María
Gabriela Miranda Orrego
Profesora de Educación Básica.
Magister en Potenciación de Aprendizajes
1. Nuevas interrogantes frente a la escuela:
Al reflexionar sobre la educación
actual surgen
múltiples inquietudes e interrogantes a propósito de la calidad y de cómo
transformar la escuela. En la mayoría de los casos, estas preguntas se
presentan acompañadas de cierta confusión al no saber por dónde comenzar o por
la urgente necesidad de repensar las formas habituales de entender la
educación. En este contexto, es posible encontrar autores con planteamientos
pedagógicos revolucionarios e inquietantes, como ocurre con Acaso (2015), quien
propone nuevas formas de hacer frente a las necesidades de los estudiantes a
partir de la configuración de los espacios para aprender. Así, esta autora nos
ayuda a expresar el sentir de niños y jóvenes cansados de “estar quietos y callados
en lugares con los que no nos identificamos” (p. 105), poniendo el acento en
una variable poco abordada: el espacio educativo, el escenario, el lugar donde
ocurren las prácticas educativas y, consecuentemente, resignificar su aporte a
la potenciación de aprendizajes.
De
este modo, nuevas interrogantes iluminan (y complejizan) el debate pedagógico:
¿cómo se quiere ese espacio para educar? ¿qué requiere tal espacio para generar
vinculación con él? ¿cuál es el rol del educador ante esta propuesta pedagógica?
o ¿qué espera el estudiante de este espacio? Frente a esto, “artistas,
arquitectos, pedagogos, estudiantes, diseñadores, profesores y gestores de
centros educativos han sido invitados a repensar las estructuras, el
mobiliario, la decoración, la iluminación, la tecnología y el uso de otros sentidos para una educación del siglo XXI” (Acaso, 2015, p. 105).
Hasta ahora, estas preguntas no
han sido adecuadamente respondidas, pero, al menos, han venido a cuestionar una
dimensión oscura de lo educativo, proyectando incipientemente algunas transformaciones
al interior de los espacios escolares, valorando en ellos su dimensión
pedagógica como un factor relevante dentro del proceso de
enseñanza-aprendizaje. De allí que se sostenga que el estudio y comprensión del
espacio educativo se posiciona con gran relevancia en la pedagogía actual, convirtiéndose
en una ventana a la reflexión crítica para finalmente resignificar los espacios
como potenciadores de los aprendizajes.
Todavía, en el contexto de la educación chilena, los espacios
educativos permanecen como “lugares de paso”, siendo difícil comprender su
intencionalidad y su racionalidad pedagógica; aunque sean percibidos claramente
como inadecuados para fomentar el sentido de pertenencia y de apropiación de estos,
por parte de profesores y estudiantes. De uno u otro modo, estos espacios han
permanecido estáticos y funcionales para responder a determinadas formas
educativas, desde las cuales se visualizan los miembros de la comunidad educativa,
siendo parte de un ciclo que sigue ciertos tiempos y ritmos que, en ocasiones,
no los identifica. En definitiva, estamos frente a espacios educativos
impertinentes y distantes -en términos de intereses- del proceso de enseñanza y
aprendizaje. Como plantean algunos autores (Gimeno y Pérez Gómez, 1992;
Sánchez, 1994, citados en Villareal y Gutiérrez, 2009), los espacios educativos
-según como están conformados- no están organizados en forma inocua; muy por el
contrario, estos se organizan para potenciar o reducir determinados propósitos relacionados
con el diálogo, la interacción y la reflexión entre sus miembros, entre otras
características. Por tanto, es menester abrir esta temática, desplegarla,
aquilatando el aporte de una mirada crítica para observar y hacerse parte de la
realidad educativa.
2. La escuela y sus espacios educativos:
De
acuerdo con lo señalado, hoy, la educación constituye un componente esencial en
el desarrollo del ser humano, debiendo responder a múltiples desafíos respecto
a las necesidades de la sociedad. Como establecen De Moya y Rotondaro (2015): “La
educación, al igual que la vida, es un arte. Gracias a la unión de vida,
escuela y niño, la etapa infantil se debe esforzar por formar mentes abiertas y
espíritus creativos, que capaciten a los niños para enfrentarse con ciertas
garantías de éxito a los retos que nos plantea un presente complejo y un futuro
que, a veces, se esboza como incierto” (p. 3).
Así,
la escuela, como institución enfocada en la enseñanza y el aprendizaje, se
muestra como un modelo académico y formativo de mujeres y hombres, donde estudiantes,
profesores y familias comparten la tarea de avanzar en conocimiento y
desarrollo. Cada miembro ocupa un rol dentro del sistema que, en mayor o menor
medida, lo hace propio. Sin perjuicio de esto, cuando se hace referencia a la
escuela, es posible establecer que no ha sido siempre así, tal como se le
conoce en la actualidad. Según Pineau (2001), esta se ha desarrollado,
expandido y consolidado por medio de “complejas operaciones de negociación y
oposición con las otras formas educativas presentes” (p.3), formándose como
resultado de los planteamientos de cada época. En este proceso, los cambios han
sido profundos en cuanto a lo social y pedagógico, confirmando los
planteamientos del mismo autor, cuando establece que: “El pasaje del siglo XIX
al XX: la expansión de la escuela como forma educativa hegemónica en todo el
globo (…) se convirtió en un innegable símbolo de los tiempos, en una metáfora
del progreso, en una de las mayores construcciones de la modernidad (p. 1)”.
Esta
configuración de la escuela la posiciona como una realidad interesante de ser
estudiada, presentándola como un escenario complejo y multifactorial, a partir
de su variedad de áreas y desafíos asociados; ya sea desde sus múltiples
componentes o desde los paradigmas que llevan a observarla, criticarla y,
eventualmente, transformarla. Entonces, reconocerla como un espacio diverso y
una segunda instancia en el desarrollo social de las personas, hace de la
escuela un contexto desafiante y problematizador.
En
la historia del ser humano, la escuela ha sido cuna y escenario de su
desarrollo. Ella se presenta, para niños y jóvenes, como una institución con un
claro rol de “producción cultural y de real experimentación sociopoIítica en la
medida en que (…) se vivan no como espacios y tiempo de reproducción y
transmisión del saber sino ante todo como espacios de creatividad” (Ceppi y
otros, 2009, p. 2).
En
este marco, los planteamientos de Duarte (2003) respecto a dicha institución,
cobran gran relevancia al establecer que, potencialmente, ésta: “Trata de
propiciar un ambiente que posibilite la comunicación y el encuentro con las
personas, dando lugar a materiales y actividades que estimulen la curiosidad,
la capacidad creadora y el diálogo, y donde se permita la expresión libre de
las ideas, intereses, necesidades y estados de ánimo de todos y sin excepción,
en una relación ecológica con la cultura y la sociedad en general” (p.8). Así,
para este artículo, la problematización de los espacios educativos, como
aspecto relevante dentro de la escuela, permite reconocer en ellos elementos
significativos y necesarios de poner en la palestra al momento de hablar sobre
educación y calidad.
Hoy
en día, existen trabajos investigativos que han cobrado importancia respecto a
cómo las aulas, los espacios, su organización y modelamientos influyen
positivamente -o no- en los aprendizajes. De esta forma, dichos espacios deben
ser “un elemento más de la actividad docente y, por tanto, es necesario
estructurarlo y organizarlo adecuadamente” (Laorden y Pérez, 2002, p. 133).
Al
hacer referencia de estos, en la bibliografía disponible, se nota poca
consideración o desconocimiento del tema, centrando más bien la mirada en otros
aspectos que podrían considerarse más evidentes, como en los estudiantes, los
educadores, el aprendizaje o los objetivos, ignorando cuán necesaria es la
integración de todo lo anterior, en un espacio pertinente y alineado con ellos.
No ha habido, en consecuencia, mayor preocupación por un espacio que, en
definitiva, exprese las condiciones necesarias para aprender y enseñar. En el
mejor de los casos, se presume que el espacio disponible para el aprendizaje sea
intencionado y planificado, ordenado y limpio, como parte de las prácticas de
los educadores en conjunto con los estudiantes. Se evidencia, así, la
importancia de repensar el espacio con categorías pedagógicas, preferentemente
crítico-constructivistas.
3. Comprensión del
espacio: distintas miradas de un mismo concepto:
Al
hablar sobre el espacio es posible encontrar diversas formas de componer su
significado para comprenderlo. De ahí la necesidad de profundizar e integrar
una visión pertinente a su estudio y comprensión.
Según
lo planteado por Kuri (2013): “El problema espacial como objeto de discusión en
el campo de las ciencias sociales remite a pensar las diversas dimensiones que
lo conforman: desde su evidente materialidad, pasando por los planos histórico,
cultural y político, hasta llegar a la no tan obvia, pero insoslayable,
dimensión simbólica. Esta complejidad empírica exige aproximarse al análisis
del espacio desde la interdisciplinariedad” (p. 72).
Ejemplos
de esta interdisciplinariedad, es lo propuesto por De Stefani (2009) donde la
visión desde la física, como ciencia exacta, visualiza el espacio “como un
problema real y concreto, medible y empírico, aunque igualmente fijo e inmóvil”
o bien, avanzar en el proceso histórico del concepto donde, se ha llegado a “consecuencias
muy particulares en el surgimiento de las ciencias humanas o sociales durante
el siglo XIX y particularmente en la arquitectura, en la cual la noción de
espacio no surge hasta fines del mismo siglo” (p. 4).
Desde
la antropología, el espacio fue visto “como parte de los esquemas que
organizaban la cultura. Malinowski, por ejemplo, señalaba la necesidad de
comprender los fenómenos de la cultura a partir de un área geográfica
perfectamente delimitada” (Bello, 2011, p. 42).
Como
sabemos, las prácticas diarias ocurren en un espacio que, en mayor o menor
medida, está determinado por características físicas, sociales y
representaciones mentales. Es decir, no es posible disociar los elementos que
lo componen para organizar o disponerlo. Así lo establece el autor anterior al
expresar: “La dualidad entre lo mental y lo material -entre sujeto y objeto,
entre lo subjetivo y lo objetivo- en que fue debatida por siglos la noción de
espacio -desde la antigüedad clásica a la ilustración- deja paso en Lefebvre a
una triada del espacio (…) considerando tres niveles o modos de existencia del
ser humano en el mundo: 1) Lo físico (lo sensible, lo percibido, la presencia);
2) Lo mental (lo abstracto, lo concebido, las representaciones); 3) Lo social
(lo relacional, lo vivido, la experiencia)” (p. 16). De este modo, el espacio
es el resultado de esta triple unión en la que el ser humano está, se hace
parte y lo configura.
Por
tanto, los espacios pasan a complejizarse y a tomar relevancia, al visualizar
que son realidades subjetivas y en permanente dinamismo. Comprendiendo el
espacio desde una visión social, tanto técnica como crítica, se constituye hoy
como “un sistema de objetos cada vez más artificiales, poblado por sistemas de
acciones igualmente imbuidos de artificialidad, y cada vez más tendientes a
fines extraños al lugar y a sus habitantes” (Santos, 2000, p. 54).
En
forma elocuente, Augé (2008), en su libro sobre Los no lugares, plantea la idea respecto de la transitoriedad en
los espacios y la profundización en la soledad de la condición humana. Él
plantea estos no lugares como espacios que poco tienen de intercambio,
relaciones de unos con otros, interacción, compromiso, representatividad, entre
tantos elementos. Lugares de paso, donde no hay sentimientos predominantes ni
intención de involucrarse. Para este autor -de gran influencia en arquitectos,
geógrafos y pedagogos- el espacio es protagonista de los rasgos centrales de la
modernidad, constituyendo una suerte de continente y contenido, a la vez, de lo
social. En este sentido, el espacio educativo puede riesgosamente ser concebido
como un no-lugar para el desarrollo y transformación de las personas; operando,
al revés, esto es, como un espacio ajustado a los propósitos adaptativos y
controladores de la educación.
4. ¿Qué son los espacios
educativos?:
La
preocupación por las condiciones físicas de los contextos educativos,
afortunadamente ya se ha iniciado y la podemos visualizar desde dos focos: por
un lado, el mundo de la investigación y el diseño, y por otro, el mundo de los
estudios de arquitectura (Acaso, 2015), siendo imposible seguir ignorando la importancia
de éstos para una comprensión más amplia y profunda de los procesos pedagógicos
(Arias, 2013).
Así
lo sostienen algunos autores al establecer que “el espacio forma parte inherente de la calidad de la educación”
(Romero, 1997, citado en Duarte, 2003) (…) y este debería ser “concebido como
construcción diaria, reflexión cotidiana, singularidad permanente que asegure la
diversidad y con ella la riqueza de la vida en relación” (Ospina, 1999, citado en Duarte, 2003, pág. 5). En este contexto, reconocer
los espacios educativos como la integración de lo sensorial, las
representaciones mentales y lo experiencial de cada persona, lo sitúa como un
elemento de la enseñanza y el aprendizaje que antes carecía de relevancia y que
ahora es cada vez más valioso.
Visto
de esta forma, el espacio se presenta desafiante y por reconquistar,
evidenciándose como una realidad poco integrada y distante de quienes lo
componen. Sin embargo, según distintas disciplinas, dicho concepto se
profundiza, haciendo necesario convenir su significado como: “Sistemas de
objetos y sistemas de acciones que interactúan. Por un lado, los sistemas de
objetos condicionan la forma en que se dan las acciones y, por otro lado, el
sistema de acciones lleva a la creación de objetos nuevos o se realiza sobre
objetos preexistentes. Así, el espacio encuentra su dinámica y se transforma”
(Santos, 2000, p. 55).
Cuando
se piensa en los establecimientos educacionales, se visualizan “espacios
dejados, decimonónicos, carcelarios, fríos, y ante todo, inhumanos: lo que
menos puede apetecerle a alguien es permanecer en un aula más del tiempo al que
nos obliguen a estar en ella” (Acaso, 2015, p. 106).
De
ahí la necesidad de que los elementos que compongan los espacios educativos, “de
no lugares pasen a ser lugares (…) espacios con los que nos identificamos, con
los que establecemos una relación, una emoción, una sensación de pertenencia”
(…) espacios donde la relación con él, potencie los aprendizajes, dando “paso a
la idea del aula como taller, como laboratorio y como espacio de reunión.
Muebles para la libertad. Con sofás, con cocinas, donde se difume lo académico
con lo doméstico” (Acaso, 2015, p. 107), espacios que se configuren como una
propuesta pedagógica en sí misma, en conjunto con otros.
5. Espacios
educativos, ¿creados para dialogar?:
Para
lograr espacios educativos cada vez más completos y complejos, se propone la
inquietud sobre su finalidad y aporte en las relaciones humanas que se generen
en ellos. Tal como propone Kuri (2013), “sin duda alguna, el espacio constituye
un fenómeno que reviste una importancia fundamental para comprender cómo –junto
con el tiempo– se vertebra la vida social” (p. 71). Vida social compleja frente
a los desafíos que requiere el convivir, pensando y organizando, sistemas de acciones y objetos en común.
Hasta
hace unos años, sólo se comprendía el espacio como lo evidente u obvio, “y no
como un proceso resultado de las relaciones sociales que, a la vez, las
configura” (Kuri, 2013, p. 72), lo que confirma lo irrelevante que parecía ser.
En ellos y desde ellos, se levanta la posibilidad de sitios constituidos en
forma representativa, en el vivir juntos, como reflejo de lo comunitario. En
esta creación de espacios, Acevedo y otros (2007) plantean lo siguiente: “Es
imprescindible ser cauteloso al momento de pensar en la configuración espacial
puesto que el carácter colectivo se ve solapado por la importancia que se le
atribuye, muchas veces de sobremanera, al carácter de lo individual, perdiendo sentido
la identidad construida socialmente” (p. 43).
En
esta línea, uno de los principales ejemplos de espacio al interior de
instituciones educativas, es la sala de clases. En ella, estudiantes y
educadores pasan gran parte del tiempo generando interrelaciones que los hacen
ser quienes son, en este modelamiento mutuo. Por ello, la riqueza de las ideas
de Duarte (2003) cuando propone que: “El entorno ha de ser construido
activamente por todos los miembros del grupo al que acoge, viéndose en él
reflejadas sus peculiaridades, su propia identidad (…) tal como sucede con las casas, los individuos
tienen el derecho a decidir sobre la organización de su espacio; en el aula con
mayor razón se debe permitir que sus habitantes participen en su
estructuración, pues son ellos quienes vivirán en ella la mayor parte de su tiempo,
por no decir de sus vidas” (p. 12).
En
la actualidad, lentamente, tanto para el espacio, como para el tiempo y el
sujeto “se ha ido imponiendo una sensación de fragmentación (…) se combinan
fragmentos del pasado al modo de un collage” (Efland, 2003, citado en Acevedo,
2007) perdiendo la coherencia de la identidad, desarticulando cada vez más las
partes del todo. Esta realidad lleva a cuestionar respecto a la idea que
subyace tras esta desarticulación, puesto que pareciera que mientras más
disgregado, más fácil es alejar un elemento del otro, llevando a mayor ceguera
frente a procesos sociales como los que constituye una sala de clases, un patio
u otro espacio pensado para educar. Entonces, estos espacios ya no son simplemente
lugares para transeúntes de la educación, como dispositivos de transferencia de
conocimientos vacíos, como un proceso mecánico y automático tal como se ve aún
en estos días, sino más bien, se transforman en espacios inquietantes.
Al
interior de los espacios educativos existe gran diversidad de actores, la cual
llena de matices las formas de pensar, de decir o de actuar, “implicando
generalmente muchas interpretaciones (…) proceso en el cual el yo se da cuenta
de que hay un tú; ese tú que es otro que me mira, que me altera, que me toca,
que me mueve” (Bazán y Manosalva, 2014). Por tanto, las aulas tendrán que
constituirse como “un espacio vital en el que se aprende, se educa, se
participa, se imagina, se ríe, se crea y se sueña” (De Moya y Rotondaro, 2015,
p. 1) y que, por supuesto, se dialoga. Desde ahí, “la educación
problematizadora, respondiendo a la esencia del ser de la conciencia, que es su
intencionalidad, niega los comunicados y da existencia a la comunicación”
(Freire, 2005).
Luria
(2007) lo planteaba así, cuando establece que: “Desde el momento en que un
problema fundamental del proceso educativo es el de la formación social y de la
formación individual, ligadas entre sí por una relación dialéctica, se deduce
que la comunicación en el interior de los grupos de estudiantes adquiere la
máxima importancia. Una ‘clase` no es un grupo ‘pasivo` de oyentes poco
interesados y ‘dominados` por un enseñante, sino por el contrario, un
‘colectivo`, un grupo de personas que, interactuando entre sí, persiguen un
único fin” (p. 8).
Entonces,
permitir a estudiantes y profesores “que colonicen el aula con
microrrepresentaciones de lo que les interesa, dando pie así a mayor motivación
e interés” (Acaso, 2015, p. 109) se revela como eje
central, cobrando gran importancia el intencionar espacios educativos con
recursos que permitan fomentar las relaciones e intercambios entre ellos, con
el fin de generar elementos potentes como base de los cambios sociales, ricos
en reflexión y cuestionamientos, propios de las relaciones humanas. Aunque
difícil de lograr, ese es el camino que seguir para religar, desde referentes
crítico-constructivistas, espacio, calidad educativa y potenciación de
aprendizajes.
6. Para cerrar
esto y seguir abriendo el espacio:
¿Qué
hemos querido decir? Primero, que el espacio es una dimensión olvidada en las
escuelas, lo que es lamentable, pues, la escuela -como espacio de creatividad-
debe posibilitar la interacción, el encuentro y la expresión como puente hacia
la cultura y la sociedad. Es lamentable, además, porque los espacios pensados
para un aprendizaje de calidad se reconocen como contextos desafiantes y
problematizadores.
Segundo,
que, en la actualidad, los espacios son escasamente considerados al referirse a
la enseñanza y el aprendizaje. El espacio se entiende desde diversas miradas:
lo físico, lo mental y lo social, representando una realidad subjetiva y
dinámica. Al ser un factor esencial dentro de la educación, deben ser
intencionados y construidos en conjunto (estudiantes-educadores), desarrollando
el sentido de pertenencia y permitiendo la posibilidad de dialogar, criticar y
transformar.
Tercero,
que los espacios fortalecen y potencian los aprendizajes, es casi un dato: hay
estudios que plantean la influencia entre el espacio educativo y los
aprendizajes, debiendo comprender cómo son y que se pretende con ellos. Los
aprendizajes son múltiples procesos que permiten elaborar la idea de mundo;
siendo un proceso de co-construcción, realizado junto a otros.
Cuarto,
frente a estos aprendizajes, la educación se ve descontextualizada, estática.
De ahí la importancia de la potenciación
de los aprendizajes, comprendiendo esta como transformación, liberación, expresión, entendiendo la educación
como un acto inacabado, en movimiento, que ocurre en cualquier lado a través de
la experiencia de lo vivido en primera persona. Experiencias que se dan según
condiciones que las faciliten, siendo los espacios educativos, pilares
fundamentales para apoyar este cometido.
Quinto,
educadores y estudiantes ocupan un rol importante en el desarrollo y
transformación de la realidad escolar. Pensar en pedagogía es iniciar un camino
reflexivo respecto a la educación, de modo que, tanto educadores como alumnos sean
agentes activos en la re-creación de dicha realidad, pensando y adaptándola
críticamente. En este contexto, hay prácticas educativas que requieren cambios.
Por parte de los educadores, se notan ansias de mantener lo conocido y lo ya
hecho: instrumentos evaluativos, formatos de clases, el uso de la su voz como
símbolo hegemónico, facilitan la estática de su papel actual. Por otra parte, los
estudiantes viven a partir de lo dado y elaborado por otros, con pasividad y
receptividad que lleva a la repetición mecánica de contenidos. Frente a esto,
los pedagogos y profesionales de la educación están conminados a realizar mejores
procesos de enseñanza y aprendizaje, enfocándose en habilidades que faciliten
el tránsito de los alumnos hacia la realidad que les toque vivir. En cuanto a
los estudiantes, se esperan mayores cuestionamientos para iniciar procesos de
transformaciones, tanto de los conocimientos como de los espacios, en pos de
lograr las mejoras que se requieren.
A
partir de lo anterior, los espacios modelan la conducta por sí mismos, haciendo
que sus miembros realicen determinadas acciones dentro de lo esperado. De ahí
que las percepciones posicionan críticamente a profesores y estudiantes en un
escenario de cuestionamientos, diálogo y transformaciones, dando inicio a la labor libertaria tan querida por Freire.
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