieplan, N° 31, marzo de 1991.
11.     Gyarmati, G. et. al. (1984). Las Profesiones. Dilemas del Conocimiento y del Poder, Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile.
12.     Hachette, D. (1988): "El ahorro y la inversión en Chile: Un gran desafío", en Larraín, F. (editor): Desarrollo económico en Democracia, Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile.
13.     Julio, C. (1994). "¿Qué entendemos por Calidad Educativa?", en Bazán, D. & Larraín, R. (editores): Ni Caos Ni Conformismo. Ideas para mirar lejos en Educación, Corporación Municipal de Rancagua.
14.     Larraín, F. (1988). "Desarrollo económico para Chile en Democracia", en Larraín, F.: Desarrollo Económico en Democracia, Santiago: Eds. Universidad Católica de Chile.
15.     Magendzo, A. (editor) (1991). ¿Superando la racionalidad instrumental?", Santiago: PIIE.
16.     Portes, A. & Kincaid, A.D. (1990) (Compiladores). "Teorías del Desarrollo Nacional", Centroamérica: Ed. Universitaria Centroamericana -EDUCA-.
17.     Prebisch, R. (1979). "Las teorías neoclásicas del liberalismo económico", Revista de la CEPAL, abril de 1979.
18.     Ramos, J. (1989): "El cuestionamiento de las estrategias de desarrollo y del rol del Estado a la luz de la crisis", Doc. Mimeo, enero de 1989.
19.     Sunkel, O. (1988). "El sistema internacional y las tendencias del desarrollo", en Apablaza, V. & Lavados, H. (coordinadores): Los requerimientos del futuro y el futuro de la educación, Santiago: CPU.
20.     Zañartu, M. (1993). "El ethos requerido para una transformación productiva con equidad", ILADES, Documento N° 20.




[1] Este artículo corresponde a una versión más o menos actualizada de la ponencia: "Invertir en Educación: algunas reflexiones previas", presentada en el Seminario-Taller: "Las Seis Prioridades en Educación", en el marco de los Diálogos Pedagógicos que organizó la Universidad Educares. Santiago, viernes 29 de Julio de 1994. Es posible que todavía -a casi 25 años de su aparición- aún tenga cierta vigencia este artículo, lo que revela la “larga siesta intelectual y política” que ha vivido este país en temas de “pedagogía y economía”, independientemente del gobierno de turno. Se ha mantenido la bibliografía original y los datos no se han actualizado, para resguardar el valor de las ideas expresadas por el autor en su momento.

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