Enrique Barés
Psicólogo y Profesor en Psicología.
Académico de la Facultad de Psicología y del programa de Licenciatura
en Ciencias de la Educación
de la Universidad Nacional de Rosario.
enriquebares@gmail.com
En este artículo
procuramos plantear nuestra reflexión en torno a un tema que se debate en el
seno de los análisis sobre curriculum universitario: la calidad de la
educación. A esto, se ha incorporado más recientemente una perspectiva que
implica un entrecruzamiento conceptual y disciplinar con vertientes de diverso
origen. La noción de competencia aparece en el escenario de la educación en los
últimos años asociada a la idea de una formación profesional con mayor ajuste a
las demandas de desempeño. Nos interesa dejar planteadas algunas líneas de
análisis y esbozar hipótesis que posibiliten profundizar ese debate.
La cuestión de
la calidad es inherente a la educación toda vez que concebimos a ésta como el
proceso de comunicación social que asegura la vigencia de la cultura y anticipa
los modos de formulación y resolución de nuevos problemas que deben enfrentar
los hombres y mujeres en su vida cotidiana. En primer lugar, entonces,
centremos la cuestión del conocimiento en un lugar dentro de la concepción
general que postulamos como una ética. Se trata de construir un marco general
respecto de la concepción que tenemos sobre el conocimiento y su incidencia en
la vida general de la comunidad.
El concepto de
calidad de la educación es plural; diversas agencias, organismos nacionales e
internacionales y especialistas en el tema han propuesto definiciones más o
menos coincidentes. Hemos tomado dos definiciones para analizar en este
espacio. La primera ha sido consagrada en el glosario de la Red Iberoamericana
para la Acreditación
de la Educación
Superior (RIACES); la segunda, ha sido establecida en el
Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), que reúne a los Rectores de las
universidades nacionales argentinas y sirvió de referencia en el proceso iniciado
a comienzos de los ´90, en el espacio universitario de ese país, hasta la
actualidad.
Resulta
conveniente analizar los componentes de la sobredeterminación sociocultural de
la noción de calidad de la educación superior. La emisión de un juicio de valor
acerca de las cualidades de una institución universitaria, de un programa, de
una carrera, de los alumnos, de los profesores o de los graduados implica un
posicionamiento respecto de un imaginario social que es la expresión de
construcciones significativas explícitas e implícitas que operan como soportes
de una representación social más o menos compartida por actores sociales
involucrados más o menos directamente en el conjunto de acciones, discursos y
formulaciones que se desarrollan en torno al conocimiento, a los intelectuales,
los profesionales y sus instituciones.
El Consejo
Interuniversitario Nacional, de Argentina, ha definido calidad como los efectos positivos que las instituciones
universitarias proyectan en el medio, a través de numerosas actividades,
imposibles de mensurar, pero sí analizar cualitativamente, en función de los
procesos histórico-socio-político-culturales en los que están insertas. En este
sentido, hay que considerar cuál es el impacto de la inserción de la Universidad y sus efectos
en el desarrollo del medio, no sólo por la generación de graduados de grado y
postgrado (en cantidad y calidad) sino también por los servicios que presta en
la producción, preservación, acrecentamiento y difusión de conocimientos, que
se resumen en un mejoramiento de la calidad de vida. Tiene en cuenta, en
consecuencia todas las funciones inherentes a la Universidad y su
apreciación no se puede reducir al graduado como único producto e indicador de
calidad. La evaluación de la
calidad, entonces, surge de una reflexión sobre los procesos de crecimiento
interno de las instituciones universitarias, que valore las transformaciones en
una confrontación permanente con la realidad y las intencionalidades de los
sujetos, que construyen y reconstruyen permanentemente sus proyectos. En la
evaluación de la calidad, además, no debe quedar afuera la inversión del Estado
y los resultados superiores que se obtiene de ella (CIN; 1992). Como
se ve, esta noción se asienta en términos más bien endógenos, por una parte, y
en relación al impacto que los conocimientos producen, por otra. En cualquier
caso, está presente –entre los componentes de la calidad- la vinculación que el
conocimiento tiene con la transformación social. De allí, la responsabilidad
social de la universidad.
La responsabilidad social de la universidad se evidencia en el
objeto mismo de su función: la producción, gestión y legitimación de
conocimientos. En el proceso de construcción de sentido que implica la creación
de nuevos conocimientos y la consagración de los mismos, la universidad formula
problemas y objetos de investigación, objetos que consagra como científicos y
que tienen, a partir de allí, cierta legalidad
para el conjunto de la sociedad. Al configurar aquellas problemáticas e
identificar ciertos acontecimientos con el estatus de objetos de la ciencia se
establece –ante la sociedad- un enunciado de verdad, una verdad histórica,
provisoria, sometida –permanentemente– a la crítica. La complejización
ininterrumpida de la vida social, cultural, económica, política produce la
emergencia de nuevas problemáticas, de nuevas necesidades que requieren nuevas
respuestas. La labor intelectual que deviene del abordaje de estas cuestiones
se define sobre la base de un entramado complejo y dinámico de actores e
instituciones que obran como legitimadores de las significaciones que se
asignan a aquellos acontecimientos.
Estamos hablando, precisamente, de la universidad y la labor
académica que en ella se realiza. El pensamiento crítico está en relación al
quehacer científico, al ejercicio de la deconstrucción y reconstrucción de las
significaciones sociales respecto al universo, a los espacios socioculturales y
al posicionamiento ético-político de los actores. La razón dialéctica, la razón
hermenéutica y la razón ético-política constituyen el sostén de la función
crítica que los intelectuales y la universidad, despliegan en la sociedad. A
través de la construcción de sentido que cada tribu académica estructura (BECHER, T. 1989), sus
miembros participan con una singular personalidad, invistiendo el habitus que es inherente a una profesión
o a una configuración académica determinada. El entrelazamiento de perspectivas
y construcciones simbólicas tan diversas como profesiones, especialidades,
sectores y ramas del saber coexisten en la vida universitaria; sin embargo, se
diseña sobre un fondo que –más allá de la diversidad- define al ser
universitario en la sociedad. La incidencia del conocimiento en la vida social
se verifica a través de los diversos modos de concebir, preguntar y proponer
las problemáticas que se estructuran en la vida cotidiana de la comunidad. El
sustrato sociológico de la legitimación pública de los conocimientos hace
posible la dimensión de reconocimiento de los saberes y las prácticas conceptuales
y profesionales de los universitarios en las diferentes ramas de su quehacer.
Es interesante analizar la dinámica intelectual que se verifica en
el proceso de construcción de conocimientos y, consecuentemente, de inclusión o
exclusión de campos problemáticos como susceptibles (o no) de ser incorporados
como campos académicos. Los debates al interior de las estructuras
institucionales de la academia, ocasionalmente toman estado público y la
sociedad conoce sólo los datos más generales, y no siempre más importantes, de
aquellas controversias. Como consecuencia de esos debates, la organización
universitaria reconoce también transformaciones, creaciones, supresiones,
aglutinamientos o escisiones de las estructuras que les dan soporte a los
conocimientos: nuevas carreras, nuevas titulaciones, escuelas convertidas en
facultades, departamentos en escuelas son –quizás- las evidencias más visibles
de esa dinámica.
Los cambios sociales, culturales, políticos y económicos se
verifican en tiempos tan acelerados que superan las previsiones temporales de
las organizaciones, incluida la universitaria, y se multiplica el volumen de
los conocimientos y el ritmo en que se
producen. Ante este fenómeno, la organización universitaria, como toda
organización, genera mecanismos –explícitos e implícitos- que le aseguran su
reproducción. Esta dimensión conservadora
morigera la entropía negativa y asegura la estabilidad del sistema dándole
mayor integridad y solvencia. Seguramente, cada uno en el campo del saber en
que nos movemos con mayor comodidad podríamos anotar no menos de una docena de
campos del saber excluidos explícita o implícitamente de los territorios
académicos (BECHER, T.; íd.).
La propia institución universitaria y sus integrantes sostienen
conceptos disímiles de calidad. Intervienen en esta diversidad, los
posicionamientos que los miembros tienen respecto del conocimiento, en general,
y del conocimiento experto, en particular. Los rasgos identitarios de las
diferentes tribus académicas (BECHER, T.; 1989) hacen que el concepto se modifique según sean sus propias prácticas y
los criterios respecto de la acreditación y legitimación de conocimientos y
actores. Por una parte, esta construcción social está en relación a modos y
procesos de legitimación relativos a las características del campo científico
o, en términos de Bourdieu, al campo del saber. Así, es posible encontrar
modelos diversos entre las distintas ramas del conocimiento, aún entre
diferentes grupos de una misma profesión. A su vez, cada núcleo de actores
universitarios miembros de una organización, constituye una unidad de
significación respecto de lo que es la calidad de su propia organización y de
sus actores y tienen, por cierto, una representación de otras organizaciones
universitarias. Edgar Morin ha elaborado una trama conceptual de enorme riqueza
para poder repensar el modo de construcción del conocimiento apelando a
principios que pretenden eludir el sino del pensamiento “científico”
tradicional ¿Cómo resolver, entonces, la
supremacía de un conocimiento fragmentado según las disciplinas que impide a menudo operar el vínculo entre las
partes (siempre artificiales) y las
totalidades? ¿De qué modo es
posible dar paso a un mundo de
conocimiento capaz de aprehender los objetos en sus contextos, sus complejidades,
sus conjuntos?[1].
La comunidad, el
imaginario social, se convierte –también– en un actor relevante a la hora de
concebir las cualidades del conocimiento, de las instituciones universitarias y
de sus miembros. Se trata de una construcción significativa más difusa e
incierta; sin embargo, opera eficazmente en determinadas circunstancias; por
ejemplo, cuando los estudiantes eligen la institución en la que habrán de
inscribirse o cuando se contrata a profesionales para una determinada labor.
Aquí se abre un
profundo debate sobre la relación Estado–Universidad que ha recrudecido en los
últimos años. En este punto, es conveniente señalar que el Estado, en tanto
garante de la fe pública, debe velar por la autenticidad de la calidad
contenida y supuesta en el diploma universitario. De allí, las distintas
opciones que se han tomado en los sistemas universitarios de Occidente sobre el
modo de acreditar la calidad. Desde la normativa más liberal que delega en las
universidades la potestad de acreditar los conocimientos y la formación de sus
estudiantes y graduados sin ninguna intervención del Estado, pasando por el
examen de Estado que reserva a éste la potestad de otorgar las acreditaciones
para el ejercicio profesional hasta la figura de las agencias de acreditación
privadas, estatales, de las propias universidades o mixtas, los modos de
gestionar el aseguramiento de la calidad es bien diversos en cada país. Y el
debate continúa. En América Latina ya se han iniciado los sistemas de
acreditación regionales, y la tendencia es hacia un sistema mundial que haga
comparables la formación, las instituciones y los actores. Carlos Cullen afirma
que la educación[2] es un proceso de
socialización a través de conocimientos legitimados públicamente (CULLEN, C.; 1997).
La cuestión es, entonces, qué se entiende por legitimación pública de los
conocimientos. ¿Alcanza con una legitimación a cargo de las propias academias?
¿De qué modo el Estado asegura la calidad al conjunto de la población? ¿Cuáles
son los conocimientos que se consideran relevantes para la formación
universitaria?
La relevancia pone de manifiesto la
significación que un determinado conjunto de conocimientos tiene para la
sociedad, por una parte, y para el pensamiento científico, los debates
conceptuales y/o el desarrollo tecnológico, por la otra. La relevancia,
entonces, se plantea en dos dimensiones; la primera, debe referirse al campo de
las prácticas sociales, los nudos problemáticos que debe enfrentar la sociedad
y cuyo abordaje implica la perspectiva de contribuir al mejoramiento de la calidad sustantiva de vida humana[3]; la segunda, la relevancia científica, se refiere al campo del
conocimiento, a la resolución del conflicto cognoscitivo del pensamiento
científico-tecnológico. En alguna literatura se ha identificado la relevancia
con los conocimientos socialmente
significativos[4];
en tanto, otros autores han acuñado la expresión saberes socialmente productivos[5].
En cualquier caso, se trata de incorporar el concepto de legitimidad
sociocultural, epocal, de los
conocimientos que sostienen –en un contexto histórico- el valor de verdad de
aquello de lo que se predica su condición de científico. Como se advierte,
existe una importante distancia entre las dos dimensiones en las que se concibe
la relevancia de los conocimientos; sin embargo, cuando se analiza con más
detalle, puede encontrarse que las representaciones sociales constituyen el
entramado en el que se configura el reconocimiento
de aquello que, en el mundo del conocimiento, se ocupa de la producción de sentido[6].
En otras palabras, significación social y significación científica se sostienen
entre sí, aun cuando no exentas de tensiones y contradicciones. De allí, la
complejidad, mas no la imposibilidad, de establecer si un conocimiento
determinado y la experticia que sobre ella se construye, conllevan el valor de
la relevancia.
Dentro de la
comunidad operan organizaciones más precisas que el imaginario general al que
hicimos referencia, estos actores le agregan expectativas de logro
determinadas. Nos referimos, particularmente, y especialmente respecto de
algunas profesiones universitarias, al sector de la economía que convoca a los
graduados para producir y utilizar la experticia que supone la posesión de la
credencial que los habilita para el ejercicio profesional. Los sectores de la
economía, los tomadores de empleo calificado, las empresas, pueden definir con
mucha precisión su demanda, las cualificaciones que requieren. La economía
calcula ajustadamente los tiempos y los costos que implica la incorporación de
sujetos con una formación más o menos acorde con los requerimientos
productivos. Se elaboran, según las épocas, estudios detallados de perfiles de
puestos de trabajo, patterns de operaciones
según los núcleos de problemas que deberá afrontar cada uno en la empresa. Aquí
se abre entonces la disyuntiva ¿formación para el trabajo o formación para el
puesto de trabajo? Cada una de estas alternativas genera corrientes de
formación divergentes. Se trata de una tensión que se verifica en la definición
de la estrategia general de la institución universitaria en relación a la
producción, valoración y reproducción de los conocimientos.
Desde el
campo del quehacer profesional, enlazado a la lógica de la empresa
postindustrial, se ha instalado el concepto de competencia para hacer referencia a la operacionalización de los
conocimientos y a los modos de resolución de problemas que se espera del
graduado universitario. El término, ambiguo y polisémico, remite –en la
literatura académica- a diversas fuentes. En un trabajo que bien puede
considerarse una crítica de arqueología conceptual, Mario Díaz Villa (2006) señala
que las competencias se han vuelto
paradigmáticas en la formación profesional y paradigmática su asociación con el
actuar o con el hacer, desde lo que se sabe o con lo que se sabe. Tenemos
entonces que la noción de competencia ha sido desplazada como concepto
histórico, singular, ligado a la comprensión, la creatividad del sujeto, y
reubicada en una trama de nuevos sentidos fundamentalmente performativos,
centrados en el hacer. Y agrega, a pie de página, que la competencia ha sido
definida de diferentes maneras dependiendo del contexto en el cual se requiera
la noción. Apropiando a Bernstein (1998) es posible decir que la noción de
competencia ha entrado en el juego de la exportación o de la
recontextualización. Esta ha producido una pluralidad de significados cuya
utilidad depende de los intereses bajo los cuales se elabora una u otra
definición. En este sentido, podemos argumentar que la mayoría de las definiciones
de la competencia, especialmente, aquellas que se refieren a lo que se ha dado
en denominar “competencias profesionales” son descripciones teóricamente
débiles que operan con objetos extrínsecos, por ejemplo una habilidad, los
rasgos de un desempeño, las características de un oficio, una acción, etc. En
cierta forma, los significados de competencia en estos campos dependen de las
descripciones e interpretaciones que se tengan. Dicho de otra manera, los
principios de descripción actúan selectivamente sobre lo que se convierte en
significado, en este caso, de competencia. Este anclaje de la definición a
partir de los principios de descripción, no permiten establecer cómo se
constituye una competencia, cómo un desempeño se traduce en competencia y viceversa.
Pese a esta dificultad, inherente al mismo concepto, procuraremos una exégesis
que oriente nuestro debate.
Las
competencias profesionales aparecen ligadas al quehacer profesional, a la
resolución de problemas; por tanto, se las vincula con el dominio de
conocimientos que sostengan los principios conceptuales facilitadores para el
diseño de respuestas creativas y pertinentes ante la contingencia. Es posible
que, en alguna versión cortoplacista y de corte eficientista, se reduzca el
concepto de competencia al conocimiento práctico del puesto de trabajo. Esa
visión mengua la riqueza del concepto y obliga a pensar a la formación
profesional como un catálogo de alternativas preconcebidas que el graduado
deberá aplicar según los estándares provistos en un manual de usuario. Nada más
lejos de lo que concebimos como formación profesional.
Las competencias profesionales deben pensarse en el
contexto de desempeño en el que se despliegan; esto es, el modo singular en que
los dispositivos organizacionales formulan sus estrategias y la operatividad de
sus fines. No parece conveniente imaginar unas competencias abstractas que
luego habrán de ponerse en acto; una descontextualización de esta naturaleza
simplifica el análisis y no hace posible su adecuada valoración. Asimismo, el
complejo proceso de interacción de las competencias profesionales resulta en el
comportamiento idóneo del graduado puesto en situación. Están referidas a un
quehacer complejo y dinámico que perturba el modo en que se ha estructurado una
competencia en particular. Para la resolución de problemas, siempre es
necesario comprender el proceso como modos singulares en que el conjunto de
saberes, su significación social y subjetiva y las condiciones en que se sitúa
el sujeto en cuestión. El modo en que el sujeto configura el universo -dinámico,
heteróclito, histórico- en sus dimensiones material y simbólica, constituye el
modo de resolución del desequilibrio cognitivo que requiere el diseño del
problema y la resolución respectiva.
En líneas
generales, hemos visto formulaciones sobre competencias que parecen más bien un
remedo de las taxonomías de los objetivos educacionales y contenidos nacidas en
el lecho de la teoría del capital humano. Tales clasificaciones resultan
tentadoras cuando se trata de cumplir a pie juntillas con planificaciones
educativas; sin embargo, advertimos que podrían, de este modo, menguarse las
posibilidades del concepto y resultar en una suerte de volver al vino viejo en
odres nuevos. ¿Cómo revertir, entonces, esta tendencia? ¿De qué modo sortear
este riesgo? La propuesta es reformular, repensar un concepto moderno que hoy,
en los tiempos postindustriales ha entrado –como todo aquello- en crisis. Nos
referimos al concepto de criticidad. En el nudo ideológico más primigenio de la
universidad, subyace el pensamiento crítico; crítico de la naturaleza, de lo
social y de sí mismo. Para ello no queda otro camino que el conocimiento cabal
de los principios éticos, culturales e
históricos de la ciencia; aún cuando, además, debamos ser escrupulosos en la
formación de las competencias necesarias para el desempeño de la excelencia en
un ámbito profesional determinado. Saber y saber hacer, no son lo mismo ni
deben pensarse aislados el uno del otro. Esta consigna impregna la concepción
que debemos proponer a los currícula de las carreras universitarias.
Los diseños curriculares de las carreras de grado de la universidad
constituyen el documento de base que sostiene los principios fundamentales del
quehacer institucional, a la vez que ordenan los esfuerzos singulares y
colectivos de los actores y de la estructura organizacional toda, con vistas a
la formación de graduados con amplia integración cultural, capaces y
conscientes de su responsabilidad social, orientando el accionar de la Universidad a la
formación plena de mujeres y hombres con compromiso social y con elevado sentido
de la ética solidaria.
Para un examen más detallado del modo en que podría abordarse la
cuestión curricular a la luz de este debate proponemos un análisis crítico de
los modos de conocer. Planteamos, entonces, dos líneas de entrada a la
cuestión. Por un lado, concebimos una lógica –la lógica de la ciencia- como un
determinado modo de organización de los conocimientos cuyos rasgos esenciales
son su carácter analítico, su organización siguiendo un orden que va de lo
general a lo particular, de lo nomotético al caso, producto de desarrollos
teóricos conceptuales. Por otra parte, la lógica de los problemas es sintética,
polimorfa y compleja, vinculada a las prácticas histórico – sociales. La
relación entre ambas lógicas presupone la necesidad de un diseño curricular e
institucional que combine adecuadamente teoría y práctica, que logre darle
sentido a la producción y construcción de conocimientos. El sentido que -precisamente-
tienen los nuevos conocimientos, el desafío de abrir nuevas preguntas para
encontrar mejores respuestas.
Recordemos que la teoría era aquella embajada que los antiguos
griegos asignaban a sus mejores hijos para que asistieran y participaran de los
juegos y oráculos de otras ciudades- Estado. Luego, ellos, volverían al ágora a
relatar sus vivencias. Los teoros, ellos
eran los jóvenes de quienes hablamos, re-presentaban la realidad de los
acontecimientos vividos durante sus viajes. Teoría y acontecimiento están
indisolublemente ligados. El pensamiento moderno fue la expresión más genuina
de su separación. Goethe, en su Fausto, ponía en boca de Mefistófeles la burla
a la pretensión de conocer de la ciencia moderna cuando debatía con el
estudiante de medicina.
Planteadas las prevenciones del caso, abordemos más profundamente un
diseño que contemple las competencias como una condición más de la formación.
Aquí marcamos ya una diferencia con un enfoque del curriculum centrado en las
competencias. Transformar a estas en el nodo, en la base sobre la que se
edifica la estrategia curricular distorsiona el enfoque crítico que el
curriculum universitario debe tener.
Anotamos, en primer lugar, algunas definiciones de competencia para
orientar nuestro análisis. El Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior
(ICFES) la define como un saber hacer en
contexto, es decir, el conjunto de acciones que un estudiante realiza en un
contexto particular y que cumplen con las exigencias del mismo[7]. El Glosario de RIACES señala que se
trata de un conjunto de
conocimientos, habilidades y destrezas, tanto específicas como
transversales, que debe reunir un titulado para satisfacer plenamente
las exigencias sociales. El Consejo de Facultades de Ingeniería, de Argentina,
las define como la capacidad de articular
eficazmente un conjunto de esquemas (estructuras mentales) y valores,
permitiendo movilizar (poner a disposición) distintos saberes, en un
determinado contexto con el fin de resolver situaciones profesionales. Díaz
Villa, como ya habíamos señalado, a partir del análisis de varias otras
definiciones, concluye que podemos
argumentar que la mayoría de las definiciones de la competencia, especialmente,
aquellas que se refieren a lo que se ha dado en denominar “competencias
profesionales” son descripciones teóricamente débiles que operan con objetos
extrínsecos, por ejemplo una habilidad, los rasgos de un desempeño, las
características de un oficio, una acción, etc. En cierta forma, los
significados de competencia en estos campos dependen de las descripciones e
interpretaciones que se tengan. Dicho de otra manera, los principios de
descripción actúan selectivamente sobre lo que se convierte en significado, en
este caso, de competencia. Este anclaje de la definición a partir de los
principios de descripción, no permiten establecer cómo se constituye una
competencia, cómo un desempeño se traduce en competencia y viceversa[8]. En otras palabras, si se pretende
sostener el concepto será necesario explorar en una definición sustantiva y no
referencial a sus cualidades. Ese mismo autor, indaga las raíces teóricas del
concepto. El estructuralismo, constituido en el seno del pensamiento occidental
en diferentes campos teóricos contribuye a pensar la noción de competencia en
el centro del debate sobre la condición humana, sus raíces biológicas, su
diferenciación cultural, la construcción del universo simbólico. Planteado el
tema en esta perspectiva, cobra fuerza la idea de una categoría que promete
adentrarnos en cuestiones que trascienden con holgura la discusión tecnocrática
de definiciones operativas que orienten la confección de un plan educativo; aún
cuando –aclaradas las matrices conceptuales y definidas las perspectivas- en
algún momento del proceso del planeamiento educativo debamos establecer líneas
de acción.
Las ciencias sociales encontraron en el concepto de estructura (lingüística,
psicológica, social, económica, política, cultural) una categoría que podía dar
cuenta de la complejidad y la relación entre las partes y el todo, entre lo
innato y lo adquirido, entre “naturaleza” y cultura. Además, y en esto reside
–quizás- una de las mayores fortalezas, asociada a la noción de estructura,
aparece la idea de la construcción. Más
allá de las divergencias respecto del peso que pudieran tener las estructuras
innatas o las estructuras ulteriores constituidas sobre la base de aquellas,
resulta de gran interés el análisis de la producción de lo nuevo a partir de
ciertas estructuras básicas, elementales o primigenias. Es en los sistemas
teóricos de Jean Piaget, de Claude Lévi-Strauss y de Noam Chomsky, que Díaz
Villa encuentra vertientes significativas de la noción de competencia.
Sintéticamente, podemos decir que una estructura implica un sistema,
en el cual existe interdependencia y sobredeterminación de sus componentes. En
ella se sostiene un equilibrio dinámico, se autorregulan homeorreicamente; su
funcionamiento puede advertirse a través de signos regulares; y, finalmente, el
dinamismo de la estructura produce la constitución de nuevas estructuras más
complejas. En el estudio de los rasgos de las estructuras psicogenéticas,
lingüísticas o sociales y su puesta en evidencia, aparece como un punto del
mayor interés teórico y práctico la cuestión de la actuación. ¿De qué modo, la estructura subyacente se transforma en
una nueva estructura o en la modificación retroactiva de la que le dio origen?
¿Qué procesos se verifican cuando dos estructuras se combinan produciendo un
cambio significativo y potencian a las primeras? Las competencias, entonces,
podrían considerarse como la puesta en acto de estructuras cognoscitivas
complejas construidas a partir de la sobredeterminación de estructuras más
simples y deben analizarse contextualmente en las dimensiones cultural, social,
psicológica y biológica. Podríamos decir que son el epifenómeno de un sistema
cognoscitivo complejo.
Incluyamos en nuestro análisis otra raíz del problema de la
utilización de la noción de competencia en educación. El estudio de las
competencias, proviene del análisis del valor económico del conocimiento, de su
incidencia en el valor agregado a bienes y servicios. El proceso de
construcción de nuevos conocimientos, la constitución de nuevos campos
significativos, de nuevos conceptos, de nuevos discursos, está en relación con
la proyección de la vida humana como transformación histórica. En la tensión
entre el hacer y el decir, entre obrar y nombrar, se hace presente el conocer. De
allí, la importancia de ligar el concepto de competencia a la noción de
sociedad del conocimiento ya que se vincula con la formación profesional como
contribución al mundo productivo.
En este punto, nos interesa dejar planteada otra perspectiva del
debate. En el estatus ontológico de conocimiento, saber y competencia no
refieren a las mismas entidades. Es conveniente indagar los orígenes
epistemológicos e históricos de cada uno de estos términos, así como el uso que
–en distintos contextos disciplinares y culturales- se les ha dado y las resignificaciones
que implican las exportaciones y reescrituras. Las tres nociones aluden a
cuestiones que están incluidas en el curriculum universitario y cada diseño
acentúa una u otra, o bien, procura un cierto equilibrio entre ellas. Podría
pensarse que las tres nociones se cruzan en las distancias que operan entre el
acontecimiento y su representación, quizás, cada una a diferentes distancias y
con distinta intensidad respecto de uno y de otra. Otro rasgo de estas nociones
es la densidad de sus redes de significación y la profundidad de los niveles de
justificación que se ponen en juego.
Para el caso, las competencias parecen más próximas al
acontecimiento, a la resolución de problemas, a la identificación de la
emergencia de alternativas en el campo y su abordaje eficaz y eficiente. Las
competencias están, justamente, en función de un desempeño. Y allí está,
precisamente, su valor en términos de la economía. Si de lo que se trata es de
la formación de profesionales que contribuyan al enriquecimiento cultural
-incluyendo en esta dimensión la cuestión económica- resulta de mayor valor
cuanta mayor sea la experticia en la resolución creativa y pertinente de
problemas al punto de lograr respuestas novedosas y propositivas.
Entre los sujetos de la sobredeterminación curricular[9],
adquieren un relieve singular las formulaciones que sostienen la red discursiva
de los decisores en el campo empresarial y las expectativas de logro con que se
concibe a los integrantes de los equipos de trabajo o, dicho en términos
propios de la teoría del capital humano, los perfiles de puesto de trabajo y
los requerimientos cuali-cuantitativos que habrán de orientar el reclutamiento
y promoción de los recursos humanos. A
la complejidad del curriculum se le agrega, desde esta perspectiva, una relectura que nos lleva a pensar en el graduado
universitario puesto en situación a la hora de plantear, redefinir y dar
sentido a la complejidad del mundo de la producción y la circulación de bienes
y servicios en un contexto de rápidas transformaciones, contingente e incierto.
Es conveniente revisar la organización curricular, especialmente en
lo atinente a los contenidos conceptuales, teóricos y a su puesta en tensión
con las prácticas profesionales, articulando de modo más flexible e integral
los conocimientos, los saberes y las competencias. La división clásica de
conocimientos básicos y conocimientos “aplicados”, la existencias de tramos
básicos y “clínicos” parece haber entrado en crisis y nuevos modos de combinar
teoría y práctica emergen como alternativas plausibles. La noción de practicum reflexivo -acuñada por Donald
Schön- ofrece una perspectiva interesante para formular experiencias
curriculares que sostengan un equilibrio razonable entre las distintas
dimensiones de la formación. El rediseño de las estrategias didácticas para la
complementación productiva de las distintas esferas hace posible, también, una
recuperación interactiva de conocimientos, saberes y competencias.
No imaginamos un curriculum universitario que omita los
conocimientos que constituyen las bases filosóficas, teóricas y conceptuales de
la profesión; tampoco uno que descuide las competencias necesarias para el
desempeño experto. Pretender centrar
el curriculum en uno de estos ejes produciría el desbalance y,
consecuentemente, la pérdida de calidad de la educación universitaria.
Referencias
1) BECHER, T.
(2001) Tribus y territorios académicos.
La indagación intelectual y las culturas de las disciplinas. Barcelona: Gedisa. Primera edición en inglés:
1989.
2) BRASLAVSKY, C., TEDESCO, J. C. y CARCIOFI,
R. (1984) El proyecto educativo
autoritario. Buenos Aires: FLACSO.
3) CONSEJO INTERUNIVERSITARIO NACIONAL – CIN
(1992) Acuerdo Nº 50. San Juan.
4) CULLEN, C. (1997) Crítica de las razones de educar. Temas de filosofía de la educación. Buenos
Aires: Paidós.
5) DE ALBA, A
(1991). Evaluación curricular.
Conformación conceptual del campo. México DF.: Univ. Nac. Autónoma de
México.
6) DÍAZ VILLA, M. (2006) Hacia una sociología de las competencias. Bogotá: Cooperativa
Editorial Magisterio.
7) MORIN, E. (1999) Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Edición
en español. Buenos Aires: Nueva Visión. 2001..
8) PUIGGRÓS, A. (2004) La fábrica del conocimiento: los saberes socialmente productivos en
América Latina. Rosario: Homo Sapiens.
9) RIACES – GLOSARIO – Disponible en: http://www.riaces.net/glosario.html
10) ROCHA, A. y otros (2000) Nuevo examen de Estado. Cambios para el
siglo XXI. Propuesta general.
Bogotá: ICFES.
11) SANDER, B. (1990) Educación, administración y calidad de vida. Buenos Aires: Santillana.
12) SCHÖN,
D. (1987) La formación de profesionales
reflexivos. Hacia un nuevo diseño de
la enseñanza y el aprendizaje en las profesiones. Barcelona: Paidós /
M.E.C. 1992.
13) VERÓN, E. (1993) La semiosis social. Fragmentos de una teoría de la discursividad. México:
Gedisa
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