viernes, 21 de diciembre de 2018

Practicas pedagógicas emancipadoras: cuando “ya no basta con tener vocación pedagógica”



Jenny Muñoz Pino
Profesora de Educación Básica y de Educación Diferencial. Licenciada en Educación.

Uno de los conceptos más valorados en la discusión pedagógica actual es el de “práctica pedagógica”, término que sugiere básicamente la existencia de un campo de estudio y mejoramiento de la labor docente -en su cotidianeidad y en su complejidad- que, en el fondo, apela a distintos aspectos de la vida social, cultural y políticas propias de la escuela como institución educativa moderna. Ante estas expectativas, resulta de suma relevancia abordar críticamente algunos de los matices y tensiones que trae consigo la existencia de prácticas pedagógicas en tiempos de desencanto y crisis de paradigmas. 

Así, recordemos que en “Vigilar y Castigar” (Foucault 1976 p. 163), se propone una hipótesis para el origen de la práctica pedagógica occidental. Una que proviene de los cuarteles en los que se impuso el servicio militar al modo prusiano, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, como una especie de subproducto de este modo militar, tendiente en este caso a domesticar a los niños, tal como el servicio militar obligatorio había estado haciendo lo propio desde entonces entre los adultos. 


El connotado filósofo francés reflexiona allí que, así como en un manual militar de la época, se disponía que: " ‘Los soldados de la segunda clase serán sometidos a ejercicios todas las mañanas por los sargentos, cabos, cabos segundos y soldados de la primera clase... Los soldados de la primera clase serán sometidos a ejercicios todos los domingos por el jefe de la escuadra...; los cabos y los cabos segundos lo serán todos los martes por la tarde por los sargentos de su compañía y éstos todos los días 2, 12 y 22 de cada mes por la tarde también por los oficiales mayores’, así es este tiempo disciplinario el que se impone poco a poco a la práctica pedagógica, especializando el tiempo de formación y separándolo del tiempo adulto, del tiempo del oficio adquirido; disponiendo diferentes estadios separados los unos de los otros por pruebas graduales; determinando programas que deben desarrollarse cada uno durante una fase determinada, y que implican ejercicios de dificultad creciente; calificando a los individuos según la manera en que han recorrido estas series. El tiempo disciplinario ha sustituido el tiempo ‘iniciático de la formación tradicional (tiempo global, controlado únicamente por el maestro, sancionado por una prueba única), por sus series múltiples y progresivas. Formase toda una pedagogía analítica, muy minuciosa en su detalle (descompone hasta en sus elementos más simples la materia de enseñanza, jerarquiza en grados exageradamente próximos cada fase del progreso) y muy precoz también en su historia (anticipa ampliamente los análisis genéticos de los ideólogos, de los que aparece como el modelo técnico). Demia[1], en los comienzos del siglo XVIII quería que se dividiera el aprendizaje de la lectura en siete niveles: el primero para los que aprenden a conocer las letras, el segundo, para los que aprenden a deletrear, el tercero para los que aprenden a unir las sílabas, para formar con  ellas palabras, el cuarto para los que leen el latín por fraseo o de puntuación en puntuación, el quinto para los que comienzan a leer francés, el sexto para los más capaces en la lectura, el séptimo para los que leen los manuscritos. Pero en el caso en que los alumnos fuesen numerosos, habría que introducir todavía subdivisiones; la primera clase habría de contar cuatro secciones: una para los que aprenden ‘las letras simples’; otra para los que aprenden las letras mezcladas; la tercera para los que aprenden las letras abreviadas (â, ê ...); la última para los que aprenden las letras dobles (ff, ss, tt, st). La segunda clase se dividiría en tres secciones: para los que nombran cada letra en voz alta antes de dar el sonido de la sílaba: D.O., DO; para los que deletrean las sílabas más difíciles, etcétera.  Cada grado en la combinatoria de los elementos debe inscribirse en el interior de una gran serie temporal, que es a la vez una marcha natural del intelecto y un código para los procedimientos educativos. La disposición en ‘serie’ de las actividades sucesivas permite toda una fiscalización de la duración por el poder: posibilidad de un control detallado y de una intervención puntual (de diferenciación, de corrección, de depuración, de eliminación) en cada momento del tiempo; posibilidad de caracterizar, y por lo tanto de utilizar a los individuos según el nivel que tienen en las series que recorren; posibilidad de acumular el tiempo y la actividad, de volver a encontrarlos, totalizados, y utilizables en un resultado último, que es la capacidad final de un individuo. Se recoge la dispersión temporal para hacer de ella un provecho y se conserva el dominio de una duración que escapa. El poder se articula directamente sobre el tiempo; asegura su control y garantiza su uso. Los procedimientos disciplinarios hacen aparecer un tiempo lineal cuyos momentos se integran unos a otros, y que se orienta hacia un punto terminal y estable. En suma, un tiempo ’evolutivo’"(Foucault 1976 p. 165). 

El sentido de las palabras de Foucault -en esta extensa pero necesaria cita- respecto al origen normativo de la división en grados de las escuelas públicas sirve para reflexionar respecto de la escasa autonomía que un sistema así promueve, tanto para los educandos como para los educadores. Es decir, la necesidad de extrapolar un mecanismo formativo propio del mundo militar, particularmente de la creación del servicio militar obligatorio como el origen oculto de la segregación por cursos de los niños, sugiere la analogía entre conscripto y educando, siendo ámbitos totalmente divergentes. El primero, orientado a la preparación para la guerra y el conflicto; y, el segundo, para la formación de ciudadanos en tiempos de paz. Tal tensión sigue, en ese sentido, vigente en la educación actual y sólo ha sido superada en experiencias vanguardistas como la finlandesa donde los niños(as) no tienen esa división, al menos en los primeros años escolares.

A partir de esta premisa, originada en las ideas de Foucault, podemos comprender más claramente la urgencia y el sentido de lo que hoy en día conocemos -o deseamos construir- como una práctica pedagógica renovada. A saber, una práctica entendida -desde la esperanza y la posibilidad- como la necesaria participación activa de maestro y estudiante, potenciando el desarrollo de una experiencia educativa cotidiana que se materializa a través de la comunicación en ambientes de enseñanza aprendizaje, donde la reflexión y participación son factores irrenunciables para construir el conocimiento y el desarrollo de habilidades de parte de los estudiantes, procurando diseñar soluciones viables a problemas reales. El maestro, en esta práctica pedagógica aún pendiente, debe incorporar los nuevos conocimientos a partir de la reconstrucción y revisión de los conocimientos previos, utilizando diferentes fuentes de información. 


Henry A. Giroux[2] nos hace aquí un planteamiento interesante acerca del papel que asume el estudiante y el docente ante los sistemas educativos, como formas político-culturales. Señala que la actitud apática, desinteresada, poco crítica y reflexiva de los estudiantes en el aula sobre problemas sociales y culturales del país, su comunidad y su escuela sólo agrandan los abismos de las diferencias culturales y políticas. El docente, por su parte, cuando replica ese rol, también colabora con la ausencia de prácticas pedagógicas emancipadoras, haciendo que la mera “vocación pedagógica” sea insuficiente motor para cambiar las cosas. Le hace falta al profesor -sugiere este autor- el deseo político de cambiar la sociedad, al menos, creer en la posibilidad de transformar sus propias prácticas y, desde ahí, resistir.

Vygotsky, por su parte, planteó un fundamento epistemológico del aprendizaje que enriquece las prácticas pedagógicas. Su teoría indica que el problema del conocimiento entre el sujeto y el objeto se resuelve a través de la dialéctica marxista, donde el sujeto actual (persona) es mediado por la actividad práctica social (objetual), del contexto, operando para modificar  al sujeto, afectando -a su vez- al objeto-realidad, transformándola. Por ello, este autor considera a la escuela como fuente de crecimiento del ser humano, cuando ésta se orienta por fines liberadores y de construcción social de la realidad. Para él, lo esencial no es la transferencia de habilidades de los que saben más a los que saben menos, sino el uso colaborativo y situado de las formas de mediación para crear, obtener y comunicar sentido. Entonces, una buena práctica pedagógica es aquella que, más allá del desarrollo cognitivo del niño o niña, privilegia y gatilla variables del factor sociocultural para provocar aprendizajes (Bazán, 2008). 


En otra aproximación al problema, Freud señala que es importante para el docente manejar insumos teóricos del Psicoanálisis porque de esta manera puede hacer frente a su actividad educativa de una manera más comprensiva de las actitudes del joven, dado que la represión o los estados alterados del sujeto devienen del encuentro de éste con las barreras de la cultura (súper yo). Consecuentemente, el psicoanálisis también podría ayudar al docente a guiar las pulsiones del educando de manera que, en vez de crear represión, se sublime la persona, y se guíen esas energías hacia prácticas pedagógicas más conscientes y liberadoras de la educación. Y, por consiguiente, hacia formas más elevadas de expresión (Ayuste, 1997). 

Entonces, ocurre que, según Foucault, hay una inercia de las prácticas pedagógicas que -ante un docente pasivo o metaignorante- operan reproduciendo un tipo de sociedad no democrática. Al contrario, la creación de prácticas pedagógicas cuya racionalidad sea eminentemente emancipatoria exige ir más allá de la mera enseñanza de saberes científicos, asumiendo un rol ético y político más complejo. Por ello, respecto a la práctica pedagógica hay numerosas conceptualizaciones dependiendo del enfoque epistemológico, pedagógico y de maestro que se asuma. Algunas de estas definiciones son: 

a)      "Una praxis social, objetiva e intencional en la que intervienen los significados, las percepciones y las acciones de los agentes implicados en el proceso -maestros, alumnos, autoridades educativas, y padres de familia- como los aspectos políticos institucionales, administrativos, y normativos, que según el proyecto educativo de cada país, delimitan la función del maestro" (Fierro et al., 1999, p.21).

b)      "Práctica educativa como experiencia antropológica de cualquier cultura, aquella que se desprenden de la propia institucionalización de la educación en el sistema escolar y dentro del marco en el que se regula la educación" (Gimeno, 1997: en Diker y Terigi, 1997 p.120).

c)      "Práctica escolar, desde un enfoque ecológico es un campo atravesado por múltiples dimensiones: ideológicas, sociopolíticas, personales, curriculares, técnicas." (Del Valle y Vega, 1995: p. 31).

d)      "Proceso consciente, deliberado, participativo implementado por un sistema educativo o una organización con el objeto de mejorar desempeños y resultados, estimular el desarrollo para la renovación en campos académicos, profesionales o laborables y formar el espíritu de compromiso de cada persona con la sociedad y particularmente para con la comunidad en la cual se desenvuelve" (Huberman, 1998 p. 25).


e)      En la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia, Moreno (2004, p.45), la práctica pedagógica se conceptualizó como "una praxis social que permite por una parte integrar por medio de proyectos pedagógico-investigativos un saber ético, pedagógico, disciplinar a una dinámica social y por otra, articular intereses y necesidades tanto individuales como institucionales en las que es posible desarrollar competencias en áreas de investigación, diseño, administración y gestión de proyectos educativo sociales" (UPN, Práctica Innovación y Cambio, 2000, pág. 24).

También se observa una aproximación a las prácticas pedagógicas a partir de elaborar ciertas tipologías del rol del profesor o del tipo de educador. Por ejemplo, en la siguiente clasificación se presenta una caracterización de Moreno (Moreno 2004, p. 45) basada en las realizadas por Zeichner (1983) Montero (1987) y Zabalza (1988) de los modelos de práctica, atendiendo a los paradigmas de profesor que han primado en las últimas décadas:

a)      Paradigma de profesor técnico, como concepción tradicional del oficio: Las prácticas son esenciales para adquirir las técnicas del oficio de ser maestro. El esquema tradicional para su desarrollo consiste en: información – observación – imitación de profesores experimentados. Se observa una clara separación entre la teoría y la práctica.


b)      Paradigma del profesor psicólogo humanista, entendida como una concepción personalista: Las prácticas son el espacio para contribuir al desarrollo integral del futuro profesor pues le permite acercarse de lleno a la realidad de las instituciones educativas e incidir directamente en ellas. El enfoque de práctica se corresponde con los proyectos sociales comunitarios en cuyo trasfondo subyace la idea de cumplir una misión con las comunidades deprimidas. El practicante se entrega de lleno a contribuir a la solución de problemas de la comunidad.

c)      Paradigma del profesor investigador, como una concepción orientada a la indagación. Aquí, la práctica proporciona capacidad de análisis de la acción, de las creencias y teorías implícitas que subyacen en ellas, de los significados otorgados por los protagonistas de la acción y del bagaje que los futuros profesores traen ya a la formación. El enfoque de práctica considera necesario integrar la teoría y la práctica pues supone que la práctica es un espacio para lograr conocimientos nuevos, que deben analizarse a profundidad según Moreno (2004, p.45).

Más allá de las definiciones académicas presentadas, es posible aquí denominar práctica pedagógica a la manera como se pone en ejecución el acto de enseñar, por parte de un maestro, a uno o varios estudiantes, en un período determinado -denominado clase- y en el cual se pone en práctica una planificación o preparación previa de dicha jornada de enseñanza. Siendo de suma relevancia que este acto de “poner en ejecución” se corresponde epistemológicamente con una determinada postura pedagógica en relación con el sentido de educar, al rol que la cabe al educador y al educando y, sobre todo, el tipo de sociedad en la cual se busca educar. 


Este momento, denominado hora de clase es, por tanto, aquel en que ocurre una práctica pedagógica, la cual estará adscrita a diferentes tipos o características o sistemas de análisis de acuerdo con la escuela o doctrina que aplique o crea el docente en particular a cargo de esa clase. De hecho, si nos referimos a un establecimiento público, podríamos decir que la práctica pedagógica necesariamente tendrá como características referenciales o de marco operativo las normas, planes programas, contenidos y aspectos administrativos de la práctica pedagógica promovida por el ministerio o corporación educacional a cargo. Es decir, una práctica pedagógica nunca es neutral ni universal, sino esencialmente situada.

Desde un punto de vista operativo, la práctica pedagógica puede visualizarse desde la estructura de una clase, desglosándola en cada una de sus partes, como lo hace Marcia Prieto en este texto (Prieto, 2006, p. 77):

1. INICIO: 10% del tiempo de la clase. Es necesario captar la atención a través de una anécdota, historia, hecho relevante en relación con el tema y comunicar claramente los objetivos; destacar la importancia del tema y propiciar un ambiente de confianza que permita la participación de los estudiantes. 

2. DESARROLLO: 65% del tiempo de la clase. Aquí se debe organizar el tema jerarquizando las ideas y conectándolas entre sí: fundamentar las ideas con datos objetivos; dar espacio a preguntas verificando la comprensión; utilizar la comunicación no verbal y apoyarse en recursos didácticos variados. 

3. CIERRE: 25% del tiempo de la clase. Aquí se debe retomar los objetivos; realizar una síntesis de las ideas expuestas; dar un espacio para preguntas e indicar bibliografía complementaria.


Más allá de la estructura de una clase, desde el punto de vista teórico, aún en la educación pública, las prácticas pedagógicas responden a distintas teorías y aproximaciones intelectuales que en la práctica se traducen en diferentes formas educativas, poseedoras de distintas ideologías, currículums, didácticas y contenidos. En orden a la aplicación de una teoría crítica acorde a este artículo, es viable ofrecer una descripción general de una práctica pedagógica estándar en nuestro país, y compararla con lo que eventualmente podría denominarse una práctica pedagógica freiriana, en orden a procurar la Autonomía del Ser del educando a través de la autonomía del educador. 

Sobre ello, Marcia Prieto sostiene que: “el proceso de selección y transmisión de los contenidos programáticos, implican la existencia de una perspectiva curricular definida como tradicional y que considera al currículum como un cuerpo de conocimientos dados, libre de contaminaciones y por lo tanto no cuestionable ni enjuiciable, de carácter consensual y aséptico. Profesores y estudiantes lo perciben como parte de un orden dado y establecido por lo que la naturaleza y distribución del conocimiento es inmutable. De esta concepción se desprende el énfasis dado al proceso de desarrollo de normas y pautas culturales, asignación de roles y establecimiento de divisiones sociales jerárquicas. De esta perspectiva surge el modelo curricular "agregado" de amplia difusión en las escuelas latinoamericanas. Este modelo se identifica con la determinación de objetivos de conductas observables; compartimentación de los contenidos, aprendizaje secuenciado, refuerzo positivo e instrucción directa. Esta perspectiva es compatible con algunos logros valorados por la sociedad: almacenamiento de conocimientos y manejo de destrezas básicas de comunicación. Estos logros, sin embargo, no agotan ni incorporan todo lo que se espera que aprendan y sean los estudiantes” (Prieto, 2006 p. 77).


Junto a esta perspectiva tradicional, surge una diametralmente distinta, la perspectiva crítica que sirve de fundamento al currículum "integrado". Esta perspectiva sostiene que el currículum es una selección de conocimientos que puede ser negociable y sus contenidos legítimamente cuestionables, contrastados y construidos por los participantes en la relación pedagógica. Se plantea críticamente frente a la validez de la creencia generalizada respecto de que los contenidos programáticos son una respuesta coherente y unificada a un mundo consensual. Cuestiona también la postura que acepta como dados e incuestionables los planteamientos oficiales respecto de los comportamientos, valores y normas definidos y establecidos. Al contrario, se percibe el currículum como un artefacto construido en conjunto, tanto por los responsables directos de la planificación y determinación de las experiencias educativas, como por los agentes directos y sujetos del proceso: estudiantes y profesores.

Desde esta perspectiva, la práctica pedagógica se resume en su propia naturaleza de praxis. Y, desde esta perspectiva, es la interacción estudiantes-profesor el elemento esencial a analizar. La manera como el educador perciba esta relación, su punto de vista, el acento comunicativo que establezca, serán determinantes en el resultado de una práctica pedagógica. 

Una forma de análisis potente del acto educativo se encuentra, además, en los planteamientos de Shirley Grundy (1998), quien emplea los intereses cognitivos del alemán Jürgen Habermas para designar tres tipos de currículum. Esto es:

1. Existe un currículum basado en el interés técnico, orientado por el Positivismo, con un diseño sustentado en reglas y fundamentos empíricos, en el cual el proceso de investigación o generación de conocimientos está determinado por las “ciencias empírico-analíticas”, dominado por la experimentación y la objetividad, y cuya finalidad es producir un conocimiento nomológico. Estas ciencias desarrollan sus teorías en una autocomprensión que instaura, al decir de Habermas (pp. 161-162), “una continuidad con los comienzos del pensar filosófico: éste y aquéllas se comprometen a una actitud teórica, que libera de la conexión dogmática y de la enojosa influencia de los intereses naturales de la vida; y coinciden en el propósito cosmológico de describir teóricamente el universo en su ordenación conforme a leyes, tal y como es”.


2. Un currículum a partir del interés práctico, que corresponde con el modelo de currículum de proceso de Stenhouse y colaboradores (1982), citado por Grundy (1998), en el cual se valoriza el proceso de interacción del sujeto con su medio, dominado por la comprensión del significado de los hechos, con un gran peso en el juicio del docente. En este modelo curricular, el proceso de investigación está determinado por las ciencias histórico-hermenéuticas o interpretativas, y la subjetividad, cuya finalidad es la comprensión interpretativa de las configuraciones simbólicas. El ámbito de operar de lo educativo corresponde a las cosas imperecederas, sin embargo, comparten con las ciencias empírico-analíticas la conciencia del método: describir desde la actitud teórica una realidad estructurada. Aquí, al igual en el anterior, se denota la influencia o el sello del positivismo en el proceso investigativo, ya que en ambos se evidencia, según Habermas, “psicológicamente, el compromiso incondicional con la teoría y, epistemológicamente, la separación del conocimiento respecto del interés” (Habermas, 1970, p.162). 


3. Un currículum a partir de un interés emancipador, donde el proceso de aprendizaje se basa en la construcción dialéctica-crítica del saber a partir de procesos de autorreflexión, de libertad y autonomía racional, “con la pretensión práctica de reorientar racionalmente la acción social” (Habermas, 1970, p. 359). Como representante de este tipo de currículum se encuentra Paulo Freire. Aquí, el proceso de investigación se basa en las ciencias críticas que tienen por objetivo que el participante sea libre, autónomo, reflexivo, capaz de discernir sobre proposiciones ideológicamente deformadas de la realidad y, en consecuencia, actuar sobre ellas en un proceso de cambio o transformación social guiado por los principios de justicia, equidad y esperanza social. En las ciencias críticas se alcanza el interés cognitivo emancipatorio mediante la autorreflexión, o la reflexión crítica apoyadas en una razón comprensiva, es decir, si se quiere hablar de un proceso de investigación emancipatorio, el mismo supone una relación recíproca entre autorreflexión y acción, una concepción de la investigación como una construcción social determinada por intereses humanos fundamentales que supone conceptos del Hombre y de su mundo. 

Para ir cerrando esta reflexión, cabe señalar que estamos frente a un desafío de gran relevancia y complejidad: generar prácticas pedagógicas emancipadoras, esto es, diseñar y vivenciar en el aula experiencias educativas que sean eco crítico de la sociedad presente, develando las relaciones sociales existentes, mediatizadas por los intereses académicos y políticos, los valores y expectativas que manifiestan los individuos que participan en dicho proceso. Estas intenciones pueden permear, en su práctica cotidiana, veladamente la inculcación de ideas y creencias pertenecientes a una visión dominante del mundo y, con ello, desvirtuar los propósitos originales del proceso. 


Estas prácticas pedagógicas nuevas -se propone aquí- deben estar ligadas al desempeño de un profesor investigador (no academicista ni técnico), en el marco de un currículo crítico (no técnico ni práctico), orientado básicamente por el pensamiento freiriano, pues, ya no basta con la mera y pálida “vocación docente”. 

Si bien la impronta freiriana es posible seguirla a través de muchos postulados teóricos y prácticos presentes en los currículos que se aplican en Chile, dichos postulados, se topan administrativamente con imposiciones técnicas, a la hora de normalizar el comportamiento de los niños y niña, en cuanto a la labor de procesar los datos relativos a planificación, asistencia, evaluación de comportamientos esperados y otros aspectos meramente formales, con lo que la dimensión ontológica de procurar la autonomía del ser del educando -como diría Freire- se pierde en un sistema que requiere de consignar aspectos conductistas del proceso de enseñanza aprendizaje de los estudiantes. 

Ello lleva a que –en el marco de la educación chilena actual- las prácticas pedagógicas habituales desestimen en lo formal lo que afirman en lo teórico, respecto de tener en cuenta las realidades particulares, locales y familiares de los educandos a la hora de involucrarlos en el sistema educativo formal en el sentido que, para el aprendizaje, en general y en particular, para la lectoescritura había que tomar las palabras de la representación cotidiana de los educandos, en orden a ayudarlos a entender su mundo desde su propia realidad. 


Frente a este diagnóstico, más fuerza alcanza la pregunta por ¿qué entendemos por una buena práctica pedagógica? -asociada a la pregunta por ¿qué es calidad?- y, sobre todo, ¿cómo hacer para propiciar dichas prácticas en las escuelas públicas del país? 

Bibliografía:

Ayuste, A. (1997). Pedagogía Crítica y Modernidad. Cuadernos de Pedagogía, Número 256.
Bazán, D. (2008). El Oficio del Pedagogo. Rosario: HomoSapiens.
Del Valle, A. y Vega, V. (1995). La capacitación Docente Una práctica sin evaluación. Bogotá: Ed Magisterio del Rio de la Plata.
Díaz, M. (1990). De la Práctica Pedagógica al Texto Pedagógico. Pedagogía y Saberes, (1), 14.27. 
Diker, G.  y Terigi, F. (1997). La formación de maestros y profesores: hoja de ruta. Buenos Aires: Paidós.
Fierro, C. et. al (1999). Transformando la práctica docente. Barcelona: Paidós.
Foucault, M. (1976). Vigilar y Castigar, el nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
Freire, P. (1970). Pedagogía del Oprimido. Buenos Aires: Editorial Siglo Veintiuno.
Freire, P. (2002). Pedagogía de la autonomía. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
Giroux, H. (1997). Os Professores como intelectuais transformadores: rumo a uma nova pedagogia crítica da aprendizagem. Porto Alegre: Artes Médicas.
Grundy, Sh. (1998). Producto o praxis del currículum”. Madrid: Morata Ediciones.
Habermas, J. (1970). Conocimiento e interés. Madrid: Tecnos.
Huberman, S. (1999). Cómo se forman los capacitadores. Arte y saberes de su profesión. Barcelona: Paidós. 
Moreno, E.A. (2004). Concepciones de la práctica pedagógica. Universidad Pedagógica Nacional (UPN).
Muñoz, J. (2015). La práctica pedagógica en la profesión docente según el concepto de autonomía de Paulo Freire. Tesis para optar al Título de Profesora de Educación Diferencial. Facultad de Pedagogía, UAHC.
Prieto, M. (2006). La práctica pedagógica en el aula: un análisis crítico. Revista Educación y Pedagogía, N°4.
UPN. (2000). Caracterización de la práctica pedagógica en los programas de pregrado vigentes en la UPN. Documento Número 7.


[1] Charles Démia (Bourg-en-Bresse, 3 de octubre de 1637 - Lyon, 23 de octubre de 1689) fue un sacerdote y pedagogo francés, renovador de la enseñanza gratuita en la Francia del Antiguo régimen y fundador de las Hermanas de San Carlos de Lyon, congregación católica femenina dedicada a la educación. Se le considera precursor de otros pedagogos de la época, como san Juan Bautista de La Salle, San Luis Grignon de Monfort, San Marcelino Champagnat y los beatos Nicolás Roland y Nicolás Barré, entre otros. Como espina dorsal de su educación, Dèmia ofrece la catequesis católica, unido a una enseñanza práctica de lectura, escritura y cálculo, siguiendo el mismo espíritu de reforma religiosa que impregnaba las fundaciones pedagógicas francesas de la época.
[2] Henry Giroux (Providence, 18 de septiembre de 1943) es un crítico cultural estadounidense y uno de los teóricos fundadores de la pedagogía crítica en dicho país. Es bien conocido por sus trabajos pioneros en pedagogía pública, estudios culturales, estudios juveniles, enseñanza superior, estudios acerca de los medios de comunicación, y la teoría crítica.

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