Domingo Bazán Campos[1]
Pedagogo, Licenciado en Educación y Diplomado
en Ciencias Sociales
La siguiente reflexión versa
sobre un aspecto considerado básico en el grueso de las discusiones sobre educación
y economía: el asunto de la inversión. Prácticamente todos los presidentes de
Chile, desde la vuelta a la democracia -y sus colaboradores- han sido claros al
enfatizar la necesidad de "invertir en mejorar las condiciones de
funcionamiento de los diversos niveles y modalidades educacionales (con
materiales didácticos, recursos informáticos y mejoras en infraestructura;
aumentar el tiempo escolar en horas diarias e incentivar a las escuelas para
que desarrollen sus capacidades a través de un mayor apoyo técnico)".
En principio, en tiempos de
democracia, existe pleno acuerdo en que ésta sea una urgencia real del Sistema
Escolar Chileno. En rigor, la intención de invertir en educación no es nueva,
aunque ha decaído y oscilado, ella ha estado siempre presente. Lo que aparece
como nuevo es el escenario político actual de Chile, post dictadura. Esto es,
gobiernos cuyos programas parecen más orientados a lo social y una realidad en
la cual el Estado se ha reducido y la educación se enfrenta a una restricción
presupuestaria, a la "dificultad de contar con más recursos públicos, por
lo que los temas de las prioridades de la eficiencia, de la racionalidad, del
conflicto con otros sectores, etc., pasan a ser ahora más significativos que en
el pasado: cómo hacer más y mejor con menos recursos" (Sunkel, 1988, p.
70).
Quizás nadie opine
diferente, pues cualquier diagnóstico serio conduce a la misma conclusión: no
es posible hablar de una "escuela renovada", por llamarla de alguna
manera, si no se atraviesa por un proceso gradual, permanente y sistemático de
optimización de las condiciones de funcionamiento de las instituciones
educativas, especialmente de aquellas que dependen directamente del Estado.
Tampoco sería factible pensar en procesos más amplios y ambiciosos como son el
de "modernización" y el de "democratización" de la escuela.
Sin embargo, no se tiene la
certeza de estar frente a una propuesta de cambio que evidencie toda la
complejidad que el problema encierra; y tampoco es bueno suponer que existe una
única noción de “desarrollo económico” e “inversión en educación”. Parece
necesario reflexionar más a fondo en los aspectos menos claros o
definitivamente subyacentes del complejo tema de la educación. Es por eso
también que es una necesidad el acoger cabalmente el concepto de "diálogo
pedagógico", no sólo porque seamos pedagogos y porque valoramos la
democracia, sino porque es un espacio y una actitud que en la pedagogía -como
reflexión en torno al fenómeno/hecho educativo- se ha descuidado de manera
preocupante.
En esta perspectiva, es
necesario hacer algunos alcances previos con respecto al tema de la “inversión
en educación”. Más que coincidir en la precariedad de recursos existentes o en
la dificultad de volver a tener similares niveles de inversión a los de los
años setenta, interesa expandir este tema, es decir, abordar algunas de las
interrogantes que son prácticamente inevitables cuando se recurre a una mirada
más global, quizás más social y crítica; facilitando, en definitiva, una mejor
comprensión de los desafíos implicados. Tres son las interrogantes que aparecen
asociadas a la “inversión en educación” y que se exponen a continuación.
1. ¿Bastaría con invertir en mejorar las condiciones
de funcionamiento de los diversos niveles y modalidades educacionales?:
Esta interrogante es
importante en la medida que alude directamente al impacto y al aprovechamiento
que podrían tener estas exiguas inversiones. Se puede afirmar que no es
suficiente una pura implementación de técnicas o infraestructura nueva, el
asunto involucra una modificación del pensamiento y de las actitudes de los
profesores y eso conduce al asunto de la formación de profesores.
En nuestra experiencia
docente, se percibe que en algunas escuelas públicas la llegada del "nuevo
material" (computadores, retroproyectores, etc.) significa más bien un
problema: no se usan adecuadamente, se guardan para "grandes
eventos", se subutilizan o se los usa de "relleno" dentro de las
prácticas habituales. En ningún caso se potencia la ortopraxis pedagógica (una
práctica que es correcta porque es pensada), ni es una práctica fuertemente
renovada desde principios crítico-constructivistas que hacen de aula y la
escuela un lugar lleno de posibilidades para potenciar los aprendizajes de los
niños, niñas y jóvenes.
Es común, por otro lado,
observar profesores que no son capaces de formular ni evaluar algún proyecto
social -sea de investigación, de innovación o simplemente un plan más de
acuerdo con las técnicas de administración-, lo que se traduce en un potencial
desaprovechamiento de los escasos recursos disponibles. Si algunos críticos
actuales han visto en el profesorado un rasgo eminentemente
"tecnicista", es decir, desprofesionalizado, se puede sospechar que
en muchos casos ni siquiera el manejo de la técnica es convincente ni
conveniente. Se trata, por supuesto, de un fenómeno no generalizable, aunque
los ejemplos sobran. Hay aquí una tarea pendiente.
No se puede pensar sólo en
la necesidad de una capacitación oportuna o paralela, sino en la urgencia de
re-profesionalizar el rol pedagógico. Puesto que la inversión supone nueva
tecnología y nuevos saberes, es menester formar un profesional de la pedagogía
que conjugue, al menos, los siguientes dos aspectos:
a)
Una armonización de la racionalidad instrumental con
una racionalidad referida a valores. Es decir, "que sepa hacer bien sus
tareas" (que sea eficiente), pero que también sea capaz de reflexionar
sobre el sentido del hacer las cosas (que sea eficaz). Invertir en educación no
persigue sólo "más de lo mismo" (o sea, pensar cuantitativamente que
"4 computadores es mejor que 2, y 2 mejor que ninguno"); invertir en
Educación exige también ser capaz de dar significación valórica y
sociopedagógica a los aportes de la nueva tecnología. Aquí se entra de lleno en
la problemática de buscar un nuevo paradigma para la educación, pues, se trata
de no ignorar la presencia de una racionalidad en crisis que asoma como un gran
fantasma, un verdadero obstáculo para el anhelado cambio social (Magendzo, 1991).
b) Este profesional ha de ser autónomo y crítico. Pero
no estrictamente en el sentido que las personas lo entienden normalmente. Se
apela aquí a lo que se ha denominado en línea gramsciana: un "intelectual
orgánico", esto es, quien tiene un papel preponderante en la dirección
política y cultural de la comunidad a la que pertenece en cuanto posee un
discurso pedagógico. El tema de los "intelectuales" es un tópico que
está ligado al asunto del poder y de la democracia, por ello cobra relevancia a
la hora de analizar sociológicamente la profesión docente (Brunner, 1990; Gyarmati,
1984). Tal discurso pedagógico es un discurso político ya que su
responsabilidad social radica en la formación de los individuos que promoverán
los cambios estructurales necesarios para alcanzar un mundo mejor. Vale decir,
pensar en un nuevo movimiento social, un Movimiento Pedagógico, que, yendo más
allá de las justas reivindicaciones económicas, se apropie y contribuya a la
creación y transmisión de un nuevo saber pedagógico. Claramente, la idea apunta
a insistir en la necesidad de un profesional corporativo e intelectual (De
Tezanos, 1982 y 1986).
Una inversión que pase por
alto estos puntos no es una inversión asociada al desarrollo ni al proceso de democratización
del país. Y su impacto, quizás sea exitoso desde un punto de vista netamente
económico, de crecimiento medido en alguna variable, pero sería muy pobre desde
una mirada sociopedagógica.
2. ¿Es conveniente invertir en Educación?:
La idea anterior lleva a una
segunda reflexión que para algunos es obvia, pero que requiere ser pensada
seriamente: ¿es conveniente invertir en educación? Son pocas las personas que
contestarían "no", es decir, que afirmarían que invertir en educación
es una asignación de recursos públicos y privados que no conduce eficientemente
a la producción de nuevos bienes de consumo o de capital. Esta posición es
descartable porque supone explicitar una nula comprensión de la naturaleza de
la educación y dejarían al descubierto las apetencias no democráticas y de
inequidad de algunos chilenos.
El problema, por lo tanto,
se traslada a la fundamentación que dan aquellos actores que contestan
afirmativamente a esta interrogante. Aquí, la respuesta difiere si se trata de
un pedagogo o si se trata de un economista; y esto tiene que ver con la lógica
o la racionalidad con la que se está abordando el asunto.
La racionalidad económica es
la que prima y es básicamente una racionalidad instrumental, donde la noción de
productividad y de eficiencia son preponderantes. Este diagnóstico ha sido
hecho en distintos momentos y con distinta intensidad. La idea es que
difícilmente se ha podido tocar el tema del desarrollo sin caer en categorías
(neo)liberales tales como crecimiento económico, variables macroeconómicas o
balanza de pagos. Todavía, de hecho, la educación es concebida en conexión con
el lucro, como bien que produce rentabilidad, más que con la idea de que es un
derecho (De la Barra, 1978; Prebisch, 1979; Portes & Kincaid, 1991).
En este contexto, no es
casualidad que vivamos una cierta hegemonía de lo económico paralelo con un
desencantamiento del mundo o una modernidad en crisis, que distintos estudiosos
hablen de "evangelizar la economía", de "economía a escala
humana" o sencillamente de "darle un aire de solidaridad al
mercado", como ha sido señalado explícitamente en diversos documentos de
la Doctrina Social de la Iglesia y en las propuestas alternativas de Luis
Razeto y Manfred Maxneef, en Chile (Zañartu, 1993).
Hay aquí una visión de las
cosas caracterizada, epistemológicamente, por un paradigma positivista,
cuantitativo e individualista, que deja de lado otras categorías de análisis.
Se está tratando de fundamentar que, por ejemplo, no porque se ha demostrado
estadísticamente que no hay diferencias de rendimiento entre grupos escolares
de 30, 40 o más alumnos, podemos concluir que el tamaño de los cursos es un
factor menor o secundario en la explicación de los problemas escolares. Algunos
pensadores ya han sugerido que una mirada cualitativa daría cuenta de otros
fenómenos ocultos como es la autoridad docente, sus motivaciones o todo lo que
se ignora del aula y su dinámica más intersubjetiva (De Tezanos, 1987; Demo,
1988).
El punto más grave es que la
educación dependa de las demandas que el sistema económico le hace, y no al
revés. La capacidad crítica y profesional del pedagogo -como ya se ha sugerido-
lo ponen en desventaja frente al discurso economicista. Lo hacen ir a la zaga,
puesto que no maneja el lenguaje económico y se ha formado en una lógica
valórica.
De hecho, si se acepta que
desde una mirada económica se considera conveniente invertir en Educación,
aunque se trate de un bien intangible que puede dar frutos en el mediano y
largo plazo, se está pensando en realidad en optimizar la mano de obra, en
proveer a las empresas de un trabajador mejor preparado, más calificado. Y no
importa si este sujeto potencia la sociedad civil o si contribuirá con la
consolidación de la democracia. Esto no necesariamente es educación, al menos,
no una educación crítico-transformadora. Es un dato lamentable, en consecuencia,
observar que en nuestro continente las propuestas de cambio en educación han
sido fuertemente impactadas por una presión creciente de los sectores
económicos. En tales propuestas se puede encontrar un lenguaje plagado de
categorías netamente económicas: recursos humanos, empresa, gestión,
productividad, demanda, por nombrar algunas (Fajnzylber, 1992).
Hay que reconocer, con todo,
que es preocupante encontrar alumnos que han pasado 12 años en la escuela y no
saben ni siquiera redactar una carta para postular a un trabajo. Pero este es
más bien un síntoma de la crisis de la escuela y que nos apela directamente
como educadores, pero no una lección o exigencia que debamos acatar
acríticamente desde el mundo económico. Lo que tenemos que lograr, a la hora de
pensar en la inversión, es una articulación entre el discurso pedagógico y el
discurso económico, una suerte de complementación que signifique abandonar la
dependencia acrítica que domina en el campo de la educación.
A propósito de esta ligazón,
algunos autores han sugerido claramente que las actuales nociones de calidad de
la educación y de desarrollo, son conceptos restringidos, insatisfactoriamente
manejados (que evocan rendimiento, crecimiento macroeconómico, lo cuantitativo)
y ello se puede explicar por un fuerte predominio de las categorías económicas
(Julio, 1994). De este modo, la pedagogía no puede seguir siendo cómplice de
estas opciones ideológicas.
3. ¿Quiénes deben invertir?:
Esta interrogante nos pone
frente al conflictivo tema del rol del Estado (con su escasez de recursos) y al
de la articulación entre éste y el Mercado (Larraín, 1988). Se discute
apasionadamente en ciencias políticas sobre cuál debe ser su tamaño, el tipo de
funciones que debe cumplir, las formas más eficaces de hacerlo y los caminos
que lo conducen hacia su modernización (Ramos, 1989).
Si aceptamos que esta
discusión está atravesada por una cuestión de índole ideológica, el tema se torna
más difícil aún de abordar. Sin embargo, es un debate que subyace en la
temática de la inversión en educación pese a no interesar, aparentemente, al
grueso de los profesores.
Aquí se enuncian dos de las
ideas que es necesario analizar en el objetivo de invertir en educación.
Primero, por cierto, es el
Estado el principal protagonista de la inversión en Educación. Históricamente,
y pese a la crisis que vive, ha demostrado ser adecuadamente eficiente en la
redistribución de los bienes y servicios que la población necesita, ya sea a
partir de sus estrategias de focalización del gasto social o de sus planes de
incentivo hacia el mundo privado. De este modo, una redefinición del Estado
-como sostienen algunos autores- pasa por aceptar su presencia en un cuádruple
sentido (Bustelo & Isuani, 1991):
- mediante la provisión directa de bienes y servicios, pero, preferentemente, mediante la promoción de organización y recursos para los sectores más pobres;
- a través de su poder de regulación, para asegurar niveles mínimos de calidad en la educación;
- efectuando un proceso de corrección de desigualdades sociales y regionales mediante la aplicación de mecanismos de promoción diferencial (más a los que tienen menos) y haciendo recaer el peso del financiamiento en sentido inverso al anterior (más a los que más tienen);
- facilitando y promoviendo la coordinación necesaria cuando ella es esencial para la optimización de los recursos.
Segundo, paralelamente, es
necesario que el Estado comparta responsabilidades con las asociaciones de la
sociedad civil (que confluyen en el mercado). La idea es que el Estado
reconozca en el mundo privado una instancia de fortalecimiento de la democracia
y una instancia privilegiada de creatividad social, así como una valiosa
cercanía con los problemas de la gente.
Sin embargo, no se trata de
dejar libre al mercado, confiando en la "sagrada mano invisible" y
sus criterios para concebir y manejar la educación (mercado no es igual a
sociedad civil), puesto que ello reintroduce el tema de las desigualdades
sociales. De hecho, sabemos que el modelo económico en cuanto modelo tiende a
fallar, pues, "La solución competitiva en el contexto de nuestra educación
subvencionada -nos dice Viola Espínola- fracasa en sus posibilidades de
producir mejoras, fundamentalmente porque en la práctica fallan algunos de los
mecanismos y supuestos del modelo de mercado, y porque la demanda educacional
no se comporta de acuerdo a lo esperado" (Espínola, 1989, p.73). Recordemos,
además, que Chile es un país dual, fracturado: si consideramos el período
1978-1988, según el INE, el 80% de la población del país se empobreció,
mientras que el 20% restante aumentaba sus niveles de consumo a un ritmo
insostenible para la economía (García, 1991). Y las ganas de buscar el cambio
no radican precisamente en ese 20% acostumbrado a la riqueza. En el fondo, es
una ficción que todos accedan al mismo mercado.
Es decir, la única lógica
que se puede reconocer aquí (la imperante, por cierto) es la que está pensada
desde la potencial solidaridad de los sectores ricos. Dado que no hay
mecanismos más rigurosos, el Estado depende de la voluntad y los límites éticos
que el mundo privado tiene. Lo otro, una especie de "Mercado Docente"
que sustituya la labor del Estado, es una apelación sencillamente utópica.
Se trata, en suma, de
articular Estado y Mercado. Cada una, separada de la otra, resulta ineficiente
e incapaz de garantizar óptimos niveles de educación y de desarrollo que el
país necesita y merece. Esta difícil articulación es una tarea pendiente, una
conjunción tal que podría garantizar la anhelada libertad económica y política
para Chile. Existe un relativo acuerdo en que esta articulación es posible y
necesaria, sin embargo, hay notorias dificultades para materializarla:
"Igualmente importante es tener presente que son tres los actores del
desarrollo: los empresarios, los trabajadores y el Estado. Ellos no pueden ser
antagónicos, a riesgo de introducir el caos en la economía [...] Los sectores
público y privado deben cooperar entre ellos como socios. Cooperación no
implica predominio, sino el aprovechamiento pleno de las ventajas comparativas
de uno y otro" (Hachette, 1988, pp. 336-7).
Se trata, de todos modos, de
una oportunidad valiosa para incorporar a los profesores en las grandes
discusiones nacionales, en cuanto pedagogos que miran la vida social -donde se
ubica el aula y la escuela- como ese telón de fondo donde se educa a los niños,
niñas y jóvenes del país, desde un estado presente plagado de intolerancia e
insensibilidad social, con vistas a ese proyecto de sociedad que debemos
acordar, que debemos co-construir, ojalá más solidario, más democrático y más
justo. Una y otra cosa están pendientes aún.
Referencias
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(editora): Democracia Contemporánea.
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De
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Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile.
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15. Magendzo, A. (editor) (1991). ¿Superando la racionalidad instrumental?",
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(Compiladores). "Teorías del Desarrollo Nacional", Centroamérica: Ed.
Universitaria Centroamericana -EDUCA-.
17. Prebisch, R. (1979). "Las teorías
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18. Ramos, J. (1989): "El cuestionamiento de
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19. Sunkel, O. (1988). "El sistema
internacional y las tendencias del desarrollo", en Apablaza, V. &
Lavados, H. (coordinadores): Los
requerimientos del futuro y el futuro de la educación, Santiago: CPU.
20. Zañartu, M. (1993). "El ethos requerido
para una transformación productiva con equidad", ILADES, Documento N° 20.
[1] Este artículo corresponde a una versión más o
menos actualizada de la ponencia: "Invertir en Educación: algunas
reflexiones previas", presentada en el Seminario-Taller: "Las Seis
Prioridades en Educación", en el marco de los Diálogos Pedagógicos que
organizó la Universidad Educares. Santiago, viernes 29 de Julio de 1994. Es
posible que todavía -a casi 25 años de su aparición- aún tenga cierta vigencia
este artículo, lo que revela la “larga siesta intelectual y política” que ha
vivido este país en temas de “pedagogía y economía”, independientemente del
gobierno de turno. Se ha mantenido la bibliografía original y los datos no se
han actualizado, para resguardar el valor de las ideas expresadas por el autor
en su momento.
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