Carolina Lau
Psicóloga. Magíster en Potenciación de Aprendizajes
Al
nombrar el concepto de vínculo pedagógico
se evoca una idea, un pensamiento, una representación o, al menos, se transmite
una noción vaga de qué es a lo que nos estamos refiriendo cuando pensamos el estar juntos en el aula. En la
literatura especializada se encuentra escasamente desarrollado este par de conceptos
de manera asociada (vínculo-pedagogía), no obstante, cada uno, por su parte, ha
tenido cierta trayectoria, desde distintos enfoques, con distintos resultados. Intentar,
a partir de ambos conceptos, la construcción de un tercero es necesario, es
también develar esa conexión potencial, es procurar que ambos términos se entrelacen,
se sujeten, se cautiven, se vislumbren, haciendo posible (re)mirar la realidad
educativa y profundizar en las dimensiones más cualitativas del aula. Ese es el
desafío esencial de este texto.
La
noción que sí se ha tratado en algunos estudios es el de vínculo educativo, como una forma de vínculo social con una función
civilizadora, de regular el goce y convertir(se) en ciudadano (Domínguez,
2008). Empero, para el presente artículo, dicha definición no trae consigo
elementos que consideremos propios de la pedagogía, menos si pensamos en la
pedagogía crítica en su vertiente liberadora y problematizadora.
Para
explorar el vínculo pedagógico vale la pena indagar en torno a dos perspectivas
importantes a tener en cuenta, que son: el enfoque psicoanalítico y el pedagógico, partiendo de la
idea de que para el mismo Freud (1937/1984) hay tres profesiones imposibles:
gobernar, educar y psicoanalizar, expresando que ellas tienen en común que su
resultado nunca será completamente satisfactorio, puesto que siempre va a
existir un otro hablante que no es del todo educable ni psicoanalizable. He
aquí una luz para vincular dos imposibles en una conversación común.
Comencemos en/desde el psicoanálisis, lugar
desde donde se ha abordado de manera más profunda el concepto de vínculo pese a
que la noción propiamente tal no forma parte de los conceptos freudianos ni
tampoco del léxico psicoanalítico de los post-freudianos. Quizás, la excepción a
esto sea el autor Bion (1963), quien es el primero en emplearla señalando que
utiliza esta palabra para
explorar la relación del paciente con una función, más que con el objeto que
reemplaza la función, es decir, no es el pecho, el pene o el pensamiento
verbal, sino la función, que es hacer un
vínculo entre los dos objetos, es decir, se enfoca en que el vínculo es la función entre. El concepto que sí
ocupo Freud fue “relación de objeto” o relación
objetal, que es uno de los pocos conceptos de la tradición psicoanalítica
que pone atención al desarrollo de las relaciones. Los demás se refieren al
individuo solo, en cambio aquí la relación se asoma a la toma de sentido de interrelación, es decir,
no sólo la manera como el sujeto constituye sus objetos, sino la forma cómo
estos modelan su actividad (Laplanche & Pontalis, 1996). No obstante, al comienzo
del desarrollo de la teoría de las relaciones objetales no se puso suficiente
énfasis en la palabra relación, sino más bien en el objeto, el cual tampoco es
un concepto del todo definido en el psicoanálisis y su connotación varía de
acuerdo a distintos esquemas referenciales, pero en ningún caso debe evocar la
idea de cosa, objeto manipulable o de persona, sino en tanto una representación
psíquica inconsciente (Laplanche, et al, 1996).
Por otra parte, reflexionando desde su teoría de
la intersubjetividad y no meramente en una relación objetal, destaca dentro de
los post-freudianos el autor Winnicott (1996), caracterizando la
co-construcción como ese espacio entre la madre y el infante, además de la
noción de que en un inicio de su vida el bebé, como tal, no existe, sino lo que
prima es la unión madre/bebé estando al comienzo ambos recíprocamente
indiferenciados.
En la actualidad un referente
en cuanto al vínculo es Kaës, autor que ha buscado las condiciones que hacen del vínculo un
objeto de conocimiento y de la práctica psicoanalítica. Kaës (2009) define el
vínculo de la siguiente manera: “Llamo
vínculo a la realidad psíquica inconsciente específica construida por el encuentro
de dos o más sujetos (…) un vínculo es el movimiento más o menos estable de
investiduras, representaciones y de acciones que asocian a dos o más sujetos
para ciertas realizaciones psíquicas: cumplimiento de deseos, protección,
defensa, levantamiento de prohibiciones, acciones comunes (hacer, jugar,
disfrutar, amar juntos, etc.)”. En cuanto a la pugna entre relación de
objeto y vínculo, el autor señala que
este último es un asunto con el otro y no son solo figuraciones o
representaciones de pulsiones, de objetos parciales, representaciones de cosas
o palabras, del sujeto mismo, puesto que los otros son irreductibles a lo que
ellos representan para un otro, agregando que: “Las teorías de la relación de objeto no son teorías de la
intersubjetividad pero están incluidas en estas últimas” (Kaës, 1999: 87).
Adicionalmente, hace énfasis en que el vínculo no es solamente un conector
entre objetos subjetivos que se estimulan y responden, sino que tienen su
propia consistencia, dotado de una realidad psíquica específica con
formaciones, procesos y transformaciones que debe ser considerada en tanto tal,
por lo cual se debe descubrir su funcionamiento.
Por otra parte, en
lo que sí convergen los diferentes autores es sobre el desarrollo del vínculo
desde los estadios precoces del sujeto (madre-bebé), hasta los estadios más
evolucionados, los cuales implican una diferenciación creciente dentro del
vínculo. Es en esta primera representación vincular madre-bebé que el vínculo consta
de una motivación innata, existiendo una necesidad humana universal para formar
vínculos afectivos sólidos y estrechos, donde se observa que los integrantes de
la unidad dual están conectados
como vasos comunicantes que mantienen un nivel constante de fluidez entre la demanda
y la satisfacción (Bowlby,1995). Ello finaliza con la separación progresiva del
psiquismo de ambos integrantes, quedando como remanente intra-psíquico que
permanece escindido en el Ello, lo cual se manifiesta en los estadios
ulteriores como persistencia entre los deseos de la fusión y la necesidad de
desprendimiento que tiene cada ser humano (Abraham & Torok, 1987).
La cantidad de
estudios con respecto a vínculos en las etapas posteriores de la vida son
considerablemente menos, pero sí existe la idea de que la vinculación afectiva
continúa siendo un resultado del comportamiento social y, a su vez, depende de la
capacidad de reconocerse los unos con los otros, expresando una tendencia
propia del ser humano de permanecer próximo al otro y, en la medida que los sujetos
crecen, el vínculo afectivo podría ser entendido como la atracción que un
individuo siente por otro individuo claramente diferenciado y preferido
(Bowlby, 1995), es decir, ya no debiese existir esa simbiosis precedente y los
sujetos deben estar preparados para que la fluidez inmutable entre demanda y
satisfacción pueda sufrir algunos quiebres.
Si pensamos los
vínculos como una necesidad humana, presente en toda la vida de las personas,
surge la inquietud sobre qué sucede con ellos en el lugar donde pasamos la
mayor parte de nuestra infancia y juventud, es decir, en la escuela y,
especialmente, qué sucede entre los alumnos y los docentes puesto que algunos
estudios señalan que, según la perspectiva de los estudiantes, los vínculos más
significativos dentro de la escuela son aquellos que se establecen con sus
profesores (Arón y Milicic, 1999). Es por esta razón que es trascendente conocer
de manera más profunda cómo es y se constituye el vínculo pedagógico.
Surge, entonces,
la inquietud sobre el por qué en algunas áreas de las ciencias sociales se ha
preguntado y profundizado acerca del vínculo con categorías tales como intersubjetividad,
coexistencia, conexión, relación o, simplemente, acerca del estar con otro;
mientras que en pedagogía no parece haber similar interés en circunstancias que
el vínculo podría/debería ser el centro de las preocupaciones educacionales. Al
contrario, ello no ha ocurrido, encontrándonos más bien con una escuela acusada
de anti-emocional, una institución que ha privilegiado la racionalidad y el
intelecto, centrando su proceso formativo en someter a los alumnos a la
voluntad de los docentes, por lo que los estudiantes aprenden a aparentar lo
que están pensando y sintiendo, sin considerarse reconocidos, pudiendo esto
llevar a la desconexión de sus vínculos con los docentes (Casassus, 2007).
Frente a este escenario, parece no ser casual que la pedagogía efectivamente se
ha apuntalado en ciertas premisas de la psicología en cuanto al desarrollo humano y el aprendizaje (Bazán, 2008),
reduciendo el aporte de la psicología a las mediciones, los diagnósticos y los tratamientos,
alejándose de esta otra vertiente vincular.
Todo lo anterior
nos llevaría a pensar la escuela, además de anti-emocional, como un espacio
anti-vincular, sin embargo, en la práctica se hallan vínculos favorecedores de
relaciones positivas. Además, existe una visión prometedora al respecto cuando
se habla del papel de la educación en la formación del logro del bienestar
subjetivo para el desarrollo humano, con una base vincular pedagógica. Si bien
en nuestro país no se ha planteado lograrlo como un propósito explícito de la
educación, se relacionaría con la idea que sí se ha trabajado acerca de que la
educación debe ser “integral” (Castillo y Contreras, 2014), holística o
comprensiva (Bazán, 2008). Este bienestar subjetivo -del cual se está empezando
a dialogar- para que pudiera procurarse tendría que tener a su base un vínculo
pedagógico, puesto que cualquier tipo de aprendizaje sucede en/por la
participación de una relación emocional entre el profesor y el educando
(Casassus, 2007). Se trata de un aprendizaje con miras al pleno desarrollo
humano, al desarrollo del hombre y la mujer en sus distintas dimensiones de lo
humano. Dicho bienestar subjetivo pudiese ser, quizás, el propósito central del
vínculo pedagógico, además tendería al desarrollo humano fundamental para
lograr la felicidad del individuo (Naranjo, 2007).
Para llegar a
una finalidad como esta -que aspira a la formación para el bienestar subjetivo-
es menester desarrollar en la escuela las plenas capacidades de los estudiantes:
interesa que se les ofrezcan herramientas para la construcción de sus proyectos
de vida, que se les ayude a buscar sentido a sus vidas, que los lleve a estar
satisfechos con sus existencias y con la sociedad en la que viven (Castillo y
Contreras, 2014). Este gran propósito no es posible sólo a partir de un mero
vínculo educativo -que tiene como función el ser civilizador anclado en la
concepción de educación como transmisión de la cultura del grupo de una
generación a otra (Bazán, 2008), pues, hace falta un vínculo más co-existencial
e intersubjetivo, como sólo lo puede dar una intencionalidad pedagógica
hermenéutico-crítica.
En otras
palabras, si pensamos en el vínculo
pedagógico estamos ante un concepto de mayor fertilidad comprensiva toda
vez que la pedagogía involucra la noción educativa de transmisión de saberes
–de orden adaptativa- pero se ve enriquecida con elementos hermenéutico-críticos
propios tales como la reflexión sobre la educación, junto con una intencionalidad explícita de liberación y de transformación
de lo humano. Por lo tanto, fundar el concepto de vínculo pedagógico como un
conocimiento propio de la pedagogía, en base a su inherente reflexión y
meta-análisis, otorga mejores posibilidades de ser vivido y construido por los
mismos actores, entendiendo que tal pedagogía tiene a su base la participación
plena de los sujetos y la idea de democracia, de lo cual carecen otras
disciplinas más instrumentales y reduccionistas.
A partir de
ello, se irán entrelazando dos miradas: las similitudes del trabajo del
pedagogo con la labor del psicoanalista -en cuanto al vínculo establecido- y, por otra parte, los elementos propios de la práctica educativa que, posiblemente si se
observan y vivencian bajo un prisma pedagógico, favorecerían que en las
relaciones docente-alumno se promueva el desarrollo de dicho vínculo.
Comenzando con
que en pedagogía y psicoanálisis no se debería centrar la mirada exclusivamente
en la infancia, puesto que son disciplinas que requieren el concepto de sujeto
y todo su historial ontogenético. En efecto, el niño nace, pero el sujeto es
una co-construcción, por lo tanto, el sujeto es también efecto del lugar dado
desde el otro (Aromi, 2008), en este caso desde y con el pedagogo/analista.
Dicha construcción del sujeto, en ambos casos, puede ser vivenciada en un acto:
“El acto educativo como aquello que produce una transformación en el sujeto” (Aromi, 2008, p 98.), con la conjunta aparición de
algo distinto en el estudiante, similar al término de acto en el sicoanálisis
que incluye necesariamente a otro que apoye la desestabilización del sujeto.
La pedagogía y
el psicoanálisis necesitan un tercero, un mediador entre el sujeto y el saber, que
en el campo analítico se llama transferencia,
que es el nexo entre el analizante y el analista (Aromi, 2008). La
transferencia se da dentro de la relación analítica y genera una “repetición de
prototipos infantiles, vivida con un marcado sentimiento de actualidad” (Laplanche &Pontalis, 1996, p.
439), existiendo, así, un
desplazamiento del afecto desde una representación a otra, es decir, la substitución
de una persona anteriormente conocida y significativa por la del analista. Recordemos
que “Freud distingue dos transferencias: una positiva, otra negativa, una
transferencia de sentimientos de ternura y otra de sentimientos hostiles” (Laplanche
&Pontalis, 1996, p. 440).
Por su parte, la adquisición de conocimientos que
hace el alumno del profesor está íntimamente ligada con el tipo de relación
transferencial positiva-negativa, la cual reproduce el modo de relación del
niño con su padre a la salida del complejo de Edipo, donde hay conjuntamente sentimientos
de admiración y hostilidad arcaicos dirigidos al padre que se reactualizan en
la transferencia hacia el maestro, por lo tanto, el profesor representa la
función paterna, es decir, las normas sociales, el acceso a la humanidad y al
orden simbólico (Freud 1914/ 1984).
El vínculo educativo no funciona si no hay transferencia, puesto que
esta se basa en una suposición de saber del otro, existe en el estudiante un
interés en algún rasgo del educador que para él sea signo de deseo. Por el
contrario, la depreciación de su saber afectaría el vínculo educativo (Domínguez,
2008). Aquí podemos vislumbrar que un vínculo pedagógico va más allá que el vínculo
educativo cruzado por el saber del otro y por la mera transferencia
psicoanalítica donde se reactualizan los vínculos, es más, el vínculo
pedagógico tendría a su base la posibilidad de construcción conjunta, no una
mera recreación sino la producción de subjetividades en la interacción.
Ambas
disciplinas utilizan las palabras para influir en la vida de las personas
(Aromi, 2008). Es el mismo padre del psicoanálisis el que señala que las
palabras son el instrumento fundamental del tratamiento analítico ya que pueden
eliminar fenómenos patológicos (Freud, 1915-1916/ 1984), siendo así las
palabras y el lenguaje lo que brinda la posibilidad de que esta disciplina se
pueda constituir como praxis, puesto que
renuncia a cualquier otro instrumento, sin embargo, no hay sólo palabras en ese
intercambio, también se encuentra el deseo y la libido, pero todo trenzado por el
leguaje. Esta sería la misma herramienta que utilizan los profesores para transmitir sus
conocimientos a los discípulos, determinando sus juicios y decisiones, constituyendo
el medio más importante para la influencia recíproca de los hombres.
La experiencia
pedagógica también produce el efecto de cambiar al otro por medio del lenguaje.
Así, “Lo que hace que un niño aprenda a leer son las palabras que le dirige su
profesor. Esto funciona con palabras a través de palabras” (Aromi, 2008, p.130).
Es decir, es por medio del lenguaje con lo cual se media, no solo con los
libros, sino con la entonación que le entrega el docente a cada contenido, así
también la forma de mirar a sus alumno
es parte de este lenguaje, que lo ocupa muchas veces de forma premeditada
–otras no- según lo que se quiera lograr en el proceso.
Si avanzamos más
allá del lenguaje y de las palabras, pensando la estructura comunicativa
utilizada en pedagogía en cuanto experiencia conversacional e intersubjetiva,
ocurre que “El diálogo es
el encuentro de los hombres que pronuncian el mundo, donde no puede existir una
pronunciación de unos a otros” (Freire 1970,
p.107). De este modo, el lenguaje se nos presenta como un medio para compartir
experiencias y producir un lugar de encuentro, como una instancia muy propicia
para la formación de un vínculo pedagógico y no para la conquista de unos sobre
los otros.
En
el propio Freire queda claro que el lenguaje es medio y sentido para la
emancipación. Dada
su relevancia, los profesores deberían ser sensibles y conocedores de la forma
en que funciona el lenguaje para “ubicar” a las personas en el mundo y construir
activamente la realidad, en vez de simplemente reflejarla, de modo que les correspondería
comprender el poderío del lenguaje como constitutivo de sus propias
experiencias y de las de sus alumnos (Giroux, 1993). También es posible
vislumbrar una diferencia entre un vínculo educativo y uno pedagógico si
pensamos en el uso que se le da al lenguaje: “El lenguaje hace más que simplemente presentar “información” de manera
recta; en realidad, se lo emplea como la base tanto para “instruir” como para
producir subjetividades” (Giroux, 1993, p.41). Un vínculo educativo
tendría una finalidad más cercana a entregar información, en cambio un vínculo
pedagógico produciría subjetividad y una intersubjetividad de suyo dialogante.
Por consiguiente,
legitimizar la subjetividad o la singularidad del alumno sería un factor
esencial en el vínculo pedagógico, reconocer que se encuentra inscrito en un
contexto, una historia y cultura particular y que, al mismo tiempo, simboliza
una superación de esta historia (Meirieu, 1998), es decir, tener expectativas y
confianza en el otro. Por el contrario, hacer “como que” confiamos en sus
capacidades no tendría significación ni valor. La esperanza es indispensable,
nos moviliza y sin ella sería puro determinismo (Freire, 2004) y, por lo tanto,
no se estaría legitimizando ni, por ende, vinculando.
Al legitimizar
al otro en el vínculo debemos tener en cuenta cuáles son sus deseos, sus conocimientos
previos, las preguntas existenciales e interrogantes que le hagan sentido con
su proyecto personal (Meirieu, 1998).
Para esto se necesita estar disponible, abierto y atento a las situaciones y
experiencias que le generen, ya que “sin aceptación y respeto por el otro como
un legítimo otro en la convivencia, no hay fenómeno social” (Maturana, 2001,
p.19); y mucho menos podría construirse un vínculo pedagógico al controlar continuamente al otro, negarlo,
desvalorizar sus conductas y desconfiar.
Por
el contrario, la aceptación lleva a la unión del diálogo y el amor, este último
como fundamento de lo social y de nuestras interacciones con otros seres
humanos (Maturana, 2007), por lo cual el amor no puede estar ajeno a un vínculo
pedagógico. En este sentido, Freire (2004) apoya la idea de que el diálogo se
fundamenta en un profundo amor a los hombres, así también el amor como
compromiso con los seres humanos. Esto, visto desde el psicoanálisis y desde la
mirada infantil, permite decir a Freud (1915/1984) que: "El
niño no se tarda en comprobar que ser amado es una ventaja a la que se puede y
se debe sacrificar muchas otras", por ende, en la escuela se debe ser
capaz de tolerar cierto displacer por la renuncia a la satisfacción inmediata,
ya que se le ofrece amor a cambio. En este contexto, podría
especularse que el amor sería la emoción fundamental en un vínculo pedagógico,
que tendría características de colaboración mutua y transversal, sin embargo,
ello está empíricamente mermado cuando existe una falsa conexión entre
seriedad, neutralidad, docencia y afectividad. No obstante, lo que debiera existir es una apertura al querer bien de los
alumnos (Freire, 2004).
Por otra parte Freud (1914/1984) subraya
que ni el educador ni el analista pueden arrogarse el derecho de imponer fines
y objetos a las pulsiones del paciente y el educando, proponiendo al educador
que se limite solo a favorecer las virtudes propias del alumno, como una
educación que tiene en cuenta los deseos del sujeto y cuestiona a aquella que
los ignora e impone los propios deseos. Así como también lo esencial que
debe realizar el “maestro” es acoger, contener y dar cuenta de lo que provoca
al otro, además de conocer lo que sabe y
establecer conexiones adecuadas para posibles reconsideraciones de sus ideas
(Meirieu,1998). Es decir, al educador le corresponde valorar las necesidades
fundamentales de sus estudiantes y reconocer las emociones, especialmente
aquellas insatisfechas para resignificarlas.
Reconocer al otro sólo sería
posible dentro una vinculación. En la pedagogía, de hecho, sería a través
del diálogo y la reflexión ya señaladas, más concretamente por medio de la
apertura a interrogantes humanas esenciales, fundacionales, las cuales
enriquezcan al sujeto en cuanto a su pasado, su presente y un estar dispuesto
para otras experiencias venideras. Posiblemente, mediar y ahondar en preguntas
del tipo: ¿Quién soy?, ¿Qué busco?, ¿Cómo me siento?, ¿De dónde vengo?, así como también reflexionar sobre las
emociones, las relaciones y las conexiones del todo con sus partes. Un vínculo
pedagógico permitiría dialogar, reflexionar y problematizar porque existe una
confianza en el otro y en sus capacidades.
Por
lo tanto, la educación debiese centrarse en la relación entre los sujetos y del
sujeto con el mundo, movilizando todo lo posible para que se sostenga en él, apropiándose
de las interrogantes de la cultura humana y que se les brinde la posibilidad de
construir una respuesta propia (Meirieu, 1998). Es aquí donde las interrogantes
vuelven a tener un sentido fundamental en el vínculo, al respecto Aromi (2008)
señala que: “no se puede pensar la función educativa sino es bombardeando con
preguntas (…) el educador debe ser un cultivador de buenas preguntas” (p. 124);
sólo así, por medio del cuestionamiento,
es posible vincularse pedagógicamente con el otro puesto que se aproxima a sus
intereses y determina qué es lo que desea recibir del patrimonio cultural y del
mundo. En consecuencia, lo que se debe hacer es problematizar a los hombres en
su relación con el mundo y es la problematización de los propios temas lo que
hace la búsqueda de una temática significativa (Freire, 1970).
De
igual modo, el sicoanálisis coloca a la
pregunta como el motor central que activa, organiza y desarrolla la vida
psíquica, como en el caso de los neuróticos en torno a una pregunta: “¿qué
quiere el otro de mí?”, por lo cual aprendemos sobre nuestro deseo mediante la
interrogación del deseo del otro, el cual considero significativo (Lacan, 2009).
Aquí es donde la pregunta y los deseos propios son también la pregunta y los
deseos del otro, sincrónica y diacrónicamente, en un vínculo.
Para acercarnos a un cierre y a
una aproximación del significado del concepto de vínculo pedagógico -y es sólo
una cercanía puesto que para que sea tal se necesita que el concepto sea público,
compartido y dependiente de distintas formas de discurso- es necesario que se
negocien las diferencias e interpretaciones de éste (Bruner, 2009), razones por
la cual para llegar a un concepto más acabado se necesitará del desarrollo de
observaciones de aula y de estudios empíricos dentro de un contexto que se
intencionará como participativo, reflexivo y crítico, esto es, propicio para
que los estudiantes puedan construir y vivenciar el concepto.
Por el momento, diremos que el
vínculo pedagógico es un singular espacio entre un docente y un estudiante, que
involucra
la transmisión de saberes producto del vínculo educativo, enriquecida con
elementos propios de una pedagogía comprensiva, como la reflexión, el diálogo, la
problematización y la pertinencia cultural. Por lo tanto, se consigna aquí que
para la existencia de un vínculo pedagógico deben coexistir dos actores
(estudiante- docente), en un contacto sensible, significativo, amoroso,
intencionado, reflexivo, de apertura, de confianza y de esperanza; y
legitimización del otro tanto en sus deseos, como en sus intereses y proyectos
personales, dentro de un contexto escolar que apoyen y potencie la
co-construcción del bienestar subjetivo e intersubjetivo, para el desarrollo
humano de ambos.
A modo de
epílogo, se señala aquí el planteamiento de que no hay –ni se necesita- una
separación del campo de la educación, las disciplinas espirituales y la
sicoterapia, ya que todo debe apuntar hacia la existencia de un único proceso
de crecimiento-curación-iluminación del sujeto, hombre y mujer, lo que implica
hacer esfuerzos precisos e intencionados en evitar y no permitir realizar tal división
epistémico-disciplinaria, sobre todo porque el Chile actual sufre una crisis profunda
que es una crisis de relaciones (Naranjo 2007), una crisis de los vínculos.
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Excelente análisis
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