martes, 30 de octubre de 2012

Fundamentos de una Educación Diferencial extra-escuela (“transformadora y color esperanza”)


Domingo Bazán Campos
Pedagogo


Ponencia presentada en el Seminario “Educación Diferencial y Educación Popular: Encuentros y desencuentros desde una mirada critico-transformadora”, Auditorium de la UAHC, 3 de octubre  de 2012.



I. A modo de presentación:

Como ustedes saben, los conceptos son contextodependientes, por lo que debo partir aclarando que la expresión extra-escuela constituye un término aplicado a la realización de prácticas educativas fuera del espacio educativo formal, esto es, fuera del colegio o del liceo. Esta preocupación por salir del territorio de la escuela en el ejercicio de la profesión docente se puede rastrear en el denominado Movimiento de Renovación Psicopedagógica (MRPs), de la extinta Universidad Educares, en la primera mitad de los años noventa. Las reflexiones que allí se generaron procuraron resignificar la labor psicopedagógica más allá de los límites de la escuela. De este modo, los términos intra-aula y extra-aula, intra-escuela y extra-escuela, así como educación formal, informal y no formal, comenzaron a cobrar cierto sentido para los psicopedagogos a propósito de incrementar la empleabilidad de la profesión pero también, para algunos pocos trasgresores, por la necesidad ética y política de cambiar las prácticas educativas luego de finalizado el largo y doloroso ciclo del Gobierno Militar. En ese exacto sentido, poco había de novedoso en el discurso de una Psicopedagogía Extra-Escuela, nada que no haya sido patentado antes por la tradición de la Educación Popular latinoamericana.

Pero, como entendemos hoy, con la indisimulada complicidad de la Concertación, ahora en democracia, el discurso pedagógico imperante persistía en centrar la atención en distintos elementos derivados de la racionalidad instrumental, esto es, el rendimiento escolar, el esfuerzo individual, el control y homogeneización de los actores educativos y la descontextualización de los aprendizajes; con un Estado menguado y crecientemente menos responsable de la educación y del bien común. Frente a todo ello, las aportaciones reflexivas de un grupo de académicos –entre los que me tocó participar- relevaron un incipiente abordaje constructivista de los aprendizajes y de la diversidad y lograron, además, alentar el trabajo y la investigación extra-escuela de muchas generaciones de pedagogos y psicopedagogos chilenos, bajo la premisa pedagógica de que el lenguaje de la posibilidad y la resistencia de H. Giroux tenían mayor probabilidad de éxito fuera de la escuela.

Mi hipótesis hoy es que, después de 18 años, aún es pertinente y necesaria una lectura extra-escuela de la Educación, también de la Educación Especial, y que -pese a que los esfuerzos han sido muchos- aún no logramos revertir las transformaciones que instaló el gobierno militar en la estructura y función del sistema educativo chileno.

En esa oportunidad, en los años noventa, me correspondió redactar algunas conceptualizaciones que implicaron sistematizar gruesamente un conjunto de principios epistémico-sociales sobre lo que significaba expandir el locus laboral de los psicopedagogos. Hoy pretendo resignificar estos principios, casi dos décadas después; re-valorarlos -si ello es posible- y extrapolar la vigencia de una cierta Educación Diferencial extra-escuela.


II. Educación Especial y espacio extra-escuela:

En este sentido, me pregunto ¿qué fundamentos han llevado y pueden llevar aún a pensar en prácticas educativas fuera del territorio de la escuela?:

1. Ampliar el territorio de lo educativo: Esto significaba reconocer que nos educamos a lo largo y ancho de la sociedad, los unos con los otros, situadamente. Que todo lugar tiene potencialmente las condiciones necesarias para cumplir las funciones esencialmente educativas, esto es, de reproducción social, de formación de la persona y de trasmisión de conocimientos. Es más, hablábamos de mirar fuera del aula y fuera de la escuela porque sentíamos que las posibilidades de cambio social eran más fuertes en las experiencias extra-escuela, experiencias que son menos formalizadas y más emergentes, pero que tienen efectivamente mejores opciones de innovar por la vía de resignificar(se), de re-crear(se), de re-pensar(se). Nos parecía que la ruptura epistemológica con el paradigma dominante era casi imposible dentro de la escuela formal. Este principio sigue hoy plenamente vigente, sin que comprendamos del todo –pese a los esfuerzos de M. Foucault- qué es aquello que tiene la escuela que la paraliza epistemológicamente, que la hace un lugar natural de opresión y de control de las nuevas generaciones, un lugar de pétrea inmutabilidad. Esto es algo que debemos seguir estudiando y resistiendo.


2. Reconceptualizar lo que entendemos por aprendizaje: A fines de los años ‘80, la noción de que los aprendizajes escolares constituyen un proceso de construcción activa por parte de los niños y niñas, no era, en general, una idea muy conocida o aceptada por la comunidad académica. Podremos pensar que hoy tampoco, tal como lo demuestran distintos estudios, pero la diferencia es que a comienzos de los noventa no era necesario declararse constructivista para salvaguardar el honor pedagógico, mientras que hoy es parte del simulacro pedagógico cotidiano, de lo políticamente correcto. En este contexto, intencionar una ampliación del territorio de lo escolar (locus laborales, decíamos) suponía argumentar pedagógicamente que el niño y la niña siempre pueden aprender algo si es que el encuentro con ese nuevo saber ocurre contextualizadamente, en la interacción con los otros, en articulación con sus saberes previos. Todo lo cual, lamentablemente, ocurre mucho menos en la escuela que en la vida misma, o sea, en la familia, en la calle, en el barrio, en la parroquia, en el club deportivo. Hoy sostengo que comprender desde el constructivismo lo educativo sigue siendo un desafío enorme, incumplido, pues, el constructivismo no puede reducirse instrumentalmente a una forma activa de procesamiento de la información que desconozca los conflictos sociales ni la historia de opresión de los pueblos y de muchas personas que llamamos sencillamente “diferentes”. Es más, no puede ser constructivista quien impone al otro un orden dominante o quien percibe al estudiante de forma fragmentada. Claramente, no puede ser constructivista un profesor monoculturalista, que no dialoga, que teme a la subjetividad del otro, que impone verdades a sus estudiantes.


3. Redefinir el rol de educador desde categorías liberadoras: Cuando a comienzos de los años 90 ampliábamos el locus laboral, estábamos resignificando la doble pregunta por dónde aprender/dónde enseñar. Del mismo modo, cuando relevábamos la importancia del constructivismo como teoría educativa que mejora las posibilidades de aprendizaje, reinventábamos también la pregunta por qué contenidos enseñar. Balbuceábamos en esa  época, al ritmo de la incipiente reforma educativa pero -sobre todo- gracias a los textos de L.S. Vigotsky que íbamos consiguiendo, que los contenidos pueden ser conceptuales, procedimentales y actitudinales. Esto significaba que, frente a las habituales resistencias al cambio del aparato escolar, una experiencia de educación extra-escuela representaba mejor la factibilidad de desprenderse de contenidos excesivamente disciplinarios y racionalistas, asumiendo mejor el desafío de una educación integral, suficientemente valórica y adecuadamente responsable de lo procedimental. Algunos ya sabíamos, gracias a nuestro colega y pedagogo chileno Juan Ruz, que la cosa era articular racionalidad instrumental con racionalidad valórica, pero esto no es tan fácil dado que la inercia epistemológica hizo -y sigue haciendo- que cualquier práctica educativa innovadora pueda devenir en “más de lo mismo”, en estéril trabajo intra y extra escuela, si no se hace cargo de la pregunta por las razones de educar, el para qué educar, esto es, la pregunta sobre cuál es el interés cognitivo que subyace en el acto educativo. Así, el aprendizaje constructivista y situado puede no ser suficiente si no tiene un interés crítico y transformador. De este modo, hoy tenemos meridiana claridad y plena convicción de que cualquier educación intra o extra-escuela, si no va acompañada de la necesaria vigilancia epistemológica y de interés emancipador, no va a liberar a las personas de las opresiones que impone una sociedad y una educación individualistas, eficientistas, basadas en la competencia y en el lucro como mecanismo de interacción y de progreso. 

4. Resignificar el papel de la mirada pedagógica en el quehacer de los educadores: Ayer tal como hoy, las políticas públicas en educación están avaladas por el aporte generoso y lúcido de las llamadas ciencias de la educación, esto es, disciplinas especiales cuyo objeto de estudio es la educación, tales como psicología de la educación y sociología de la educación, constituyendo referentes muy fértiles para comprender la educación como proceso de socialización y de formación de la persona humana. Sin embargo, decíamos y debemos decir que, frente a una educación dinámica y compleja, este aporte disciplinario trae consigo una mirada compartamentalizada y unidimensional de la realidad de la escuela y de la educación. Si lo que interesa es innovar profundamente en las actuales prácticas educativas, ello pasa necesariamente por reconocer que la pedagogía es la principal disciplina llamada a reflexionar sistemáticamente sobre la educación, capaz de articular las distintas aportaciones científicas y filosóficas existentes y de nutrir a la educación de sentidos o de una razón de ser. Más claro aún, tenemos un educador diferencial que pretende hacer de la atención a la diversidad la razón de ser de su labor profesional pero que termina haciendo diferencialismo, como nos dice C. Skliar, pues, operan frente a las diferencias con categorías patologizantes, dicotomizantes y asistencialistas, justamente porque dicho educador diferencial recoge acríticamente aportaciones psicológicas y socioculturalistas que no cuestionan ética y políticamente la concepción de realidad ni de aprendizaje que derivan del paradigma dominante.


Así concebidas, la pedagogía y la educación no son neutrales, constituyendo más bien campos profesionales, de producción de conocimientos y de intervención caracterizados por la permanente presencia de conflictos epistemológicos, ideológico-filosóficos y, por lo tanto, valóricos. Hace falta, en consecuencia, develar cuáles son esos intereses centrales que subyacen en los distintos actores que piensan, gestionan y vivencian la educación. En este contexto, el actual movimiento social y estudiantil que ha llenado las “grandes alamedas” debiera explicitar su rechazo a una educación que ha resultado ser controladora, castigadora, asistencialista y homogeneizadora. Hoy hemos dicho que la educación que nuestro país requiere es una educación liberadora y dialógica cuyo propósito principal sea el desarrollo del pensamiento crítico y transformador en las nuevas generaciones, con vistas a construir una sociedad más justa, más solidaria, más incluyente, más participativa, en fin, más feliz.

5. Redefinir el papel de los educadores y profesionales en el campo extra-escuela: En los años noventa me correspondió zanjar, de modo preliminar, la cuestión de qué hacen los psicopedagogos fuera de la escuela, aunque mi preocupación mayor era la situación de todos los pedagogos. Esta no es una pregunta menor, pues, las primeras experiencias sugerían que, dado el carácter no formal del espacio extra-escuela y su relativa prescindencia del saber escolar formal, entonces, la improvisación era la norma de trabajo y un paulatino desperfilamiento profesional era la principal consecuencia para quienes asumieran esta opción laboral. De este modo, se ponía en tela de juicio también las competencias profesionales de estos educadores y su rol.

En un artículo del año1996, quise proponer algo así como dos grandes funciones. Por un lado, las de un educador social, ligadas preferentemente a la mediación e intervención  con el niño-joven-adulto en su desarrollo, formación y bienestar; y, por otro lado, las de un educador y pedagogo propiamente tal, ligadas al diseño y puesta en marcha de actividades de potenciación de capacidades en términos de prevención, acompañamiento, evaluación del logro de aprendizajes de calidad.

Aún llama la atención que la formación de los educadores, en general, esté orientada sólo al segundo aspecto, renunciando a la primera gran función, compartida, por cierto, con otros profesionales del área social. Por ello, también, diversos estudios recientes revelan que quienes se dedican a los locus laborales extraescuela parecen haber renunciado a su identidad profesional, considerando aún que no están preparados para trabajar allí, haciendo de la plasticidad y las ganas de aprender las principales competencias requeridas.


Hoy sabemos también que si la formación que reciben los educadores diferenciales se centra, con respecto a la segunda función, en una comprensión instrumental o conductista de la educación, entonces, su presencia en el espacio extraescuela será en la lógica “más de lo mismo” y, eventualmente, poco fértil y nada atractiva para las nuevas generaciones de profesores.
        

III. Nuevos desafíos y dilemas de una educación (especial) extraescuela:

Hasta acá he procurado resignificar algunas conceptualizaciones preliminares de una educación que traspasa física y pedagógicamente los limites de la escuela formal, siempre intentado dar pasos hacia una nueva educación y una nueva sociedad. Pese a esto, en el último quinquenio, los educadores hemos aprendido más de los educandos en esta materia de lo que hubiésemos imaginado hace una década. Los permanentes mensajes de una educación en crisis expresados por el movimiento estudiantil y social, me llevan a explicitar seis nuevos principios que subyacen en la propuesta de una educación extra-escuela:

1. El primero de ellos, referido a que la Educación de calidad es un derecho humano. Aquí, constatamos que, desde un punto de vista constitucional y de los derechos humanos, en el ADN de las actuales políticas públicas en educación no existe la urgencia de contar con una «educación de calidad». Vemos que una «buena educación para todos» no representa aún un derecho irrenunciable, estando supeditada esta noción valórica a otros derechos asociados a la educación, tales como: acceso a la educación, el derecho a la enseñanza, el derecho a generar ganancias por administrar un colegio, la libertad de pensamiento, etc. La educación de calidad debe ser entendida como un derecho para cada chileno y chilena, en todos los niveles del sistema escolar, sin distinciones ni condicionantes de ningún tipo. Hace falta que Chile le asegure inequívocamente a cada nuevo habitante de este país similares oportunidades educativas, volumen equivalente de recursos económicos y didácticos para aprender a ser, para aprender a convivir, para aprender a hacer y para aprender a aprender.

2. Educación sin lucro y equitativa: Una educación de calidad representa un desafío ético y político de alta relevancia para el conjunto del sistema social y su concreción como ideal democrático no puede ser, bajo ninguna circunstancia, mermada ni puesta en riesgo por intereses instrumentales y egoístas amparados en la lógica de mercado y de productividad de corte capitalista. Al Estado le corresponde velar por la calidad de la educación, delimitando y resguardado los marcos éticos y legales sin los cuales, lastimosamente, la educación pública y privada dejan de ser un bien público y pasan a ser un bien de consumo. Lucrar en y con la educación representa una matriz de sentido que distorsiona y entrampa la dimensión colaborativa, cultural e intersubjetiva del fenómeno educativo. En este sentido, la Educación debe manifestar su mayor rechazo a la idea de lucrar con la educación y, con ello, desfavorecer, una vez más, a los sectores más vulnerables y postergados de este país. El lucro debe ser reemplazado por el valor de la equidad y de la inclusión.

3. Educación pública y Estado docente: Es central observar que el proceso de municipalización iniciado por el gobierno militar en los años 80’s, orientado claramente a desarticular la educación pública y a generar mayor control ideológico en las escuelas, ha llegado a un nivel de deterioro ostensible, suponiendo una lamentable y creciente migración de sus estudiantes al sector particular subvencionado. Nos interesa, además, rechazar la pretensión de una cierta “desmunicipalización” en cuanto noción propuesta por el actual gobierno que supone solapadamente “más privatización”.

En este contexto, la “desmunicipalización” es un proceso necesario para el mejoramiento de la calidad de la educación chilena, siempre y cuando ello implique una revitalización del rol del Estado en lo referido a trazar políticas educativas basadas en el bien común; en el ampliación de los recursos invertidos en los establecimientos; en el aumento de la capacidad de desarrollar una gestión eficiente y directa del Estado en las principales escuelas y liceos del país; en la legítima expectativa de recuperar una educación gratuita para los sectores medios y bajos de la sociedad.

Queremos, muy especialmente, alentar “desmunicipalización” si la idea de una educación pública lleva consigo procesos crecientes de dignificación de todos los profesores y profesoras del país.


4. Educación emancipadora en las aulas y escuelas de Chile: Comprendemos que está pendiente aún debatir con respecto al contenido y significado de una educación de calidad, supuesta la idea de una educación sin fines de lucro, diversificada y adecuadamente tutelada por el Estado. Hace falta una discusión esencialmente pedagógica que permita discernir qué es aquello que define, desde un punto de vista curricular y sobre todo didáctico, lo que hemos de entender por calidad educativa. Al respecto, nos interesa resaltar, sin ambages, que la calidad de la educación es un desafío pedagógico abierto, en construcción, que exige modificar profundamente las condiciones con que se encuentran cara a cara estudiantes y educadores a propósito de un saber a aprender.

Manifestamos que, lamentablemente, la crisis de la educación persistirá si los cambios demandados hoy no apuntan a modificar las prácticas educativas cotidianas que se viven en el grueso de las escuelas del país, de modo que la calidad educativa anhelada signifique contar con profesores capaces de generar intervenciones orientadas al logro de aprendizajes significativos en sus estudiantes y que conviertan el aula en un lugar de coexistencia basado en la seguridad, la confianza, el diálogo y el mutuo respeto.

Queremos enfatizar que hace falta, esencialmente, desplegar cambios que iluminen a las escuelas en la tarea de fundar proyectos educativos emancipadores cuyo propósito mayor sea la formación de ciudadanos críticos, democráticos y democratizadores.

5. Dignificación y autonomía profesional docente: Interpretamos que, en el marco de la función del Estado y del papel formativo de las instituciones de educación superior, existe un cierto «círculo epistemológico perverso» en la formación de profesores puesto que, por un lado, los queremos como «mejores profesores», esto es, más eficientes y productivos pero, por otro lado, no estamos dispuestos –desde las concepciones científicas y sociales vigentes- ni a valorarlos como profesionales de la socialización, ni a permitirles que sostengan gremialmente propuestas desde su propia identidad profesional.

Manifestamos, en este sentido, que es de ineludible importancia para el país la implementación de una política de desarrollo profesional docente que garantice una formación común y pedagógica de excelencia en todas universidades del país, que releve la autonomía profesional docente como criterio mayor de calidad, que garantice a todos los educadores y educadoras las condiciones de vida material y espiritual que se merecen y, sobre todo, que reconozca públicamente el permanente y generoso aporte del profesorado al desarrollo cultural, social y económico del país.

Queremos que cualquier experiencia de revolución educativa sea hecha a favor de los profesores y, en ningún caso, sin ellos o en contra de ellos.

6. Debate educativo y razones pedagógicas de un cambio social: Valoramos largamente la idea de concebir, incentivar y conquistar las transformaciones educativas requeridas a partir, principalmente, de las aportaciones y miradas de los distintos actores del sistema educativo, esto es, docentes, apoderados, estudiantes y administrativos. Sabemos muy bien que, parte fundamental de este movimiento ciudadano de cuestionamiento a la lógica del sistema educativo, sólo ha sido posible gracias al coraje y lucidez de miles de jóvenes nacidos desde el año 90 en adelante.


Agradecemos, además, la generosa contribución comprensiva y comprometida que hacen los distintos estudiosos y analistas de la educación, pues, sin este aporte ninguna lectura crítica de la realidad educativa es posible.

Manifestamos, con todo, que hasta ahora nos parece subvalorado aquello que la pedagogía -como el saber sistemático y responsable de la educación- debiera ofrecer, es decir, sentidos para hacer aquello que se hace; razones sobre los fines y propósitos de educar; argumentos sociales, éticos, políticos, pero sobre todo, profesionales, para discernir lo que se debe hacer en una sala de clases, en una escuela, en una sociedad como la actual.

Queremos que sea la pedagogía de los educadores chilenos y latinoamericanos la que aporte las orientaciones necesarias para diseñar un proceso de cambio efectivo, dialogado, participativo y reflexionado del aula, de la escuela y de su entorno social y cultural.

Nos parece, en suma, que no habrá una escuela de calidad, en una sociedad sustantivamente renovada en el desafío de construir un Chile justo y más alegre, si no sumamos comprensiones pedagógicas de inspiración crítica y transformadora.

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