Patricia Neira
Profesora de
Lenguaje y Comunicación.
Magíster en
Educación, Mención Didáctica e Innovación Pedagógica.
Este artículo busca abordar
el problema de las creencias de los profesores en relación con la diversidad.
Esto, en virtud de lo importante que es reconocer que las decisiones que toman
los sujetos -mediadas por sus creencias sobre los fenómenos que ocurren en el
aula- son desencadenantes de una determinada práctica pedagógica: “las
creencias de los docentes tienen efectos sobre la enseñanza y es imprescindible
ocuparse de ellas, ya que los alumnos pueden ser las víctimas de ideas erróneas
y prácticas inadecuadas” (Camilloni, 2007:44). De acuerdo con esto, es preciso
señalar también que el problema de las creencias de los docentes se transforma
en un asunto que debe ser abordado desde una perspectiva en la que los
conceptos de didáctica y saber pedagógico se imbriquen para favorecer la
reflexión pedagógica.
Para hablar de estos
conceptos es necesario tener en cuenta el objetivo de la enseñanza. Digamos que
el objetivo principal de la enseñanza tendría que ver con la transmisión de
conocimientos, así, los profesores -como agentes de transmisión de conocimientos-
y los estudiantes -como “receptores”- estarían condicionados por la formación
que han tenido previamente (académica o moral, por ejemplo); por lo tanto, el
contenido del saber repercutiría en diferentes aspectos de ellos, incluida su
disposición cognitiva. En relación con esto, la escuela jugaría un rol central
a la hora de la reproducción cuantitativa de saberes, en cuanto los ámbitos de
instrucción son siempre disímiles, por lo tanto el conocimiento escolar no
potenciaría el descubrimiento, puesto que trata de homogeneizar el proceso. Al
respecto, se ha planteado plantea una crítica que parece muy atingente en
cuanto la estructura no solo teniendo en cuenta la homogeneización reproducida
por la institución escolar sino también porque aborda el compromiso ideológico
de la institución escolar sobre la base histórica de la concepción de la labor
educativa, la que ha dado paso, por ejemplo, a la consideración del concepto de
didáctica como intrínsecamente ligado al conocimiento, a las metodologías
entendidas como pasos a seguir sin dar la posibilidad real al sujeto aprendiz
de ser protagonista del proceso.
Respecto del carácter del conocimiento, incuestionable desde la perspectiva de la didáctica tradicional entendida como el paraguas bajo el cual descansan los conocimientos duros transmitidos por la escuela, es necesario cuestionar la imposición de contenidos, la falta del concepto de comprensión en el proceso de transmisión -el que, posteriormente, se ligará al concepto de diversidad- y al hecho de que el saber se presente como exiliado de sus orígenes, en una atemporalidad que le acomoda a la escuela tradicional y a la misión de transmisión de saberes de esta. El saber sabio (Chevallard, 1991) en la escuela se ha fortalecido dentro de la relación didáctica y ha pasado a formar parte fundamental del proceso, lo que ha llevado a la institución escolar tradicional a obviar el cómo este es transmitido, centrándose sobre todo en el qué o, en otras palabras, en la necesidad de afianzamiento contenidista en los estudiantes, a cualquier precio.
Volviendo a
Chevallard (1991), el sistema didáctico ideal sería aquel en el que el
conocimiento esté en constante aparición en cuanto se transforme también en
miembro del propio sistema didáctico. De acuerdo con esto, para lograr entender
el funcionamiento didáctico sería necesario tener en cuenta tanto lo que ocurre
al interior del sistema como lo que ocurre al exterior de él. Es aquí donde
aparece el concepto de transposición
didáctica entendida como la “bajada” del saber sabio al saber sabido,
designando el “paso del saber sabio al saber enseñado” (Chevallard, 1991). La
mera transmisión contenidista daría paso al funcionamiento del sistema
didáctico en su interior, sin embargo, en el exterior de este obviaría ciertos
elementos que condicionarían esta operación. Podríamos aventurarnos a decir que
la escuela, entonces, favorecería la escisión entre el contenido disciplinar y
el escolar; en otros términos, diríamos que todo contenido escolar ha sido
reducido ideológicamente, por ejemplo, mediante la selección curricular, por lo
tanto, el sistema didáctico estaría obviando la perspectiva ideológica que lo
compondría como un elemento que formaría parte del exterior de este sistema.
Para Chevallard
(1991), efectivamente existiría un exterior que manejaría las decisiones
políticas que tienen que ver con la selección de saberes: la noosfera. La noosfera está compuesta por
la sociedad, pero no por cualquier miembro de esta sino por los representantes
de los elementos de la triada didáctica (educador-educando-saber). En el plano
de la noosfera es donde se negocia, se piensa y se discute en cuanto es el
centro operacional de la transposición didáctica en la medida en que en este
lugar se manipula el saber, seleccionando aquellos elementos del saber sabio
que serán sometidos a la bajada o transposición (Chevallard, 1991).
¿Qué pasa con el
saber, entonces? Es posible criticar la atemporalidad de éste otorgándole un
valor especial a la comprensión al señalar que esta debe ser esencial en la
transmisión del saber; en estos términos -y citando a Aristóteles- el autor
señala que saber y enseñanza son conceptos inseparables. Esta afirmación se ha
arraigado tanto en la historia de la educación que en la actualidad parece
incuestionable, sin embargo, la connotación de cada uno de los términos -por
una parte, “saber” y, por la otra, “enseñanza”- ha variado según las
interpretaciones subjetivas de cada individuo, cruzadas por creencias
individuales e incluso experiencias en relación con la educación, lo que se ha
traducido de forma sostenida en el entendimiento de que el saber se constituye
casi exclusivamente por los contenidos (los conceptos enseñados) y la enseñanza
(por la acción de transmitir unilateralmente y de forma vertical esos saberes).
De acuerdo con esto, entonces, podemos sostener que existe en la actualidad una
valoración absoluta del contenido, lo que constituye una especie de mecanicidad
traducida en una crisis de los conceptos enseñados, los que se apropian casi
por acto reflejo, sin posibilidad de cuestionamiento por parte de los sujetos,
tanto los que enseñan como los que reciben la enseñanza, quienes adoptan un rol
pasivo en el proceso: los conceptos, el saber, existe como una especie de
verdad absoluta. En esta crisis, asistimos a una infravaloración del sujeto
estudiante en cuanto no se vislumbra su potencial transformador. Desde nuestro
punto de vista, esta crítica perfectamente podría extenderse al rol docente
porque, como parte fundamental del sistema didáctico, tampoco cuestiona el
contenido, no realiza un mayor análisis de este en torno al saber disciplinario,
por ejemplo. No discute en su especialidad el carácter de la verdad
precisamente porque existe una suerte de historia en la que él mismo también
fue alumno y “aprendió” a no cuestionar la verdad que se le transmitía. Su
conjunto de creencias y experiencias, entonces, aportarían a que desarrollara
un rol pasivo en el proceso didáctico.
En la crisis por la
que atraviesan los conceptos de enseñanza y saber, resulta inquietante
detenerse en el hecho de que, en la educación, como disciplina, no existiría
una pregunta real acerca de la naturaleza del conocimiento, esto es, no hay mayor
detención para cuestionarse acerca de la construcción individual del
conocimiento, lo que resultaría vital para poder tratar de entender nociones
tan básicas como la diversidad de estilos de aprendizaje, por ejemplo. Esta
afirmación es coherente si pensamos en la situación escolar habitual (y de
crisis) tan tendiente a la homogeneización de los sujetos al interior de la
sala de clases, a quienes se les transmiten saberes que -además de no ser
cuestionados- se estandarizan entendiendo que todos los estudiantes al interior
de la sala aprenden de la misma forma, por lo tanto, construyen el conocimiento
de forma homogénea. Resulta imperativo hacerse cargo de que en la historia de
la educación se ha asistido más que nada a un cambio de foco en cuanto a
conocimiento más que a la adopción o discusión en torno a algún paradigma
epistemológico, como no se ha cuestionado la naturaleza del conocimiento
tampoco se ha cuestionado la verdad ni cómo esta debiese circunscribirse al
sujeto.
En relación con el
complejo escenario de la didáctica, Bolívar (2005) se hace parte del debate en
torno al saber y su transmisión proponiendo la combinación de la reflexión
teórica y práctica en los docentes en el proceso didáctico. Acá aparece,
entonces, la consideración del profesor en un nuevo rol, el de mediador. El
profesor como mediador tendrá que ser un sujeto que reúna habilidades y
características particulares, entendiendo que el conocimiento académico será necesario,
pero no suficiente, en la medida en que el mediador deberá tener la capacidad
de transformar ese conocimiento, volviéndolo significativo y relevante para él
mismo y para la diversidad de estudiantes que tiene en el aula. Bolívar (2005)
recoge la necesidad de que el docente pueda apropiarse del conocimiento para un
correcto ejercicio didáctico: no bastará solamente con el conocimiento de la
materia o disciplina de estudio sino que se requerirá de una habilidad distinta
para poder lograr una transmisión efectiva del conocimiento; se hace necesario,
entonces, un conocimiento tanto de la materia como del contenido, es decir, no
se considerará solamente la transmisión del conocimiento como la bajada y
transposición didáctica de la que hablaba Chevallard, sino que se complementa
dicho planteamiento con la consideración absoluta del rol social de la acción
pedagógica en cuanto esta construye un nuevo saber teniendo en cuenta distintos
contextos (el contenido, por ejemplo).
En términos del
planteamiento de Bolívar, el proceso didáctico podrá considerarse de una forma
mucho más completa y compleja porque no se orienta simplemente en la
transmisión de metodologías como recetas a seguir para una correcta bajada del
saber sabio al saber enseñado, sino que conjugará diversos factores que estarán
presentes en el aula (el contexto). Dentro del proceso de transmisión
didáctica, el conocimiento seguirá siendo central, pero este conocimiento no se
va a referir solamente al saber contenidista o disciplinar, sino que tendrá que
tener presente el “conocimiento de la comprensión de los alumnos, conocimiento
de los materiales curriculares, estrategias didácticas y procesos instructivos
y conocimiento de los propósitos o fines de la enseñanza de la materia”
(Bolívar, 2005:7). El rol social de la enseñanza se reivindica y se la
circunscribe dentro de un plano más amplio y, si se quiere, más reflexivo.
Consideramos fundamental este punto puesto que nos permite centrarnos en la
reflexión del plano social de la transferencia didáctica, no solo desde un
punto de vista metodológico o epistemológico, sino también teniendo en cuenta a
los sujetos que se involucran en el proceso. La recontextualización, entonces,
debiese darse no solamente considerando el saber sabio propio de cada
disciplina sino también teniendo en cuenta los diversos contextos. Solo de esta
manera es posible, a nuestro juicio, que el rol de los profesores se pueda
llevar a cabo en forma efectiva si los consideramos mediadores entre el
conocimiento y los estudiantes.
Abandonando
la perspectiva del conocimiento puro y asumiendo que este se instala como un
miembro de una triada al interior de la sala de clases, entendemos que el
conocimiento -o el saber enseñado, en términos de Chevallard- va a asumir una
forma determinada dentro de la sala de clases. En este sentido, no solo
Chevallard reconoce que existe una transformación de saberes en el aula sino
que también lo hace Edwards (1995) cuando señala que en la escuela lo que
ocurre es una reconstrucción del conocimiento en cuanto este adquiere una
existencia gracias a la mediación. No se podría considerar el conocimiento o el
saber, entonces, como una atemporalidad puesto que se trataría de una
reconstrucción social y, en este caso, de un ordenamiento particular de la
realidad; el saber, en términos del planteamiento de Edwards, no podría permanecer
aislado, sino que llevaría consigo algunos elementos pertenecientes al propio
mediador: su historia y sus significaciones. De esta manera, el contenido -el
saber sabio- no sería completamente independiente de la forma en que se
presenta porque dicha forma tendría significados que se le agregarían al
contenido inicial generando uno nuevo. En este sentido, el proceso de
transformación del saber no es aislado del contexto ni ocurre de forma “pura” o
independiente de él sino que se nutre de las concepciones culturales e
intelectuales del mediador, de sus creencias y valores, generando un nuevo
saber a transmitir que, indudablemente, será distinto al saber sabio inicial
pero que no por eso carecerá de temporalidad y de subjetividad, porque se
produce en medio de un proceso social en el que están involucrados sujetos que
son también parte de ese proceso.
Para
describir la existencia del conocimiento dentro de la escuela, Edwards (1995)
señala la existencia de la lógica del contenido y de la lógica de la
interacción: la primera tiene que ver con la abstracción y la existencia del
saber en cuanto a grado de formalización y a la pretensión de verdad cuando se
transmite, mientras que la segunda tiene que ver con el discurso -explícito e
implícito- con el que se transmite el conocimiento en relación con otro.
En
definitiva, ¿cuál es el rol del maestro dentro de este proceso didáctico? El
maestro es, efectivamente, un mediador: reelabora el contenido y representa una
autoridad en cuanto toma un rol y media entre el estudiante y el conocimiento
mismo, construyendo de esta forma distintos tipos de conocimiento: tópico, de
aplicación y situacional (Edwards, 1995). En los dos primeros, existe una
subordinación del sujeto al conocimiento, mientras que en el tercero es el
sujeto el protagonista del proceso. El conocimiento situacional, según Edwards,
sería el que posibilita el protagonismo del sujeto en cuanto le permite la
comprensión del conocimiento y lo libera de la enajenación al transformarse en
un punto intermedio entre el mundo y el hombre. Al mediador, entonces, le
tocará jugar un rol en el que ligue al sujeto con su situación, permitiéndole
vincularse tanto con el conocimiento como con su propio mundo.
Nos hemos referido a
la práctica pedagógica, dentro del ejercicio didáctico, como una práctica
social, entendiendo incluso que la didáctica como disciplina tiene precisamente
un rol social arraigado. Respecto a estas afirmaciones, surgen una serie de
interrogantes: ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la práctica pedagógica?
¿Hablamos de la escuela? ¿Hablamos de la enseñanza? La práctica pedagógica se
ha significado casi por excelencia dentro de la escuela como espacio principal,
siendo esta una de las mayores construcciones de la modernidad en cuanto se
transforma desde esta época en un símbolo del progreso (Pineau et al, 2001). La
escuela viene a representar desde sus más profundos orígenes una especie de
invento social que se legitimaría -desde el siglo XVIII hasta nuestros días- como
un espacio único de transmisión de saberes y perpetuación de la cultura, un
lugar al que se acude para aprender, conocer y “surgir” -en el entendido de la
movilidad social, rol y característica que se le ha atribuido a la escuela como
gran ventaja-. La escuela, como institución, representa también una total
paradoja (Pineau et al, 2001) porque es un espacio en el que se transmiten conocimientos,
pero también es una zona de reproducción social por excelencia, en la que se
seleccionan los saberes que serán transmitidos y perpetuados no solamente desde
el conocimiento duro y disciplinar sino también en lo que se refiere a los
modos de ser y de ver el mundo, regulando artificialmente la vida cotidiana en
diferentes aspectos.
Entendiendo a la
educación como un fenómeno social que genera formas intencionadas para
transferir, reproducir y mantener la cultura acumulada por una sociedad,
entenderemos el sistema educativo escolar como una materialización de esa
intención. Mirándolo, en la actualidad, dicha intencionalidad no ha cambiado e
incluso se ha arraigado en la sociedad, entendiendo esta transmisión cultural
en forma de reproducción como una de las virtudes del sistema escolar, en
cuanto homogeneiza. Es necesario analizar estos argumentos desde los intereses
de la pedagogía, puesto que la etiqueta de “aparato de reproducción” (pensándola,
inclusive, en términos de Bourdieu y Passeron) reviste una responsabilidad
tremenda: desde este punto resulta sumamente necesario hacer conscientes las
prácticas pedagógicas y analizarlas principalmente a la hora de considerar la
diversidad de sujetos que asisten a la sala de clases a obtener precisamente el
conocimiento, labor que se la ha otorgado a la escuela por esencia. El hecho de
tener en cuenta el factor de necesidad de análisis de las prácticas podría
llevarnos a profundizar en ellas para lograr una transformación y mejora que
atienda a esa individualidad y que considere que la cultura es también aquello
que está más allá de los muros de la escuela.
En
términos de Pineau et al. (2001), efectivamente asistimos a un triunfo de la
escuela como institución, pues, en términos sociales ha tenido diferentes
repercusiones, no solo porque se le considera como el espacio de transmisión
cultural por excelencia sino también porque poco a poco se le atribuyen
funciones, como la de constructora de la sociedad, generadora de ciudadanos y
transmisora eficaz de distintos tipos de conocimientos, que deben ser útiles al
estudiante-sujeto para la supervivencia en el mundo cotidiano. La escuela, en
cuanto acoge en su interior a la enseñanza como práctica social, es también un
fenómeno colectivo. La pedagogía, como disciplina pendiente de este fenómeno y
de lo que ocurre en la escuela, comenzará a cuestionarse acerca del cómo,
acerca de la construcción y la bajada de los diferentes saberes para coaccionar
sobre el colectivo, tal como mencionábamos con anterioridad. Surge entonces la
necesidad de que la escuela se constituya con especialistas que no solo manejen
contenidos conceptuales, sino que también sean referentes de conducta (Pineau
et al., 2001), que tengan ese “algo” más allá de lo disciplinar, como planteaba
Bolívar. En este punto comienza a enraizarse una de las características de la
escuela por excelencia en relación con sus actores: la asimetría.
Las
relaciones sociales al interior de la escuela se reproducen en base al desnivel
histórico que existe entre profesores y alumnos, en el entendido de que se da
una relación entre “expertos” e “inexpertos”, relación perpetuada por la
tradición de la escuela moderna, que se ha encargado de perpetuar la necesidad
de esa desigualdad basada principalmente en que hay un sujeto distinto, “el que
sabe” (y debe transmitir conceptos y formas de comportamiento), que le enseña a
otro, “el que no sabe” (y debe aprender teoría y modelos de conducta). En el
afán por constituirse como un cuerpo de especialistas ejemplares en todo
ámbito, la escuela ha caído en el vicio de relevar un tipo de conocimiento por
sobre otro en base a una importancia definida principalmente por la sociedad.
En este sentido, lo que se ha legitimado como fundamental en cuanto a
transmisiones de conocimiento es el contenido académico, el llamado “saber
escolar”, al que se le ha sometido a examen a través de los alumnos. De esta
manera, entonces, la escuela realiza un ordenamiento de saberes, entendidos principalmente
como contenidos, respondiendo a una necesidad de uniformización: no solo se
seleccionan y ordenan saberes de más a menos importantes, sino que también se
universaliza el modo de transmisión de estos casi recogiendo la idea de que el
estudiante sigue siendo una tabula rasa
que debe llenarse de conocimiento, sin importar su individualidad. Es necesario
detenerse en relación con este punto: el cómo transmitir el saber escolar, que
muchas veces constituye un saber recortado y sin contextualización.
Más
allá de juzgar intenciones, al buscar una forma de bajar los conceptos
manejados por el docente al aprendiz, alertamos de la necesidad de observar
críticamente el hecho de que ese “cómo” se ha transformado en una búsqueda
desesperada de estrategias de enseñanza efectiva más que en una reflexión del
proceso pedagógico y de la acción educativa propiamente tal. En el afán de
lograr una fórmula se ha homogeneizado el proceso sin tener en cuenta las
individualidades de los actores implicados, principalmente de los estudiantes.
En relación con esto, podemos afirmar que el saber escolar se ha transformado
en una compilación de saberes recortados que no tienen mayor sentido para los
estudiantes, puesto que no ven una contextualización en dichos contenidos y,
por lo tanto, no les resulta útil aprenderlos.
No
debemos olvidar que la enseñanza es una práctica social y, además, es una
práctica que se construye y conjuga en el día a día, por lo tanto, podemos
afirmar que es una práctica social viva,
de modo que el concepto de enseñanza aludirá principalmente al objeto de
estudio de la didáctica. Como no se trata de un concepto aislado sino de uno
que está en constante relación e interacción con otros sujetos, es necesario
que se pueda examinar en los contextos sociales en los que se desenvuelve. Cada
uno de esos contextos tiene sus propias características, por lo tanto, no es
cien por ciento similar a otro; las personas que están presentes dentro de
dichos contextos tampoco serán idénticas, por el contrario, tendrán visiones
del mundo distintas, capitales culturales también diversos, formas de ver la
vida cruzadas por experiencias personales o por vivencias específicas que nunca
serán iguales a las de otro individuo.
En
este sentido, la enseñanza viene a ser una interacción, una dinámica que se da
mayoritariamente dentro de la escuela y que se establece en una relación
pedagógica en la que existe una intención: la de enseñar. Entendiendo, entonces,
los diversos contextos e individualidades, es posible entender a la enseñanza
como un fenómeno social y también como una práctica social viva, en la medida
en que interacciona con sujetos distintos, abarcando distintas áreas del conocimiento,
transformando y transformándose a sí misma, influenciada por otros fenómenos:
no es estática, se adecua a los contextos y debiese, por tanto, considerarlos
también a la hora de hablar del “cómo” se enseña.
Nos
queda como corolario, la necesidad relevante de seguir pensando el papel de las
creencias de los profesores en el acto didáctico, entendido éste como práctica
social viva, histórica y compleja, estrechamente dependiente del contexto y de
las condiciones ideológicas y de dominación que se vivencian y construyen en la
escuela moderna. No hacerlo, a la hora de normar y esperar una cierta atención
de la diversidad en el aula, es sencillamente una quimera. O, al menos, una más
de las políticas públicas nacidas desde el despotismo y la periferia del aula y
de políticas educativas vacías de alma pedagógica (si es que a la pedagogía le
pedimos ese saber pedagógico que resulta de la contextualización y la reflexión
en la escuela).
Referencias:
- Bolívar, A. (2005). “Conocimiento didáctico del contenido y didácticas específicas. Profesorado. Revista de currículum y formación del profesorado, 9, 2.
- Bourdieu, P. y Passeron, J.C. (1977). La Reproducción: Elementos para una Teoría del Sistema de Enseñanza. España: Laia.
- Camilloni, A. (2007). “Los profesores y el saber didáctico”. En: Camilloni, A. et al. El saber didáctico. Buenos Aires: Paidós.
- Chevallard, Y. (1991). La transposition didactique. Du savoir savant au savoir enseigné. (2a Edición en colaboración con Marie-Alberte Joshua), Grenoble, Francia: La Pensée Sauvage, Editions.
- Edwards, V. (1995). “Las formas del conocimiento en el aula”. En: Rockwell, E. (coordinadora). La escuela cotidiana. México: Editorial Fondo de Cultura Económica, México.
- Pineau, P., Dussel, I. y Caruso, M. (2001). La escuela como máquina de educar. Buenos Aires, Argentina: Paidós.
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