sábado, 7 de diciembre de 2013

Esos otros y su vivir en la calle: de la falta a lo marginal


Leonardo Piña
Doctor en Antropología, Académico de la Universidad Alberto Hurtado


La literatura más reciente sobre diversidad ha venido connotando que el grueso de las diferencias suelen abordarse como la falta de algo. Con la comprensión de la situación de calle ocurre lo mismo, denotando un profundo desconocimiento, prejuicio y generalización. Así, esta incógnita social, explicada como extensión de situaciones de deprivación, falta de oportunidades, desempleo, abandono, desórdenes mentales, alcoholismo y/o drogodependencia, también ha sido caracterizada como refractaria al trabajo y puerta de entrada al mundo del delito, si es que no una más de sus expresiones propiamente dichas. Factor del distanciamiento con que se los ha entendido como del que opera en la relación con ellos, tal cuadro, además de situarlos fuera de su propio rango de acción, ha inhibido la posibilidad de visualizarlos como partes constituyentes de su fenómeno, lo mismo del resto de la vida social.

Esos otros están ahora –sino siempre- inhabilitados comprehensivamente para vivir de otra manera dada su extrema condición de pobreza, léase infantilizados, y situados consiguientemente al centro de la caridad, ya que no de la política social, de modo que tal respuesta tampoco ha supuesto cercanía, acaso compasión. Alternativa bonachona pero todavía expresión del etnocentrismo de la tribu sedentaria –o del paradigma de la vivienda, como llama Delgado a lo que “pasa en los contextos sociales plenamente estructurados del adentro construido” (2007: 39)–, lo que ha primado acá, como en el anterior caso, es la ignorancia y su minusvaloración, reforzándose de paso un tipo de abordaje igualmente distanciador, cual es que suponiéndose que en la apariencia fenoménica de una práctica está su móvil, se deja de avanzar en la particularización de la experiencia de y en la calle, reduciéndola a problema social y/o de seguridad social.


Con ello, la disociación de sus otros elementos componentes no ha dejado ver, entre otros, el espacio para la libertad personal (y laboral) que también representa, ni el desarrollo en él de complejas redes de relación y singulares habilidades adaptativas frente a circunstancias, vitales y de contexto, altamente desfavorables. En suma, la negación de su condición de actores en propiedad.

La delgada línea, asimismo, que va desde su conceptualización como homeless, esto es como personas cuyo acceso al abrigo es tan precario o inexistente que su vida corre peligro (Glasser 1996), hasta su reducción a problema habitacional dada su contenida situación sin techo, o de exclusión social de otra forma, implicando un tipo de comprensión altamente simplificador de las densidades y complejidad de lo real, también ha supuesto otras consecuencias, esta vez no solo reduciendo a una dimensión su fenómeno o pensándolos al margen de la vida social y por acción de otros, sino privándolos de ciudadanía al aparejarla a la disposición de un sitio en la ciudad, entiéndase domicilio conocido, que aparece como base de la provisión de los derechos que, por lo mismo, no podrían tener ni reconocérseles[1]. Vida urbana como modelo de virtud y civilización históricamente construido desde la colonia a partir de la real decisión de fundar ciudades, su ausencia, en el caso que acá importa, los convertiría en una suerte de contemporáneos primitivos que, incapaces de tener y/o tomar posición, tampoco tendrían la capacidad de decidir y significar sus vidas, menos aún de encontrarle algún sentido. Lo uno como manifestación de su no tenencia de espacio (posición como lugar material), y lo otro como indicador de su falta de opinión (posición como sitio de las ideas), tal infantilización o desconocimiento de su condición de agentes, vale decir de ser poseedores de “intención o conciencia de acción” (Barnard & Spencer 1998: 595), ha terminado por cerrar un círculo alrededor suyo no solo conceptual sino empírico, irónicamente observable en su cotidiana no visibilización[2].


Ello en relación con el domicilio, lo mismo podría decirse con respecto al metafórico reconocimiento que se ha hecho de su inexistencia –ya como personas, ya como ciudadanos–, por vía de la inicial asignación de identidad, léase carné de identidad, fundacional medida en su incorporación al Sistema de Protección Social Chile Solidario, más puntualmente a su Programa Calle, hoy Plan Calle. Primera dimensión de ambos –la identificación–, y hecho de derecho –la persona y el nombre, según apunta Marcel Mauss para la tradición latina–, su expropiación, esto es la facultad de otorgarlo y representarlo en un papel por medio de un tercero, no solo resulta bastante próxima con la reducción anotada arriba sino con la histórica exclusión que de tal condición fueron objeto los esclavos, en la Roma clásica, quienes no podían, sin “cuerpo, ni antepasados, ni nombre, ni cognomen, ni bienes propios”, caber en una categoría como la de persona (1971: 326).

Caso similar al de la población en situación de calle, la privación de la identidad anterior que un acto como el descrito representa también parece afín, pero en un sentido inverso, con la trayectoria y profundización de la noción de persona toda vez que, continuando con Mauss, con la moral estoica se añadirían a su concepto los alcances de voluntad y de carácter, rasgos que, en relación a los esclavos, no es posible imaginar. En direcciones contrapuestas, mientras aquéllos son pensados en falta, la noción de persona anota un giro inalcanzable dado que, por entonces, “la palabra πρόσωπον [persona: la cara] tenía el mismo sentido que persona, máscara, pero también expresa el personaje que cada uno es y que cada uno quiere ser, su carácter (las dos palabras suelen ir generalmente unidas), la cara auténtica” (Op. Cit.: 327). Con ello, siguiendo con su elaboración, “se añade un sentido moral al sentido jurídico, sentido de ser consciente, independiente, autónomo, libre y responsable” (ibíd.), connotación que acá también se ha estado erosionando y mezquinándoles.


Pues bien, apreciado como problema de vivienda, e históricamente configurado como expresión de un cierto rechazo al trabajo –por la no disposición del espíritu que lo valora como bien social–, una similar lectura de “esos otros que nos convocan” podría hacerse de su más o menos contemporánea comprensión como carrera moral del descrédito y en dirección a los bordes de la sociedad –por la pérdida del rol social asignado en manos del self espontáneo (Berho 1999/2000)[3]–, toda vez que al enfatizarse lo que se abandona o a lo que se puede llegar, se deja en segundo término, o suspendida como mínima situación liminal, la experiencia misma de la errancia y los significados que a ella y desde ella se otorga por parte de quienes diariamente la vivencian. Grueso adelgazamiento, la marcación de este tipo de abordaje de tan paradójico modo intenta destacar la no observación de su fenómeno, aunque parezca de perogrullo, desde su mismo fenómeno, es decir, con cargo a un punto de vista émico capaz de concentrarse en el viaje que toda situación liminal supone y que no solo sería, siguiendo al británico Víctor Turner, una línea o límite demarcando etapas (1981). Rica, creativa y abierta frontera a la manera en que el antropólogo e historiador Michel de Certeau (1999) y el también antropólogo Renato Rosaldo (1991) entienden los márgenes, el tránsito, y ya no únicamente la transición de uno a otro lado de la liminalidad, apuntaría, de acuerdo a su condición de viaje, más que a lo sincrónico o acrónico de esos puntos ya deslindados en el mapa –la partida y meta de una carrera en este caso–, a la diacronía, que como apunta Delgado convertiría “una articulación temporal de lugares en una secuencia espacial de puntos” (2007: 69).


Equívoco imputable, según este mismo autor, al francés Marc Augé cuando a propósito de la distinción entre lugar y no-lugar concibe a este último como “lugar de paso” y no como “el paso por un lugar” dada la carencia de marcas y memoria que lo definiría (ibíd.), también lo es, pero de otro modo, del aludido Berho cuando no repara, en especial en sus primeros trabajos, en el sentido del viaje expresado con y a través de sus vidas por parte de los torrantes, las personas en situación de calle que ha venido estudiando durante el último tiempo en la sureña ciudad de Temuco (1998; 1999/2000). Sí observado por el sociólogo chileno Gonzalo Falabella (1970) y los historiadores Gabriel Salazar (1990), José Bengoa (1988), y otra vez Salazar en un trabajo con Julio Pinto (2002a), sus lecturas de la salida del campo de vastos contingentes de población en distintos momentos de nuestra historia como escenario y destino de su gradual transformación identitaria (y no solo como medio para conseguir empleo), les posibilitaría, deteniéndose en la dimensión más microscópica de la vida social, ampliar el rango de mirada hacia su comprensión como parte de procesos mayores que, no por estructurantes y globales, necesariamente han de interpretarse como privando a sus actores de su presente, local y temporal, vale decir de la posibilidad de significarlos y por su parte también estructurarlos en el hecho mismo de vivirlos.

En esta dirección, un estudio realizado en Londres mediante la técnica de la fotografía participativa también lo observa, esta vez al apuntar a la sobrevivencia de las personas sin hogar como una práctica que va más allá de la satisfacción de las necesidades básicas o el establecimiento de una identidad social. Situándola como la expresión material de una manera de vivir, esto es el conjunto de actos por medio de los cuales se transforma la calle o la ausencia de casa, precisamente, en casa, los investigadores ingleses Alan Radley, Darrin Hodgetts y Andrea Cullen indican que aunque “se podría argumentar que el éxito o el fracaso de esta empresa es un elemento crucial en el proceso a través del cual la gente sin casa, se presume, pasa su día. Nuestro punto es que éste no es solo un pasaje a través del cual la gente se mueve sino una cultura en la cual ellos se vinculan en mayor o menor grado” (Radley et al. 2005: 275). Ahí un matiz sustantivo, la interpretación de sus diarias experiencias no como algo por lo que se pasa en dirección de otra cosa –la búsqueda de alimentos por ejemplo–, no solo les permitiría relevar la complejidad de su composición en planos, sino el modo en que expresa más o menos lazo entre ellos y con el resto de la vida social. Por eso, “porque esta cultura no está separada de la sociedad sino que es parte de ella”, estos autores sostienen la necesidad de “conceptualizarla como una manera de visualizar las relaciones de la gente sin casa con los otros en la ciudad” (ibíd.).

Más acá, Marcelo Berho, que cada vez atiende menos a los rasgos psicosociales y relacionales de tipo desacreditantes de esta población, y cada vez más a los procesos de interacción y simbolización que rodean la construcción del fenómeno de la marginación, en sus siguientes trabajos, sobre todo en su diseño de investigación doctoral, sí se irá acercando a esta línea al destacar su carácter dialéctico, situacional y emergente, lo mismo que la existencia de ciertas zonas nubosas de la relación sujeto/sociedad, o lo que él llama “espacios grises de perplejidad y contestación” que median en su mutua constitución (2007: 8). En otras palabras, el área de relación entre las estructuras y el agenciamiento de los sujetos, vale decir aquella zona que si se entendiera como fronteriza permitiría observar la circulación de un ancho margen de insumos, materiales y simbólicos, y que así como antes lo lleva a afirmar que “existen nudos tanto organizacionales como ideológicos que vinculan a marginales y no-marginales en una intrincada y compleja red de significados y prácticas” (2005: 45), más adelante lo incita a asumir “la existencia de un sistema de inter-influencias entre la acción social y simbólica de los sujetos, las condiciones estructurales y los sistemas simbólicos que organizan material y significativamente el campo de la marginalidad social como campo de relaciones y significados socioculturales identificables” (2007: 7-8).

Relación vectorial en más de un sentido, las contemporáneas personas en situación de calle que estudian estos últimos cuatro investigadores y que no equivalen, claramente, a los desplazados migrantes agrícolas invocados por aquellos otros, al igual que en su caso afrontan presentes cruzados por diversas fuerzas, no solo plausibles de observar a distinta escala sino de traer a colación o tener en cuenta, dada la fuga de esa perspectiva no reductora ni marginalizante con que ha dejado de entendérseles. Fenómeno de tal suerte ligado a la incapacidad de la hacienda y la pequeña propiedad de retener con trabajo a la creciente población campesina de nuestro país –y que habría sido resultado, amén de otros factores, de un lento proceso de capitalización y de los vaivenes de la inversión sectorial y los impactos y movimiento del capital extranjero–, más acá, es decir más cerca de la vivencia de quienes debieron salir a la ruta a tentar por mejor fortuna, tal como con los cortes estratigráficos de la arqueología deja ver otras dimensiones del mismo, similar y distintamente importantes en su construcción.

Espacio de transformación personal y colectivo, en un nivel, y de expansión y contracción del mercado del trabajo, en otro, tales procesos –como los ocurridos a comienzos del siglo XX en los Estados Unidos, Argentina y Chile, y que contextualmente abordan el sociólogo chicagoense Nels Anderson (1923), el periodista argentino Osvaldo Baigorria (1998) y el ya anotado Falabella (1970) en sus investigaciones acerca de las específicas figuras de hobos, crotos y torrantes–, observados en interrelación permiten apreciar, mérito de sus estudios e independiente de sus enfoques e interpretación, cómo una realidad se desarrolla en varios planos, más aún porque en su intento por situar sociohistóricamente la emergencia de estos sujetos la vivencia de su particularidad no termina adelgazada y, tampoco, sus protagonistas que continúan al centro, relativamente, de su interés de conocimiento.

Sabedor de ello este último, de modo permanente busca establecer lazos entre la huella, o esa singular vida en el camino desarrollada por estos caminantes y que él interpretó como una suerte de comunismo de subsistencia, por su mancomunado sistema de compartir bienes y servicios; el torrante, como el migrante agrícola que en su larga búsqueda de empleo durante el pasado siglo fue encontrándose con otros y desarrollando, en su interacción, aquel sistema en movimiento; y el contexto, económico, político y social, que a nivel nacional e internacional habrían hecho posible, o determinado en sus palabras, su emergencia como estrato.


Realidad en varios planos, abarcarla por separado, como él mismo advierte, no ayudaría a apreciar al torrante sino “como un hombre marginal, debido a su dialecto especial, su no común y ‘desviadas’ normas de conducta, y su desempleo crónico. [Y] no sería considerado un producto de una sociedad en la que es explotado por capitalistas, como cualquier otro trabajador” (1970: 87). O lo mantendría, siguiendo su argumento, como objeto de interés por su exotiquez, pero no de atención en tanto parte, y no al margen, de la sociedad. Ahí una línea, de su localización a uno u otro lado no solo se desprenderá el tipo de entendimiento derivado sino su construcción, emplazamiento y comprensión, en consecuencia, que se relacionará tanto con sus aspectos materiales como con su más intangible dimensión simbólica, unos y otra en permanente pugna y transformación.

Más cosas podemos decir para situar preliminarmente el estado del arte de nuestra comprensión –sino construcción ideológica y hegemónica- de esos otros que viven en la calle, los sin casa, empero, el propósito primigenio se ha cumplido. Ya sabemos que somos todos, estudiosos y legos, solidarios y egoístas, educadores y antropólogos, parte de un paradigma dominante de tipo “casa-centrista”, doblemente estigmatizador y excluyente. Es verdad, sobre la vida en situación de calle poco sabemos y poco se quiere llegar a saber. ¿Por qué ocurre esto? ¿De qué manera la no disposición de una casa desde donde habitar la ciudad incide en la no cristalización de su estatus ciudadano, amén de su referido carácter de persona? ¿Qué otras formas de invisibilización, aparte de la minusvaloración, la compasión o el prejuicio, se dan en torno a ellos? Estas y otras interrogantes no tienen aún respuesta clara y merecen nuevos y mayores esfuerzos reflexivos e investigativos.

Referencias:

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2. BAIGORRIA, O., 1998. En pampa y la vía. Crotos, linyeras y otros trashumantes. Perfil Libros, Buenos Aires.
3. BARNARD, A. y J. SPENCER, 1998. Encyclopedia of social and cultural. Routledge, U.K.
4. BENGOA, J., 1988. El poder y la subordinación. Acerca del origen rural del poder y la subordinación en Chile. Ediciones Sur, Santiago de Chile.
5. BERHO, M., 1998. Esbozo para una etnografía del vagabundo. CUHSO. Cultura, hombre y sociedad 4(1): 38-43.
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9. DE CERTEAU, M., 1999[1974]. La cultura en plural. Nueva Visión, Buenos Aires.
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16. MAUSS, M., 1971. Sobre una categoría del espíritu humano: la noción de persona y la noción del ‘Yo’. En Sociología y antropología, pp. 307-333, Tecnos, Madrid.
17. RADLEY, A., D. HODGETTS y A. CULLEN, 2005. Visualizing Homelessness: a study in photography and estrangement. Journal of Community & Applied Social Psychology 15: 273-295.
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24. TURNER, V., 1981. La selva de los símbolos. Siglo XXI Editores, Madrid.




[1] Perspectiva recientemente reforzada por Delgado, su rescate de las ideas de Kant a propósito de que el espacio sería la “condición de posibilidad de los fenómenos”, o de que “el concepto de posición es absolutamente simple, y se identifica con el concepto de ser en general”, vendría a remarcar este punto de vista dada la asociación entre ausencia de lugar, la no cristalización en propiedad de un fenómeno y su consecuente inexistencia (Kant, en Delgado 2007: 67-68).
[2] En antropología, una de las más desafortunadas intervenciones en esta línea es la del norteamericano Marvin Harris, quien llegó a afirmar que no sería posible “esperar que los participantes de los estilos de vida expliquen sus estilos de vida [toda vez que] la conciencia cotidiana no puede explicarse a sí misma” (1994: 13).
[3] En camino hacia una nueva identidad que se va distorsionando, según el antropólogo chileno Marcelo Berho, ésta iría hacia la predominancia del sí mismo espontáneo, “pero en una versión dislocada del ideal social y cultural que se traduce en autoabandono y decadencia, otras veces en obstinación y resignación autocomplaciente, antes que en cultivo del ego y en profundidad moral” (1999/2000: 47).

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