Valentina Peralta
Garrido
Profesora de Historia y Ciencias Sociales
Magister (c) en Potenciación de Aprendizajes
Educación y
Pedagogía, juntas pero no revueltas
Para
partir, se analizarán aquí ciertos conceptos educativos que conforman la
arquitectura básica de la profesión docente, pues, suelen confundirse muchos en
lo que es Educación y Pedagogía. ¿Se trata de definiciones fijas? La verdad es
que no.
A
lo largo de la historia universal hemos podido ver a diversos autores ahondar
en estos conceptos, como, por ejemplo, el caso del pensamiento pedagógico griego,
a través de la idea de la paideia,
basada en “la integración entre la cultura de la sociedad y la creación
individual de otra cultura en una influencia recíproca” (Gadotti, 2008, pág. 16) . Pero, a medida que
fueron pasando los siglos, estas visiones fueron variando al punto de existen
diferencias entre el pensamiento que surgió en los primeros siglos de la
historia de la humanidad y las visiones de la edad media o la edad moderna,
hasta llegar a nuestros días.
En
primer lugar, para hablar del concepto de Educación, es necesario que nos
remitamos a su significado epistemológico. El concepto varió desde su primera
aplicación entendido como crianza, en
los primeros siglos de la historia, a lo que posteriormente hizo alusión al
concepto de adoctrinar o disciplinar. En el caso de Chile, se
utilizó a lo largo del siglo XIX e inicios del siglo XX, el concepto de
educación y pedagogía indistintamente para hacer relación a las personas que
tenían como labor la enseñanza de las leyes del país, con el fin de crear
ciudadanos. De hecho, no se hablaba del cargo de profesor, sino que de preceptor.
Lo anterior, tuvo vigencia hasta la implementación de la reforma educativa gestada
en la década de 1920.
Pero,
si nos remitimos al origen de la palabra, nos daremos cuenta de que "educación"
tiene un doble origen etimológico, su procedencia latina se atribuye a los
términos educere y educare. Como el
verbo latino educere significa
"conducir fuera de", "extraer de dentro hacia fuera", desde
esta posición, la educación se entiende como el desarrollo de las
potencialidades del sujeto basado en la capacidad que tiene para desarrollarse.
El término educare se identifica con
los significados de "criar", "alimentar" y se vincula con las
influencias educativas o acciones que desde el exterior se llevan a cabo para
formar, criar, instruir o guiar al individuo. Se refiere, por tanto, a las
relaciones que se establecen con el ambiente que son capaces de potenciar las
posibilidades educativas del sujeto. Lo anterior da cuenta de que, para hablar
del concepto de educación, no podemos caer en anacronías. Hablamos de un
concepto en continua transformación y que se construye a través de las
sociedades, por eso señalamos que la educación debe ser transformadora, en el
sentido de que debe generar cambios sociales y culturales, pero, además, debe
transformase a sí misma, tal como lo planteaban los griegos con el concepto de paideia. La educación “debe repensarse,
deconstruirse y volver a combinar los elementos que la conforman de otra
manera, lo cual, además de ser muy complejo, es un desafío…” (Aragay, 2017) .
Debemos
hacer también la distinción entre educación formal e informal. En el caso de la
educación informal hablamos de todo proceso educativo que surge de la vida
cotidiana, del día a día. Por ejemplo, cuando un niño pequeño comienza a
caminar, pasa por un proceso de transformación que modifica sus pautas y
esquemas internos como también los de los sujetos que lo rodean, sin tener que
haber pasado por un aula o un espacio de educación formal para que suceda. En
lo anterior radica la diferencia entre lo formal e informal de la educación.
Por
ende, la educación formal es la de la academia, de la escuela y la universidad,
donde existen profesores, horarios y actividades pensadas para lograr
objetivos. Es la educación basada en políticas públicas, que se rige por ellas
y que las modifica. Es por lo anterior
que “durante las últimas dos décadas ha habido un trabajo conceptual
significativo y un apoyo dirigido a la ampliación de metas educativas a fin de
preparar mejor a los estudiantes para las exigencias del presente…”. (Reimers &
Chung, 2016) .
Por ende, la educación se presenta como un fenómeno complejo, que involucra la
transmisión de conocimientos, la formación del sujeto y la reproducción social
y que posee ciertas funciones sociales enlazadas con la adaptación al grupo
social y a la sociedad en su conjunto, como mantener y asegurar la continuidad
social, sumado también al hecho de introducir al cambio social, de guiar la
formación profesional de los individuos desarrollando material de la sociedad y
teniendo una función política en base a la construcción y reconstrucción de la
ciudadanía.
En
segundo lugar, es necesario hacer la diferenciación entre el concepto de
Educación y Pedagogía. Como ya vimos en párrafos anteriores, educación la
entendemos como todo proceso formativo que vive el ser humano, sea de tipo
formal o informal. Es decir, si es independiente de las estructuras de la
academia/escuela o no. Pero hablar de pedagogía es hablar sobre la reflexión
sobre la educación, en todas sus aristas y niveles.
Una
definición general se relaciona con la idea de que la pedagogía es una
construcción teórica, que se encuentra en permanente reflexión epistemológica y
que, por ende, es esencial con todos los procesos que se generan y desarrollan
en el ámbito de la educación (Castaño, 2012) . La anterior, es parte de concepciones
más recientes, pero como ya lo vimos anteriormente, en la antigüedad clásica,
durante la época de griegos y romanos, la pedagogía (Paidós, niño y agogein,
conducir) y la educación (ex-ducere,
sacar fuera) hacían referencia a la acción de conducir a otro para sacar fuera
las potencialidades de los seres humanos, es decir, ambos conceptos fueron
entendidos como conducción, esto es,
como acciones y como reflexión.
Si
avanzamos temporalmente, para hacer una breve cronología del concepto, podemos
señalar que, en la edad moderna, “la pedagogía dejó de ser conducción y formación
interior y pasó a ser educación como instrucción de los hombres en las
escuelas. Una persona especial, supuestamente el maestro como instructor, era
la encargada de educar en sitios cerrados, controlados y organizados de modo
especial. La persona que educaba debía tener un don especial y un saber” (Quiceno
Castrillón, 1998) .
Bajo esta lógica y refiriéndonos a esta época específica de la historia, el
método, la escuela y la enseñanza se unieron en un solo concepto que fue
entendido como educación o pedagogía indistintamente.
Es
ya en el siglo XVII y XVIII cuando se le otorga un sentido diferente al
concepto de pedagogía y deja de ser entendida solamente como un quehacer en el
aula (didáctica). Esto se basó en los aportes de John Locke y Jean-Jaques Rousseau,
quienes dieron cuenta que la pedagogía debía ser entendida como la reflexión
sobre educación, la que llevaría a los jóvenes a convertirse en hombres. Hoy
podíamos decir que con los aportes de Locke y Rousseau la pedagogía se va
constituyendo en una teoría sobre la educación y que la educación puede ocurrir
o no en la institución escolar. Sin embargo, en nuestros días aún se sigue
pensando que la educación es todo aquello que ocurre en las instituciones
escolares y que pedagogía es lo que pasa fuera de ella, no se entienden ambos
conceptos como un todo, como una relación entre dos conceptos que se definen a sí
mismos en base a su interacción y reciprocidad.
Con
la llegada de los racionalistas, en el siglo XVIII y comienzos del XIX, se
empezó a hablar de la pedagogía como ciencia. Hoy en día podríamos decir que la
pedagogía como ciencia sigue estando en cuestión, pues, aún no se tiene
claridad sobre los fundamentos epistemológicos y metodológicos que la sustentan,
este es un debate abierto y, a la vez, una tarea por complementar. En este
contexto, los racionalistas encasillaron a la pedagogía como parte de las ciencias
sociales.
En
el Siglo XX, la educación y la pedagogía se diferencian y adquieren un nuevo
sentido. Se comienza a entender que la educación es eminentemente social y la
pedagogía es una reflexión sobre ese fenómeno o hecho social, en el sentido de
que la sociedad traza el ideal de hombre que la educación recorre y la
pedagogía explica y analiza el recorrido. La pedagogía tiene por función no
sustituir la práctica educativa sino guiarla, esclarecerla, explicarla. Por
ejemplo, para Dewey, “la pedagogía es interacción, comunicación, intercambio,
entre el mundo y las cosas, entre el medio ambiente y los individuos, entre la
sociedad y las instituciones, y pedagogo es aquel que sin estar involucrado en
el proceso educativo conoce de él y lo puede explicar” (Gadotti,
2008) .
Es el mismo Dewey quien llega a señalar que la pedagogía -en cuanto filosofía
de la educación- resulta del todo imprescindible a la hora de entender y
orientar qué es educación.
A
raíz de este recorrido analítico sobre el concepto de pedagogía, es que podemos señalar que se refiere a aquella reflexión
sistemática en torno a la educación. Es más, se trata de un tipo de reflexión
que conlleva una dimensión filosófica, que está enlazada con una concepción
sobre lo que es el conocimiento y el aprendizaje, sumado a una concepción de la
sociedad o el contexto en el que se educa y por, sobre todo, a una concepción
de los roles que le corresponde al educador y al educando (Bazán, 2008) . Así como también importa
una dimensión científica
referida al uso del método
científico para abordar, explicar y comprender la educación.
En
suma, para hablar de pedagogía y educación, hay que tener claro que existen
teorías subyacentes a ambos conceptos, las cuales han ido mutando y
transformándose a lo largo del tiempo. Es por lo anterior que podemos señalar
que ambos conceptos abordados en este artículo hacen hincapié a una
construcción social, que responde a una época y contexto específico. Entendiendo
que se puede concebir la teoría pedagógica como un sistema de ideas, conceptos
e hipótesis, relacionados con la educación en tanto enseñanza y formación; es
decir, las mejores estrategias de impartir la formación personal y social. Así,
“Estos sistemas pedagógicos se han construido desde la investigación a partir
de la experiencia educativa, la reflexión filosófica y el análisis lógico por pedagogos
y otros profesionales que se han interesado en la educación, sistematizando su
objeto y su método” (Castaño, 2012, pág. 39) . Y en estos tiempos
postmodernos, líquidos - siguiendo a Bauman-, y en constante cambio, es
imperativo reflexionar sobre estos conceptos que dan cuenta de las visiones
educativas y pedagógicas de las sociedades actuales.
Los saberes
asociados a educación, ni tanto ni tan poco
Escribir
sobre los saberes docentes o lo que debería saber cada profesor para realizar
su práctica pedagógica, no es tarea fácil. En el ejercicio de enseñar, lo que
sabe el profesor o lo que debiese saber
el profesor parece ser algo primordial, pero ante ello, a nivel universitario,
no hay plena claridad en su naturaleza y su enseñanza para los futuros
profesores… Agregado a esto, está la baja vigilancia epistemológica que vive el
profesorado y las facultades de educación que dificultan la reflexión sobre qué
es un saber pedagógico y cuáles son saberes más relevantes para contar con
profesores autónomos y críticos, capaces de transformar(se) y transformar su
entorno.
¿La
razón? Pareciera ser que no hay acuerdo sustancial sobre la trascendencia de
estos saberes que no son contenidos dentro de la lógica procedimental,
actitudinal o conceptual o, en el caso de que se hablen y se trabajen estos
temas, cuesta ahondarlos y vivenciarlos en su relevancia básica. Esto podría
tener que ver con la “existencia de una relación problemática entre los
profesores y los saberes. Es preciso resaltar que hay pocos estudios u obras
consagrados a los saberes de los profesores.” (Tardif, 2004, pág. 26) . No existe, en suma,
una clara arquitectura de estos saberes en el contexto de la profesión docente.
Entonces,
¿Cómo podemos definir estos saberes? Al respecto, varios autores han dedicado
sus investigaciones a estudiar el desarrollo profesional docente y los saberes
que los profesores debiésemos
conocer. En efecto, desde mediados del siglo pasado, el tema de la función
docente se ha tratado desde diversas visiones, tanto administrativas,
pedagógicas, sociales y políticas. Pero ¿cuál es la función que tienen los
docentes? Esta se puede definir como el “ejercicio de tareas de carácter
laboral educativo al servicio de una colectividad, con unas competencias en la
acción de enseñar, en la estructura de las instituciones en las que se ejerce
ese trabajo y en el análisis de los valores sociales” (Imbernón,
2004)
y es dentro de la lógica de este análisis que recae la importancia y relevancia
de entender el concepto de saber
pedagógico, ya que es desde estas visiones y/o percepciones desde donde se
realiza la función docente que señala Imbernón.
De
acuerdo con Freire, cuando hablamos de saber, hablamos de “un verbo transitivo,
un verbo que expresa una acción que, ejercida por un sujeto, incide o recae
directamente en un objeto sin regencia proposicional, por eso es por lo que el
complemento de este verbo se llama directo. Quien sabe, sabe alguna cosa” (Cartas a
quien pretende enseñar, 2010, pág. 145) . Por ende, existen
diversos tipos y categorías para dichos saberes. Y si hablamos desde lo
estrictamente educativo de la formación docente, podemos nombrar: saberes
docentes o profesionales, saberes pedagógicos y saberes disciplinares y/o
curriculares, por nombrar algunos.
Todo
lo anterior, bajo la lógica de que todo trabajo humano, incluso el más simple y
previsible, exige del trabajador un saber y un saber hacer. En otras palabras,
“no existe un trabajo sin un trabajador que sepa hacerlo, o sea, que sepa
pensar, producir y reproducir las condiciones concretas de su propio trabajo”. (Tardif,
2004, pág. 174) .
Desenrollando la
madeja: los “saberes profesionales” y los “saberes disciplinares y/o
curriculares”
Los
saberes profesionales y los disciplinares, no son muy diferentes entre sí.
Efectivamente, se trata de saberes que son parte de las prácticas docentes o
pedagógicas diarias, pero “parecen ser más o menos de segunda mano. Se
incorporan, en efecto, a la práctica docente sin que sean producidos o
legitimados por ella. La relación que los profesores mantienen con los saberes
es la de transmisores, portadores u objetos de saber, pero no de productores que pudieran imponer como
instancia de legitimación social de su función y como espacio de verdad de su
práctica.” (Tardif, 2004, pág. 31) .
Con
lo anterior, nos referimos a que los saberes profesionales se refieren al
conjunto de saberes que son transmitidos a los profesores o futuros profesores
a través de las escuelas o facultades de educación. ¿Qué quiere decir esto? Hablamos
de la didáctica o el currículum escolar, de las teorías sobre desarrollo
cognitivo, etc. Nos referimos entonces a que los saberes disciplinarios y
curriculares que transmite el profesorado se sitúa en una posición de
exterioridad en relación con la práctica docente: “aparecen como resultados que
se encuentran considerablemente determinados en su forma y contenido, productos
procedentes de la tradición cultural y de los grupos productores de saberes
sociales e incorporados a la práctica docente a través de las disciplinas,
programas escolares, materias y contenidos que transmitir. En esa perspectiva.
El profesorado podría compararse con técnicos y ejecutivos destinados a la
tarea de la transmisión de saberes.” (Tardif, 2004, pág. 32) .
Si
nos situamos en esta lógica, sólo podríamos tener transmisión de contenidos en
el aula, en todos los niveles educativos; en consecuencia, fuera del aula los
profesores no son relevantes. Tardiff, señala que estos saberes profesionales o
disciplinares tienen que ver con conocer
la especialidad y transformar al profesorado en meros transmisores. Y cabe
resaltar el hecho de que estos saberes disciplinares ni siquiera son definidos
ni seleccionados por los mismos docentes, sino que responden a lógicas
institucionales, sean estas las escuelas, universidades o el mismo Ministerio
de Educación, pues, “En el plano institucional, la articulación entre esas
ciencias y la práctica de la enseñanza se establece, en concreto, mediante la
formación inicial o continua del profesorado. En efecto, en el decurso de su
formación, los profesores entran en contacto con las ciencias de la educación.”
(Tardif, 2004, pág. 29) .
Lo
anterior, da cuenta del ciclo existente en base a los saberes disciplinares, en
el sentido de que se enseñan a los profesores o futuros profesores a lo largo
de su carrera universitaria, y se hace ahínco en que sepan reconocer las
distintas aristas de su disciplina, pero también hay que tener en cuenta que
“la enseñanza como campo de prácticas, histórica y socialmente configuradas por
el fenómeno de la escolarización, preexiste a los profesores, individualmente
considerados, con tradiciones y normas que le son peculiares, en particular en
lo relativo a los saberes que caracterizan la sustancia en los procesos
formativos (Edelstein, 2011, pág. 60) . Esto da cuenta de la premisa de que todos los
saberes son necesarios en el proceso formativo y que los disciplinares no han
estado siempre ligados al profesorado o a los pedagogos. En el sentido que, a
lo largo de la historia, no siempre han sido específicamente pedagogos o
profesores los que transmiten conocimientos o saberes específicos de alguna
disciplina.
A
esto es necesario añadir que el conocimiento académico, profesional o
disciplinar siempre será necesario en
todo ámbito de la educación, pero este debe constituirse como instrumento de
reflexión pedagógica, y que para poder convertirse debe integrarse como parte
de los esquemas de pensamiento que activa una persona al interpretar la
realidad en la que vive y sobre la que actúa, organizando sobre esta su propia
experiencia. (Edelstein, 2011) Y si hablamos de la
reflexión pedagógica en base a los saberes, debemos ahondar en las concepciones
que existen sobre saber pedagógico.
La “buena nueva”
del saber pedagógico
Al
hablar aquí del concepto de saber
pedagógico, no nos referiremos a una visión reduccionista en el sentido de
que sólo asociemos este concepto a teorías o conocimientos disciplinares o
profesionales. Al contrario, saber pedagógico para algunos puede venir a
significar los conocimientos de los profesores, o de los pedagogos.
Efectivamente se trata de una concepción hecha en función de la pedagogía, que
“solo existe mediante un sistema de prácticas y de actores que las producen y
asumen” (Tardif, 2004, pág. 173) .
Se
trata de un saber que, en palabras de Edelstein (2011),
no se conforma solo desde la práctica; se nutre también en las teorías que
dotan a los sujetos de variados puntos de vista y perspectivas de análisis que
le permiten una acción contextualizada sobre la base de la comprensión de los
contextos históricos, sociales, culturales, organizacionales en los que se
desenvuelven profesionalmente.
Otros
autores, como es el caso de Schulman (1986;1987),
utiliza el concepto de conocimiento
pedagógico para hablar de lo que en este artículo abordamos con el concepto
de saber. La diferencia entre estas
acepciones está dada en el sentido del alcance de cada una. Al hablar de conocimiento, caemos en una visión
reduccionista, dando a entender que sólo a través del conocer, los pedagogos
dan cuenta de sus estudios. Mientras que el saber, implica un nivel superior, un
nivel dialéctico entre teoría y práctica, que engloba el conocimiento formal,
la práctica y la experiencia pedagógica. Esto, bajo la lógica de que estos
saberes son “plurales, compuestos, heterogéneos, pues, sacan a la superficie,
en el mismo ejercicio del trabajo, conocimientos y manifestaciones del saber
hacer y del saber ser bastante diversificados y procedentes de variadas
fuentes, que podemos suponer de naturaleza también diferente.” (Tardif,
2004, pág. 47) .
Por
lo que deberíamos entender el concepto de saber
pedagógico como una episteme, en el sentido de que representa un principio
organizador, un dominio que envuelve las configuraciones del discurso
pedagógico, y que tiene que ver
entonces, con un “conjunto de relaciones capaces de unir en una época dada, las
prácticas discursivas de las ciencias” (Foucault, 1982) y en este caso, de la pedagogía.
Nos
referiremos entonces a “un saber social, ideológico, colectivo, empírico; un
saber que permite un desempeño en la situación educativa cotidiana; por tanto,
un saber no metódico. Este saber se expresa en los espacios relacionales y
discursivos del profesorado” (Cárdenas, Soto-Bustamante, Dobbs, & Bobadilla,
2012) .
A lo que se suma el hecho de que “el saber no está en el sujeto, sino en las
razones públicas que da el sujeto para intentar validar, con y a través de una
argumentación, un pensamiento, una propuesta, un acto, un medio, etc.”. (Paquay,
Marguerite , Évelyne, & Philippe, 2005, pág. 337) .
Entenderemos,
entonces, que la racionalidad pedagógica que envuelve el concepto de saber pedagógico
se enlaza con la idea de entender este saber cómo una producción de
conocimiento identitaria para la profesión docente. Bajo la premisa de que “las
perspectivas que acentúan el valor del conocimiento del profesor resaltan su
papel como constructor de conocimientos y significados entendiendo que posee
saberes que no pueden derivar de la investigación educativa tradicional”. (Edelstein, 2011, pág. 108) .
Por
ende, atribuiremos a la idea de saber
un sentido amplio que engloba los conocimientos, las competencias, las
habilidades (o aptitudes) y las actitudes de los docentes, o sea, lo que se ha
llamado muchas veces saber, saber hacer y
saber ser. Desde el punto de vista histórico, esta cuestión va ligada a la idea
de la profesionalización de la enseñanza y a los esfuerzos hechos por los
investigadores en el sentido de definir la naturaleza de los conocimientos
profesionales que sirve de base a la docencia.
En
base a esto, damos cuenta aquí que el desarrollo del saber profesional -como lo
denomina Tardif- o del saber pedagógico como preferimos utilizar en este texto,
está asociado “tanto a sus fuentes y lugares de adquisición como con sus
momentos y fases de construcción” (Tardif, 2004, pág. 51) , es decir, se trata
de una concepción que está en continuo cambio y transformación. Con todo, también
debemos hacer hincapié en que llamaremos saber únicamente a los pensamientos,
ideas, juicios, discursos, argumentos que obedezcan a ciertas exigencias de
racionalidad. Dando cuenta de que al
actuar racionalmente se puede “justificar por medio de razones,
declaraciones, procedimientos, etc., el discurso o la acción ante otro actor
que me cuestiona sobre la pertinencia, el valor de ellas, etc.”. (Tardif, 2004, pág. 146) , tal como lo señala
Calogne (2002) , estos se configuran
como el acto de pensamiento mediante el cual los sujetos establecen una
relación con algún objeto o categoría de la realidad. En el sentido de que los
saberes pedagógicos actúan como marcos de referencia en función de los cuales
los individuos y los grupos, definen objetivos, comprenden situaciones y
planifican acciones (Ávila, 2001) , operando como
organizadores del pensamiento y la acción, condicionando la relación y
comunicación de los sujetos en sí y con la tarea, haciendo que la acción social
sea coherente y lógica.
Entonces,
los saberes pedagógicos, se presentan como doctrinas o concepciones
provenientes de reflexiones sobre la práctica educativa, en el sentido amplio
del término, “reflexiones racionales y normativas que conducen a sistemas más o
menos coherentes de representación y de orientación de la actividad educativa.”
(Tardif, 2004, pág. 29) . Ergo, corresponden
a una perspectiva pedagógica, que puede ser personal o compartida y que se
genera en base al saber, saber hacer y saber ser en base a un sustento pedagógico
que tiene una raíz racional y teórica pero que, además, se hace presente en la
misma práctica de la pedagogía.
Saber pedagógico y
formación docente en Chile: ¿le hemos dado “el palo al gato”?
Revisemos
ahora el modelo educativo existente en nuestro país, especialmente en base a la
educación superior. Poseemos, de facto, un modelo educativo que responde a una
lógica neoliberal de mercado, implementado por el régimen militar y que se
mantuvo el tras retorno a la democracia. En este marco, tanto la Constitución
Política de la República de Chile de 1980 como la Ley General de Educación
(LGE) de 2009 conciben la educación chilena como un proceso de aprendizaje
permanente en todas las etapas de la educación. Además, el sistema educativo
tiene como objetivo transmitir y cultivar valores, competencias y habilidades
para crear ciudadanos chilenos responsables, tolerantes, solidarios y
democráticos (Mineduc, 2009) .
A
lo que se suma el hecho de que “la educación superior en América Latina
experimentó, en la década de 1990, un marcado interés por la calidad educativa,
al reconocer en ella la principal herramienta para responder a las exigencias y
demandas educativas en un contexto marcado por desafíos propios del proceso de
la globalización.” (Garbanzo Vargas, 2007) . Uno de los
fenómenos educativos marcado por la globalización, es la diversificación
existente en la educación superior. Además, debemos mencionar que la
construcción de conocimiento sobre la enseñanza y la transformación de este en
saber pedagógico -particularmente desde el conocimiento generado por los
propios profesores a partir del análisis de su práctica-, se tornan cuestiones
clave en la investigación didáctica durante las décadas del ochenta y noventa (Edelstein,
2011) .
Nos
referimos específicamente a la diversificación de la educación superior. Aquí debemos
señalar que, hasta la década de 1980, la educación superior había sido
principalmente estatal, lo que fue modificándose a lo largo de las últimas
décadas. En palabras de Pablo Gentili: “Las administraciones neoliberales que
gobernaron o aún gobiernan algunos países de América Latina y el Caribe han
desarrollado una muy diversa y prolífica batería de programas destinados, entre
otras metas, a reestructurar las universidades públicas, modificar de forma
autoritaria su marco normativo, desarrollar sistemas de evaluación y gestión
basados en un cuestionable productivismo académico” (Gentili,
2011) .
Por ejemplo, en 2014, el sistema de educación superior de Chile contaba con 157
instituciones autónomas estatales y privadas operando 398 campus diferentes (Mineduc,
2017) .
Al igual que en otros niveles de educación, el sector privado ha representado
la mayor parte del sistema de educación superior de Chile.
Si
nos remitimos sólo a las universidades que son parte del CRUCH o Consejo de Rectores
de Chile, está integrado por 27 universidades. De estas, 18 son universidades
públicas estatales (que también son miembros del Consorcio de las Universidades
Estatales de Chile, CUECH). Las restantes son universidades privadas, sin fines
de lucro, de orientación pública, que además forman parte de la Red de Universidades
Públicas No Estatales, también denominada G9. (OCDE, 2017)
Los miembros del CRUCH son las universidades más antiguas de Chile, fundadas
antes de los años ochenta. También existen 43 Institutos Profesionales y 54 Centros
de Formación Técnica los cuales son de capitales privados.
Retomando
la idea anterior, desde la década de 1990 existe una necesidad a nivel
educativo de abogar y ahondar en la mejora educativa a través del concepto de
“calidad en la educación”. En el caso de las carreras de pedagogía, la calidad
de las carreras se mide a través de mediciones y de proceso de acreditación de
estas. Pero, internamente, para la realización de estos procesos de mejora es
imperativo ahondar en cómo se presentan los sustentos pedagógicos de cada una
de las carreras. Y es aquí donde se vuelve relevante ahondar en los saberes
pedagógicos que subyacen desde las pedagogías que se dictan a nivel
universitario. Ello es relevante, pues, “las universidades deben ser espacios
de producción y difusión de conocimientos socialmente necesarios para
comprender y transformar el mundo en que vivimos, entenderlo de formas diversas
y abiertas…” (Gentili, 2011, pág. 135) .
A
lo que se suma el hecho de que la “idea de calidad en la formación profesional
universitaria cobra un matiz diferente cuando se trata de la formación de
formadores pues esta debiese apuntar no sólo a un conocimiento declarativo o de
eso… sino también de un como procedimental, estratégico y
actitudinal” (Garrido Fonseca, 2018, pág. 17) . Esto da cuenta de una
necesidad existente en el contexto de la formación de formadores que nos lleva
a reconocer la formación docente como un problema no abordado en sus
dimensiones epistémico-sociales a propósito del saber pedagógico, pues, se
requiere un conjunto de saberes relacionado con la reflexión compartida, con la
idea de generar una reflexión coherente con un conocimiento declarativo como
procedimental reflexivo, que encause una transformación en el otro.
Entendiendo que en el campo de las
disciplinas que se ocupan de la educación, la formación de docentes se ha ido
construyendo como una zona de especialidad, aún es bueno precisar que lo ha
hecho sin aislarse de los otros territorios de trabajo de las disciplinas. La
formación para la enseñanza está aun enormemente organizada en torno a las
lógicas disciplinarias. Funciona por especialización y fragmentación. Esas
disciplinas (psicología, filosofía, didáctica, etc.) no tienen relación entre
ellas, sino que constituyen unidades autónomas, cerradas sobre sí mismas y de
corta duración, por tanto, de poco impacto en los alumnos. (Tardif, 2004, pág. 177) . En todos estos
escenarios, lamentablemente, lo pedagógico no constituye el hilo conductor de
la formación docente ni el saber pedagógico es el elemento central de la
arquitectura de lo pedagógico.
Subsisten,
en consecuencia, distintos e invisibilizados tipos de conocimiento en la
práctica docente: “conocimiento manifiesto, explícito y explicitable, y
conocimiento tácito. La resolución de la relación entre el conocimiento tácito
y el desarrollo de conocimiento profesional es una cuestión esencial en el
proceso de la formación docente” (Anijovich & Cappelletti, 2014) . Todo lo cual
oscurece aún más la comprensión de lo pedagógico en la formación de profesores.
Por
otro lado, si entendemos que la enseñanza es una actividad práctica, una
actividad situada, que por lo tanto transcurre en un contexto histórico, social,
cultural e institucional específico, podemos ahondar en la lógica de que el
desafío es entonces diseñar propuestas de formación docente que creen
condiciones para que los futuros profesionales de la educación sean capaces de
reflexionar sobre sus prácticas, utilizando conocimientos y levantando el saber
pedagógico que los guía para su quehacer diario no sólo a nivel de aula.
En
lo anterior radica justamente la importancia de analizar y promover el saber
pedagógico en la formación de profesores (su status y su construcción) y, más
específicamente, la tarea de develar la racionalidad pedagógica existente en la
formación docente, en sus actores y en el curriculum que se construye en las
facultades de pedagogía del país (malamente llamadas, “facultades de
educación”). Esto es así, pues, “la formación puede entenderse como un
trayecto, el cual no implica sólo la idea de que hay un proceso vivencial que
se continúa en el tiempo, de un encadenamiento de experiencias variadas, sino
también la de que el recorrido compromete a la totalidad de la persona y posee,
generalmente, un carácter diferenciado o individualizado y permite una
secuencia u continuidad” (Anijovich & Cappelletti,
2014) .
En
palabras de Tardif, en la formación del profesorado, se enseñan teorías
sociológicas, decimológicas, psicológicas, didácticas, filosóficas, históricas,
pedagógicas, etc., “que se concibieron, la mayoría de las veces, sin ningún
tipo de relación con la enseñanza ni con las realidades cotidianas del oficio
del enseñante” (2004, pág. 177) . Lo anterior, urge
comprenderlo y transformarlo.