Leonardo Piña
Doctor en Antropología, Académico
de la Universidad Alberto Hurtado
La literatura más reciente sobre diversidad ha
venido connotando que el grueso de las diferencias suelen abordarse como la falta de algo. Con la comprensión de
la situación de calle ocurre lo mismo, denotando un profundo desconocimiento,
prejuicio y generalización. Así, esta incógnita
social, explicada como extensión de situaciones de deprivación, falta de oportunidades, desempleo, abandono, desórdenes mentales, alcoholismo y/o drogodependencia, también ha sido
caracterizada como refractaria al trabajo y puerta de entrada al mundo del
delito, si es que no una más de sus expresiones propiamente dichas. Factor del
distanciamiento con que se los ha entendido como del que opera en la relación
con ellos, tal cuadro, además de situarlos fuera de su propio rango de acción,
ha inhibido la posibilidad de visualizarlos como partes constituyentes de su
fenómeno, lo mismo del resto de la vida social.
Esos otros están ahora –sino siempre- inhabilitados
comprehensivamente para vivir de otra manera dada su extrema condición de
pobreza, léase infantilizados, y situados consiguientemente al centro de la
caridad, ya que no de la política social, de modo que tal respuesta tampoco ha
supuesto cercanía, acaso compasión. Alternativa bonachona pero todavía
expresión del etnocentrismo de la tribu sedentaria –o del paradigma de la
vivienda, como llama Delgado a lo que “pasa
en los contextos sociales plenamente estructurados del adentro construido” (2007: 39)–, lo que ha
primado acá, como en el anterior caso, es la ignorancia y su minusvaloración,
reforzándose de paso un tipo de abordaje igualmente distanciador, cual es que suponiéndose que en
la apariencia fenoménica de una práctica está su móvil, se deja de avanzar en
la particularización de la experiencia de y en la calle, reduciéndola a
problema social y/o de seguridad social.
Con ello, la disociación de
sus otros elementos componentes no ha dejado ver, entre otros, el espacio para
la libertad personal (y laboral) que también representa, ni el desarrollo en él
de complejas redes de relación y singulares habilidades adaptativas frente a
circunstancias, vitales y de contexto, altamente desfavorables. En suma, la
negación de su condición de actores en propiedad.
La delgada línea,
asimismo, que va desde su conceptualización como homeless, esto es como personas cuyo acceso al abrigo es tan precario
o inexistente que su vida corre peligro (Glasser 1996), hasta su reducción a
problema habitacional dada su contenida situación sin techo, o de exclusión
social de otra forma, implicando un tipo de comprensión altamente simplificador
de las densidades y complejidad de lo real, también ha supuesto otras
consecuencias, esta vez no solo reduciendo a una dimensión su fenómeno o
pensándolos al margen de la vida social y por acción de otros, sino privándolos
de ciudadanía al aparejarla a la disposición de un sitio en la ciudad,
entiéndase domicilio conocido, que aparece como base de la provisión de los
derechos que, por lo mismo, no podrían tener ni reconocérseles[1]. Vida
urbana como modelo de virtud y civilización históricamente construido desde la
colonia a partir de la real decisión de fundar ciudades, su ausencia, en el
caso que acá importa, los convertiría en una suerte de contemporáneos
primitivos que, incapaces de tener y/o tomar posición, tampoco tendrían la
capacidad de decidir y significar sus vidas, menos aún de encontrarle algún
sentido. Lo uno como manifestación de su no tenencia de espacio (posición como
lugar material), y lo otro como indicador de su falta de opinión (posición como
sitio de las ideas), tal infantilización o desconocimiento de su condición de
agentes, vale decir de ser poseedores de “intención
o conciencia de acción” (Barnard & Spencer 1998: 595), ha terminado por
cerrar un círculo alrededor suyo no solo conceptual sino empírico, irónicamente
observable en su cotidiana no visibilización[2].
Ello en relación con el domicilio, lo mismo podría
decirse con respecto al metafórico reconocimiento que se ha hecho de su
inexistencia –ya como personas, ya como ciudadanos–, por vía de la inicial
asignación de identidad, léase carné de identidad, fundacional medida en su
incorporación al Sistema de Protección Social Chile Solidario, más puntualmente
a su Programa Calle, hoy Plan Calle. Primera dimensión de ambos –la
identificación–, y hecho de derecho –la persona y el nombre, según apunta
Marcel Mauss para la tradición latina–, su expropiación, esto es la facultad de
otorgarlo y representarlo en un papel por medio de un tercero, no solo resulta
bastante próxima con la reducción anotada arriba sino con la histórica
exclusión que de tal condición fueron objeto los esclavos, en la Roma clásica,
quienes no podían, sin “cuerpo, ni
antepasados, ni nombre, ni cognomen,
ni bienes propios”, caber en una categoría como la de persona (1971: 326).
Caso similar al de la población en situación de
calle, la privación de la identidad anterior que un acto como el descrito
representa también parece afín, pero en un sentido inverso, con la trayectoria
y profundización de la noción de persona toda vez que, continuando con Mauss,
con la moral estoica se añadirían a su concepto los alcances de voluntad y de
carácter, rasgos que, en relación a los esclavos, no es posible imaginar. En
direcciones contrapuestas, mientras aquéllos son pensados en falta, la noción de
persona anota un giro inalcanzable dado que, por entonces, “la palabra πρόσωπον [persona: la cara] tenía el mismo sentido que persona, máscara, pero también expresa el
personaje que cada uno es y que cada uno quiere ser, su carácter (las dos
palabras suelen ir generalmente unidas), la cara auténtica” (Op. Cit.:
327). Con ello, siguiendo con su elaboración, “se añade un sentido moral al sentido jurídico, sentido de ser
consciente, independiente, autónomo, libre y responsable” (ibíd.),
connotación que acá también se ha estado erosionando y mezquinándoles.
Pues bien, apreciado como problema de vivienda, e
históricamente configurado como expresión de un cierto rechazo al trabajo –por
la no disposición del espíritu que lo valora como bien social–, una similar
lectura de “esos otros que nos convocan” podría hacerse de su más o menos
contemporánea comprensión como
carrera moral del descrédito y en dirección a los bordes de la sociedad –por la
pérdida del rol social asignado en manos del self espontáneo (Berho 1999/2000)[3]–, toda
vez que al enfatizarse lo que se abandona o a lo que se puede llegar, se deja
en segundo término, o suspendida como mínima situación liminal, la experiencia
misma de la errancia y los
significados que a ella y desde ella se otorga por parte de quienes diariamente
la vivencian. Grueso adelgazamiento, la marcación de este tipo de abordaje de
tan paradójico modo intenta destacar la no observación de su fenómeno, aunque
parezca de perogrullo, desde su mismo fenómeno, es decir, con cargo a un punto
de vista émico capaz de concentrarse
en el viaje que toda situación liminal supone y que no solo sería, siguiendo al
británico Víctor Turner, una línea o límite demarcando etapas (1981). Rica,
creativa y abierta frontera a la manera en que el antropólogo e
historiador Michel de Certeau (1999) y el también antropólogo Renato Rosaldo
(1991) entienden los márgenes, el tránsito, y ya no únicamente la transición de
uno a otro lado de la liminalidad,
apuntaría, de acuerdo a su condición de viaje, más que a lo sincrónico o
acrónico de esos puntos ya deslindados en el mapa –la partida y meta de una
carrera en este caso–, a la diacronía, que como apunta Delgado convertiría “una articulación temporal de lugares en una
secuencia espacial de puntos” (2007: 69).
Equívoco
imputable, según este mismo autor, al francés Marc Augé cuando a propósito de
la distinción entre lugar y no-lugar concibe a este último como “lugar de paso” y no como “el paso por un lugar” dada la carencia
de marcas y memoria que lo definiría (ibíd.), también lo es, pero de otro modo,
del aludido Berho cuando no repara, en especial en sus primeros trabajos, en el
sentido del viaje expresado con y a través de sus vidas por parte de los torrantes, las personas en situación de
calle que ha venido estudiando durante el último tiempo en la sureña ciudad de
Temuco (1998; 1999/2000). Sí observado por el sociólogo chileno Gonzalo
Falabella (1970) y los historiadores Gabriel
Salazar (1990), José Bengoa (1988), y otra vez Salazar en un trabajo con Julio
Pinto (2002a), sus lecturas de la salida del campo de vastos contingentes de
población en distintos momentos de nuestra historia como escenario y destino de
su gradual transformación identitaria (y no solo como medio para conseguir
empleo), les posibilitaría, deteniéndose en
la dimensión más microscópica de la vida social, ampliar el rango de mirada
hacia su comprensión como parte de procesos mayores que, no por estructurantes
y globales, necesariamente han de interpretarse como privando a sus actores de
su presente, local y temporal, vale decir de la posibilidad de significarlos y
por su parte también estructurarlos en el hecho mismo de vivirlos.
En
esta dirección, un estudio realizado en Londres mediante la técnica de la
fotografía participativa también lo observa, esta vez al apuntar a la sobrevivencia de las personas sin hogar
como una práctica que va más allá de la satisfacción de las necesidades básicas
o el establecimiento de una identidad social. Situándola como la expresión
material de una manera de vivir, esto es el conjunto de actos por medio de los
cuales se transforma la calle o la ausencia de casa, precisamente, en casa, los
investigadores ingleses Alan Radley, Darrin Hodgetts y Andrea Cullen indican
que aunque “se podría argumentar que el éxito
o el fracaso de esta empresa es un elemento crucial en el proceso a través del
cual la gente sin casa, se presume, pasa su día. Nuestro punto es que éste no
es solo un pasaje a través del cual la gente se mueve sino una cultura en la
cual ellos se vinculan en mayor o menor grado” (Radley et al. 2005: 275). Ahí un matiz
sustantivo, la interpretación de sus diarias experiencias no como algo por lo
que se pasa en dirección de otra cosa –la búsqueda de alimentos por ejemplo–,
no solo les permitiría relevar la complejidad de su composición en planos, sino
el modo en que expresa más o menos lazo entre ellos y con el resto de la vida
social. Por eso, “porque esta cultura no
está separada de la sociedad sino que es parte de ella”, estos autores
sostienen la necesidad de “conceptualizarla
como una manera de visualizar las relaciones de la gente sin casa con los otros
en la ciudad” (ibíd.).
Más
acá, Marcelo Berho, que cada vez atiende menos a los rasgos psicosociales y
relacionales de tipo desacreditantes
de esta población, y cada vez más a los procesos de interacción y simbolización
que rodean la construcción del fenómeno de la marginación, en sus siguientes
trabajos, sobre todo en su diseño de investigación doctoral, sí se irá
acercando a esta línea al destacar su carácter dialéctico, situacional y
emergente, lo mismo que la existencia de ciertas zonas nubosas de la relación
sujeto/sociedad, o lo que él llama “espacios
grises de perplejidad y contestación” que median en su mutua constitución
(2007: 8). En otras palabras, el área de relación entre las estructuras y el agenciamiento de los sujetos, vale decir
aquella zona que si se entendiera como fronteriza permitiría observar la
circulación de un ancho margen de insumos, materiales y simbólicos, y que así como
antes lo lleva a afirmar que “existen nudos tanto organizacionales como ideológicos que vinculan a
marginales y no-marginales en una intrincada y compleja red de significados y
prácticas” (2005: 45), más adelante lo incita a asumir “la existencia de un sistema de inter-influencias entre la acción
social y simbólica de los sujetos, las condiciones estructurales y los sistemas
simbólicos que organizan material y significativamente el campo de la
marginalidad social como campo de relaciones y significados socioculturales
identificables” (2007: 7-8).
Relación
vectorial en más de un sentido, las contemporáneas personas en situación de
calle que estudian estos últimos cuatro investigadores y que no equivalen,
claramente, a los desplazados migrantes agrícolas invocados por aquellos otros,
al igual que en su caso afrontan presentes cruzados por diversas fuerzas, no
solo plausibles de observar a distinta escala sino de traer a colación o tener
en cuenta, dada la fuga de esa perspectiva no reductora ni marginalizante con
que ha dejado de entendérseles. Fenómeno de tal suerte ligado a la incapacidad
de la hacienda y la pequeña propiedad de retener con trabajo a la creciente
población campesina de nuestro país –y que habría sido resultado, amén de otros
factores, de un lento proceso de capitalización y de los vaivenes de la
inversión sectorial y los impactos y movimiento del capital extranjero–, más
acá, es decir más cerca de la vivencia de quienes debieron salir a la ruta a
tentar por mejor fortuna, tal como con los cortes estratigráficos de la
arqueología deja ver otras dimensiones del mismo, similar y distintamente
importantes en su construcción.
Espacio
de transformación personal y colectivo, en un nivel, y de expansión y
contracción del mercado del trabajo, en otro, tales procesos –como los
ocurridos a comienzos del siglo XX en los Estados Unidos, Argentina y Chile, y
que contextualmente abordan el sociólogo chicagoense Nels Anderson (1923), el
periodista argentino Osvaldo Baigorria (1998) y el ya anotado Falabella (1970)
en sus investigaciones acerca de las específicas figuras de hobos, crotos y torrantes–,
observados en interrelación permiten apreciar, mérito de sus estudios e
independiente de sus enfoques e interpretación, cómo una realidad se desarrolla
en varios planos, más aún porque en su intento por situar sociohistóricamente
la emergencia de estos sujetos la vivencia de su particularidad no termina
adelgazada y, tampoco, sus protagonistas que continúan al centro,
relativamente, de su interés de conocimiento.
Sabedor
de ello este último, de modo permanente busca establecer lazos entre la huella,
o esa singular vida en el camino desarrollada por estos caminantes y que él
interpretó como una suerte de comunismo de subsistencia, por su mancomunado
sistema de compartir bienes y servicios; el torrante,
como el migrante agrícola que en su larga búsqueda de empleo durante el pasado
siglo fue encontrándose con otros y desarrollando, en su interacción, aquel
sistema en movimiento; y el contexto, económico, político y social, que a nivel
nacional e internacional habrían hecho posible, o determinado en sus palabras,
su emergencia como estrato.
Realidad
en varios planos, abarcarla por separado, como él
mismo advierte, no ayudaría a apreciar al torrante
sino “como un hombre marginal, debido
a su dialecto especial, su no común y ‘desviadas’ normas de conducta, y su
desempleo crónico. [Y] no sería
considerado un producto de una sociedad en la que es explotado por
capitalistas, como cualquier otro trabajador” (1970: 87). O lo mantendría,
siguiendo su argumento, como objeto de interés por su exotiquez, pero no de
atención en tanto parte, y no al margen, de la sociedad. Ahí una línea, de su
localización a uno u otro lado no solo se desprenderá el tipo de entendimiento
derivado sino su construcción, emplazamiento y comprensión, en consecuencia,
que se relacionará tanto con sus aspectos materiales como con su más intangible
dimensión simbólica, unos y otra en permanente pugna y transformación.
Más cosas podemos decir para
situar preliminarmente el estado del arte de nuestra comprensión –sino
construcción ideológica y hegemónica- de esos otros que viven en la calle, los
sin casa, empero, el propósito primigenio se ha cumplido. Ya sabemos que somos
todos, estudiosos y legos, solidarios y egoístas, educadores y antropólogos, parte
de un paradigma dominante de tipo “casa-centrista”, doblemente estigmatizador y
excluyente. Es verdad, sobre la vida en situación de calle poco sabemos y poco se quiere llegar a
saber. ¿Por qué ocurre esto? ¿De qué manera la no disposición de una casa desde
donde habitar la ciudad incide en la no cristalización de su estatus ciudadano,
amén de su referido carácter de persona? ¿Qué otras formas de invisibilización, aparte de la
minusvaloración, la compasión o el prejuicio, se dan en torno a ellos? Estas y
otras interrogantes no tienen aún respuesta clara y merecen nuevos y mayores
esfuerzos reflexivos e investigativos.
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[1] Perspectiva recientemente reforzada por
Delgado, su rescate de las ideas de Kant a propósito de que el espacio sería la
“condición de posibilidad de los
fenómenos”, o de que “el concepto de
posición es absolutamente simple, y se identifica con el concepto de ser en
general”, vendría a remarcar este punto de vista dada la asociación entre
ausencia de lugar, la no cristalización en propiedad de un fenómeno y su
consecuente inexistencia (Kant, en Delgado 2007: 67-68).
[2] En antropología, una de las más desafortunadas
intervenciones en esta línea es la del norteamericano Marvin Harris, quien llegó a afirmar
que no sería posible “esperar que los
participantes de los estilos de vida expliquen sus estilos de vida [toda
vez que] la conciencia cotidiana no puede
explicarse a sí misma” (1994: 13).
[3] En camino hacia una nueva identidad que se va
distorsionando, según el antropólogo chileno Marcelo Berho, ésta iría hacia la
predominancia del sí mismo espontáneo, “pero
en una versión dislocada del ideal social y cultural que se traduce en
autoabandono y decadencia, otras veces en obstinación y resignación
autocomplaciente, antes que en cultivo del ego y en profundidad moral”
(1999/2000: 47).
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