jueves, 5 de julio de 2018

Creencias docentes, saber pedagógico y diversidad en el aula


Patricia Neira
Profesora de Lenguaje y Comunicación.
Magíster en Educación, Mención Didáctica e Innovación Pedagógica.

Este artículo busca abordar el problema de las creencias de los profesores en relación con la diversidad. Esto, en virtud de lo importante que es reconocer que las decisiones que toman los sujetos -mediadas por sus creencias sobre los fenómenos que ocurren en el aula- son desencadenantes de una determinada práctica pedagógica: “las creencias de los docentes tienen efectos sobre la enseñanza y es imprescindible ocuparse de ellas, ya que los alumnos pueden ser las víctimas de ideas erróneas y prácticas inadecuadas” (Camilloni, 2007:44). De acuerdo con esto, es preciso señalar también que el problema de las creencias de los docentes se transforma en un asunto que debe ser abordado desde una perspectiva en la que los conceptos de didáctica y saber pedagógico se imbriquen para favorecer la reflexión pedagógica. 

Para hablar de estos conceptos es necesario tener en cuenta el objetivo de la enseñanza. Digamos que el objetivo principal de la enseñanza tendría que ver con la transmisión de conocimientos, así, los profesores -como agentes de transmisión de conocimientos- y los estudiantes -como “receptores”- estarían condicionados por la formación que han tenido previamente (académica o moral, por ejemplo); por lo tanto, el contenido del saber repercutiría en diferentes aspectos de ellos, incluida su disposición cognitiva. En relación con esto, la escuela jugaría un rol central a la hora de la reproducción cuantitativa de saberes, en cuanto los ámbitos de instrucción son siempre disímiles, por lo tanto el conocimiento escolar no potenciaría el descubrimiento, puesto que trata de homogeneizar el proceso. Al respecto, se ha planteado plantea una crítica que parece muy atingente en cuanto la estructura no solo teniendo en cuenta la homogeneización reproducida por la institución escolar sino también porque aborda el compromiso ideológico de la institución escolar sobre la base histórica de la concepción de la labor educativa, la que ha dado paso, por ejemplo, a la consideración del concepto de didáctica como intrínsecamente ligado al conocimiento, a las metodologías entendidas como pasos a seguir sin dar la posibilidad real al sujeto aprendiz de ser protagonista del proceso.

Respecto del carácter del conocimiento, incuestionable desde la perspectiva de la didáctica tradicional entendida como el paraguas bajo el cual descansan los conocimientos duros transmitidos por la escuela, es necesario cuestionar la imposición de contenidos, la falta del concepto de comprensión en el proceso de transmisión -el que, posteriormente, se ligará al concepto de diversidad- y al hecho de que el saber se presente como exiliado de sus orígenes, en una atemporalidad que le acomoda a la escuela tradicional y a la misión de transmisión de saberes de esta. El saber sabio (Chevallard, 1991) en la escuela se ha fortalecido dentro de la relación didáctica y ha pasado a formar parte fundamental del proceso, lo que ha llevado a la institución escolar tradicional a obviar el cómo este es transmitido, centrándose sobre todo en el qué o, en otras palabras, en la necesidad de afianzamiento contenidista en los estudiantes, a cualquier precio.


Volviendo a Chevallard (1991), el sistema didáctico ideal sería aquel en el que el conocimiento esté en constante aparición en cuanto se transforme también en miembro del propio sistema didáctico. De acuerdo con esto, para lograr entender el funcionamiento didáctico sería necesario tener en cuenta tanto lo que ocurre al interior del sistema como lo que ocurre al exterior de él. Es aquí donde aparece el concepto de transposición didáctica entendida como la “bajada” del saber sabio al saber sabido, designando el “paso del saber sabio al saber enseñado” (Chevallard, 1991). La mera transmisión contenidista daría paso al funcionamiento del sistema didáctico en su interior, sin embargo, en el exterior de este obviaría ciertos elementos que condicionarían esta operación. Podríamos aventurarnos a decir que la escuela, entonces, favorecería la escisión entre el contenido disciplinar y el escolar; en otros términos, diríamos que todo contenido escolar ha sido reducido ideológicamente, por ejemplo, mediante la selección curricular, por lo tanto, el sistema didáctico estaría obviando la perspectiva ideológica que lo compondría como un elemento que formaría parte del exterior de este sistema.

Para Chevallard (1991), efectivamente existiría un exterior que manejaría las decisiones políticas que tienen que ver con la selección de saberes: la noosfera. La noosfera está compuesta por la sociedad, pero no por cualquier miembro de esta sino por los representantes de los elementos de la triada didáctica (educador-educando-saber). En el plano de la noosfera es donde se negocia, se piensa y se discute en cuanto es el centro operacional de la transposición didáctica en la medida en que en este lugar se manipula el saber, seleccionando aquellos elementos del saber sabio que serán sometidos a la bajada o transposición (Chevallard, 1991).

¿Qué pasa con el saber, entonces? Es posible criticar la atemporalidad de éste otorgándole un valor especial a la comprensión al señalar que esta debe ser esencial en la transmisión del saber; en estos términos -y citando a Aristóteles- el autor señala que saber y enseñanza son conceptos inseparables. Esta afirmación se ha arraigado tanto en la historia de la educación que en la actualidad parece incuestionable, sin embargo, la connotación de cada uno de los términos -por una parte, “saber” y, por la otra, “enseñanza”- ha variado según las interpretaciones subjetivas de cada individuo, cruzadas por creencias individuales e incluso experiencias en relación con la educación, lo que se ha traducido de forma sostenida en el entendimiento de que el saber se constituye casi exclusivamente por los contenidos (los conceptos enseñados) y la enseñanza (por la acción de transmitir unilateralmente y de forma vertical esos saberes). De acuerdo con esto, entonces, podemos sostener que existe en la actualidad una valoración absoluta del contenido, lo que constituye una especie de mecanicidad traducida en una crisis de los conceptos enseñados, los que se apropian casi por acto reflejo, sin posibilidad de cuestionamiento por parte de los sujetos, tanto los que enseñan como los que reciben la enseñanza, quienes adoptan un rol pasivo en el proceso: los conceptos, el saber, existe como una especie de verdad absoluta. En esta crisis, asistimos a una infravaloración del sujeto estudiante en cuanto no se vislumbra su potencial transformador. Desde nuestro punto de vista, esta crítica perfectamente podría extenderse al rol docente porque, como parte fundamental del sistema didáctico, tampoco cuestiona el contenido, no realiza un mayor análisis de este en torno al saber disciplinario, por ejemplo. No discute en su especialidad el carácter de la verdad precisamente porque existe una suerte de historia en la que él mismo también fue alumno y “aprendió” a no cuestionar la verdad que se le transmitía. Su conjunto de creencias y experiencias, entonces, aportarían a que desarrollara un rol pasivo en el proceso didáctico.


En la crisis por la que atraviesan los conceptos de enseñanza y saber, resulta inquietante detenerse en el hecho de que, en la educación, como disciplina, no existiría una pregunta real acerca de la naturaleza del conocimiento, esto es, no hay mayor detención para cuestionarse acerca de la construcción individual del conocimiento, lo que resultaría vital para poder tratar de entender nociones tan básicas como la diversidad de estilos de aprendizaje, por ejemplo. Esta afirmación es coherente si pensamos en la situación escolar habitual (y de crisis) tan tendiente a la homogeneización de los sujetos al interior de la sala de clases, a quienes se les transmiten saberes que -además de no ser cuestionados- se estandarizan entendiendo que todos los estudiantes al interior de la sala aprenden de la misma forma, por lo tanto, construyen el conocimiento de forma homogénea. Resulta imperativo hacerse cargo de que en la historia de la educación se ha asistido más que nada a un cambio de foco en cuanto a conocimiento más que a la adopción o discusión en torno a algún paradigma epistemológico, como no se ha cuestionado la naturaleza del conocimiento tampoco se ha cuestionado la verdad ni cómo esta debiese circunscribirse al sujeto.

En relación con el complejo escenario de la didáctica, Bolívar (2005) se hace parte del debate en torno al saber y su transmisión proponiendo la combinación de la reflexión teórica y práctica en los docentes en el proceso didáctico. Acá aparece, entonces, la consideración del profesor en un nuevo rol, el de mediador. El profesor como mediador tendrá que ser un sujeto que reúna habilidades y características particulares, entendiendo que el conocimiento académico será necesario, pero no suficiente, en la medida en que el mediador deberá tener la capacidad de transformar ese conocimiento, volviéndolo significativo y relevante para él mismo y para la diversidad de estudiantes que tiene en el aula. Bolívar (2005) recoge la necesidad de que el docente pueda apropiarse del conocimiento para un correcto ejercicio didáctico: no bastará solamente con el conocimiento de la materia o disciplina de estudio sino que se requerirá de una habilidad distinta para poder lograr una transmisión efectiva del conocimiento; se hace necesario, entonces, un conocimiento tanto de la materia como del contenido, es decir, no se considerará solamente la transmisión del conocimiento como la bajada y transposición didáctica de la que hablaba Chevallard, sino que se complementa dicho planteamiento con la consideración absoluta del rol social de la acción pedagógica en cuanto esta construye un nuevo saber teniendo en cuenta distintos contextos (el contenido, por ejemplo).

En términos del planteamiento de Bolívar, el proceso didáctico podrá considerarse de una forma mucho más completa y compleja porque no se orienta simplemente en la transmisión de metodologías como recetas a seguir para una correcta bajada del saber sabio al saber enseñado, sino que conjugará diversos factores que estarán presentes en el aula (el contexto). Dentro del proceso de transmisión didáctica, el conocimiento seguirá siendo central, pero este conocimiento no se va a referir solamente al saber contenidista o disciplinar, sino que tendrá que tener presente el “conocimiento de la comprensión de los alumnos, conocimiento de los materiales curriculares, estrategias didácticas y procesos instructivos y conocimiento de los propósitos o fines de la enseñanza de la materia” (Bolívar, 2005:7). El rol social de la enseñanza se reivindica y se la circunscribe dentro de un plano más amplio y, si se quiere, más reflexivo. Consideramos fundamental este punto puesto que nos permite centrarnos en la reflexión del plano social de la transferencia didáctica, no solo desde un punto de vista metodológico o epistemológico, sino también teniendo en cuenta a los sujetos que se involucran en el proceso. La recontextualización, entonces, debiese darse no solamente considerando el saber sabio propio de cada disciplina sino también teniendo en cuenta los diversos contextos. Solo de esta manera es posible, a nuestro juicio, que el rol de los profesores se pueda llevar a cabo en forma efectiva si los consideramos mediadores entre el conocimiento y los estudiantes.


Abandonando la perspectiva del conocimiento puro y asumiendo que este se instala como un miembro de una triada al interior de la sala de clases, entendemos que el conocimiento -o el saber enseñado, en términos de Chevallard- va a asumir una forma determinada dentro de la sala de clases. En este sentido, no solo Chevallard reconoce que existe una transformación de saberes en el aula sino que también lo hace Edwards (1995) cuando señala que en la escuela lo que ocurre es una reconstrucción del conocimiento en cuanto este adquiere una existencia gracias a la mediación. No se podría considerar el conocimiento o el saber, entonces, como una atemporalidad puesto que se trataría de una reconstrucción social y, en este caso, de un ordenamiento particular de la realidad; el saber, en términos del planteamiento de Edwards, no podría permanecer aislado, sino que llevaría consigo algunos elementos pertenecientes al propio mediador: su historia y sus significaciones. De esta manera, el contenido -el saber sabio- no sería completamente independiente de la forma en que se presenta porque dicha forma tendría significados que se le agregarían al contenido inicial generando uno nuevo. En este sentido, el proceso de transformación del saber no es aislado del contexto ni ocurre de forma “pura” o independiente de él sino que se nutre de las concepciones culturales e intelectuales del mediador, de sus creencias y valores, generando un nuevo saber a transmitir que, indudablemente, será distinto al saber sabio inicial pero que no por eso carecerá de temporalidad y de subjetividad, porque se produce en medio de un proceso social en el que están involucrados sujetos que son también parte de ese proceso.

Para describir la existencia del conocimiento dentro de la escuela, Edwards (1995) señala la existencia de la lógica del contenido y de la lógica de la interacción: la primera tiene que ver con la abstracción y la existencia del saber en cuanto a grado de formalización y a la pretensión de verdad cuando se transmite, mientras que la segunda tiene que ver con el discurso -explícito e implícito- con el que se transmite el conocimiento en relación con otro.

En definitiva, ¿cuál es el rol del maestro dentro de este proceso didáctico? El maestro es, efectivamente, un mediador: reelabora el contenido y representa una autoridad en cuanto toma un rol y media entre el estudiante y el conocimiento mismo, construyendo de esta forma distintos tipos de conocimiento: tópico, de aplicación y situacional (Edwards, 1995). En los dos primeros, existe una subordinación del sujeto al conocimiento, mientras que en el tercero es el sujeto el protagonista del proceso. El conocimiento situacional, según Edwards, sería el que posibilita el protagonismo del sujeto en cuanto le permite la comprensión del conocimiento y lo libera de la enajenación al transformarse en un punto intermedio entre el mundo y el hombre. Al mediador, entonces, le tocará jugar un rol en el que ligue al sujeto con su situación, permitiéndole vincularse tanto con el conocimiento como con su propio mundo.


Nos hemos referido a la práctica pedagógica, dentro del ejercicio didáctico, como una práctica social, entendiendo incluso que la didáctica como disciplina tiene precisamente un rol social arraigado. Respecto a estas afirmaciones, surgen una serie de interrogantes: ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la práctica pedagógica? ¿Hablamos de la escuela? ¿Hablamos de la enseñanza? La práctica pedagógica se ha significado casi por excelencia dentro de la escuela como espacio principal, siendo esta una de las mayores construcciones de la modernidad en cuanto se transforma desde esta época en un símbolo del progreso (Pineau et al, 2001). La escuela viene a representar desde sus más profundos orígenes una especie de invento social que se legitimaría -desde el siglo XVIII hasta nuestros días- como un espacio único de transmisión de saberes y perpetuación de la cultura, un lugar al que se acude para aprender, conocer y “surgir” -en el entendido de la movilidad social, rol y característica que se le ha atribuido a la escuela como gran ventaja-. La escuela, como institución, representa también una total paradoja (Pineau et al, 2001) porque es un espacio en el que se transmiten conocimientos, pero también es una zona de reproducción social por excelencia, en la que se seleccionan los saberes que serán transmitidos y perpetuados no solamente desde el conocimiento duro y disciplinar sino también en lo que se refiere a los modos de ser y de ver el mundo, regulando artificialmente la vida cotidiana en diferentes aspectos. 

Entendiendo a la educación como un fenómeno social que genera formas intencionadas para transferir, reproducir y mantener la cultura acumulada por una sociedad, entenderemos el sistema educativo escolar como una materialización de esa intención. Mirándolo, en la actualidad, dicha intencionalidad no ha cambiado e incluso se ha arraigado en la sociedad, entendiendo esta transmisión cultural en forma de reproducción como una de las virtudes del sistema escolar, en cuanto homogeneiza. Es necesario analizar estos argumentos desde los intereses de la pedagogía, puesto que la etiqueta de “aparato de reproducción” (pensándola, inclusive, en términos de Bourdieu y Passeron) reviste una responsabilidad tremenda: desde este punto resulta sumamente necesario hacer conscientes las prácticas pedagógicas y analizarlas principalmente a la hora de considerar la diversidad de sujetos que asisten a la sala de clases a obtener precisamente el conocimiento, labor que se la ha otorgado a la escuela por esencia. El hecho de tener en cuenta el factor de necesidad de análisis de las prácticas podría llevarnos a profundizar en ellas para lograr una transformación y mejora que atienda a esa individualidad y que considere que la cultura es también aquello que está más allá de los muros de la escuela.


En términos de Pineau et al. (2001), efectivamente asistimos a un triunfo de la escuela como institución, pues, en términos sociales ha tenido diferentes repercusiones, no solo porque se le considera como el espacio de transmisión cultural por excelencia sino también porque poco a poco se le atribuyen funciones, como la de constructora de la sociedad, generadora de ciudadanos y transmisora eficaz de distintos tipos de conocimientos, que deben ser útiles al estudiante-sujeto para la supervivencia en el mundo cotidiano. La escuela, en cuanto acoge en su interior a la enseñanza como práctica social, es también un fenómeno colectivo. La pedagogía, como disciplina pendiente de este fenómeno y de lo que ocurre en la escuela, comenzará a cuestionarse acerca del cómo, acerca de la construcción y la bajada de los diferentes saberes para coaccionar sobre el colectivo, tal como mencionábamos con anterioridad. Surge entonces la necesidad de que la escuela se constituya con especialistas que no solo manejen contenidos conceptuales, sino que también sean referentes de conducta (Pineau et al., 2001), que tengan ese “algo” más allá de lo disciplinar, como planteaba Bolívar. En este punto comienza a enraizarse una de las características de la escuela por excelencia en relación con sus actores: la asimetría.


Las relaciones sociales al interior de la escuela se reproducen en base al desnivel histórico que existe entre profesores y alumnos, en el entendido de que se da una relación entre “expertos” e “inexpertos”, relación perpetuada por la tradición de la escuela moderna, que se ha encargado de perpetuar la necesidad de esa desigualdad basada principalmente en que hay un sujeto distinto, “el que sabe” (y debe transmitir conceptos y formas de comportamiento), que le enseña a otro, “el que no sabe” (y debe aprender teoría y modelos de conducta). En el afán por constituirse como un cuerpo de especialistas ejemplares en todo ámbito, la escuela ha caído en el vicio de relevar un tipo de conocimiento por sobre otro en base a una importancia definida principalmente por la sociedad. En este sentido, lo que se ha legitimado como fundamental en cuanto a transmisiones de conocimiento es el contenido académico, el llamado “saber escolar”, al que se le ha sometido a examen a través de los alumnos. De esta manera, entonces, la escuela realiza un ordenamiento de saberes, entendidos principalmente como contenidos, respondiendo a una necesidad de uniformización: no solo se seleccionan y ordenan saberes de más a menos importantes, sino que también se universaliza el modo de transmisión de estos casi recogiendo la idea de que el estudiante sigue siendo una tabula rasa que debe llenarse de conocimiento, sin importar su individualidad. Es necesario detenerse en relación con este punto: el cómo transmitir el saber escolar, que muchas veces constituye un saber recortado y sin contextualización.

Más allá de juzgar intenciones, al buscar una forma de bajar los conceptos manejados por el docente al aprendiz, alertamos de la necesidad de observar críticamente el hecho de que ese “cómo” se ha transformado en una búsqueda desesperada de estrategias de enseñanza efectiva más que en una reflexión del proceso pedagógico y de la acción educativa propiamente tal. En el afán de lograr una fórmula se ha homogeneizado el proceso sin tener en cuenta las individualidades de los actores implicados, principalmente de los estudiantes. En relación con esto, podemos afirmar que el saber escolar se ha transformado en una compilación de saberes recortados que no tienen mayor sentido para los estudiantes, puesto que no ven una contextualización en dichos contenidos y, por lo tanto, no les resulta útil aprenderlos.

No debemos olvidar que la enseñanza es una práctica social y, además, es una práctica que se construye y conjuga en el día a día, por lo tanto, podemos afirmar que es una práctica social viva, de modo que el concepto de enseñanza aludirá principalmente al objeto de estudio de la didáctica. Como no se trata de un concepto aislado sino de uno que está en constante relación e interacción con otros sujetos, es necesario que se pueda examinar en los contextos sociales en los que se desenvuelve. Cada uno de esos contextos tiene sus propias características, por lo tanto, no es cien por ciento similar a otro; las personas que están presentes dentro de dichos contextos tampoco serán idénticas, por el contrario, tendrán visiones del mundo distintas, capitales culturales también diversos, formas de ver la vida cruzadas por experiencias personales o por vivencias específicas que nunca serán iguales a las de otro individuo.


En este sentido, la enseñanza viene a ser una interacción, una dinámica que se da mayoritariamente dentro de la escuela y que se establece en una relación pedagógica en la que existe una intención: la de enseñar. Entendiendo, entonces, los diversos contextos e individualidades, es posible entender a la enseñanza como un fenómeno social y también como una práctica social viva, en la medida en que interacciona con sujetos distintos, abarcando distintas áreas del conocimiento, transformando y transformándose a sí misma, influenciada por otros fenómenos: no es estática, se adecua a los contextos y debiese, por tanto, considerarlos también a la hora de hablar del “cómo” se enseña.

Nos queda como corolario, la necesidad relevante de seguir pensando el papel de las creencias de los profesores en el acto didáctico, entendido éste como práctica social viva, histórica y compleja, estrechamente dependiente del contexto y de las condiciones ideológicas y de dominación que se vivencian y construyen en la escuela moderna. No hacerlo, a la hora de normar y esperar una cierta atención de la diversidad en el aula, es sencillamente una quimera. O, al menos, una más de las políticas públicas nacidas desde el despotismo y la periferia del aula y de políticas educativas vacías de alma pedagógica (si es que a la pedagogía le pedimos ese saber pedagógico que resulta de la contextualización y la reflexión en la escuela).


Referencias:

  1. Bolívar, A. (2005). “Conocimiento didáctico del contenido y didácticas específicas. Profesorado. Revista de currículum y formación del profesorado, 9, 2.
  2. Bourdieu, P. y Passeron, J.C. (1977).  La Reproducción: Elementos para una Teoría del Sistema de Enseñanza. España: Laia.
  3. Camilloni, A. (2007). “Los profesores y el saber didáctico”. En: Camilloni, A. et al. El saber didáctico. Buenos Aires: Paidós.
  4. Chevallard, Y. (1991). La transposition didactique. Du savoir savant au savoir enseigné. (2a Edición en colaboración con Marie-Alberte Joshua), Grenoble, Francia: La Pensée Sauvage, Editions.
  5. Edwards, V. (1995). “Las formas del conocimiento en el aula”. En: Rockwell, E. (coordinadora). La escuela cotidiana. México: Editorial Fondo de Cultura Económica, México.
  6. Pineau, P., Dussel, I. y Caruso, M. (2001). La escuela como máquina de educar. Buenos Aires, Argentina: Paidós.

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