viernes, 4 de enero de 2013

Calidad de la educación y formación por competencias



Enrique Barés

Psicólogo y Profesor en Psicología.
Académico de la Facultad de Psicología y del programa de Licenciatura en Ciencias de la Educación
de la Universidad Nacional de Rosario.
enriquebares@gmail.com

En este artículo procuramos plantear nuestra reflexión en torno a un tema que se debate en el seno de los análisis sobre curriculum universitario: la calidad de la educación. A esto, se ha incorporado más recientemente una perspectiva que implica un entrecruzamiento conceptual y disciplinar con vertientes de diverso origen. La noción de competencia aparece en el escenario de la educación en los últimos años asociada a la idea de una formación profesional con mayor ajuste a las demandas de desempeño. Nos interesa dejar planteadas algunas líneas de análisis y esbozar hipótesis que posibiliten profundizar ese debate. 

La cuestión de la calidad es inherente a la educación toda vez que concebimos a ésta como el proceso de comunicación social que asegura la vigencia de la cultura y anticipa los modos de formulación y resolución de nuevos problemas que deben enfrentar los hombres y mujeres en su vida cotidiana. En primer lugar, entonces, centremos la cuestión del conocimiento en un lugar dentro de la concepción general que postulamos como una ética. Se trata de construir un marco general respecto de la concepción que tenemos sobre el conocimiento y su incidencia en la vida general de la comunidad.


El concepto de calidad de la educación es plural; diversas agencias, organismos nacionales e internacionales y especialistas en el tema han propuesto definiciones más o menos coincidentes. Hemos tomado dos definiciones para analizar en este espacio. La primera ha sido consagrada en el glosario de la Red Iberoamericana para la Acreditación de la Educación Superior (RIACES); la segunda, ha sido establecida en el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), que reúne a los Rectores de las universidades nacionales argentinas y sirvió de referencia en el proceso iniciado a comienzos de los ´90, en el espacio universitario de ese país, hasta la actualidad.

La RIACES concibe a la calidad como el grado en el que un conjunto de rasgos diferenciadores inherentes a la educación superior cumplen con una necesidad o expectativa establecida. En una definición laxa, se refiere al funcionamiento ejemplar de una institución de educación superior. Propiedad de una institución o programa que cumple los estándares previamente establecidos por una agencia u organismo de acreditación. El contraste para ponderar la calidad se formula sobre una necesidad o expectativa establecida. Se reconoce, entonces, el carácter histórico, social, cultural de la definición. No hay, por tanto, una calidad en sí; una calidad que se explique a sí misma. Debe construirse con arreglo a la representación que la comunidad tiene respecto de ella.

Resulta conveniente analizar los componentes de la sobredeterminación sociocultural de la noción de calidad de la educación superior. La emisión de un juicio de valor acerca de las cualidades de una institución universitaria, de un programa, de una carrera, de los alumnos, de los profesores o de los graduados implica un posicionamiento respecto de un imaginario social que es la expresión de construcciones significativas explícitas e implícitas que operan como soportes de una representación social más o menos compartida por actores sociales involucrados más o menos directamente en el conjunto de acciones, discursos y formulaciones que se desarrollan en torno al conocimiento, a los intelectuales, los profesionales y sus instituciones.


El Consejo Interuniversitario Nacional, de Argentina, ha definido calidad como los efectos positivos que las instituciones universitarias proyectan en el medio, a través de numerosas actividades, imposibles de mensurar, pero sí analizar cualitativamente, en función de los procesos histórico-socio-político-culturales en los que están insertas. En este sentido, hay que considerar cuál es el impacto de la inserción de la Universidad y sus efectos en el desarrollo del medio, no sólo por la generación de graduados de grado y postgrado (en cantidad y calidad) sino también por los servicios que presta en la producción, preservación, acrecentamiento y difusión de conocimientos, que se resumen en un mejoramiento de la calidad de vida. Tiene en cuenta, en consecuencia todas las funciones inherentes a la Universidad y su apreciación no se puede reducir al graduado como único producto e indicador de calidad.  La evaluación de la calidad, entonces, surge de una reflexión sobre los procesos de crecimiento interno de las instituciones universitarias, que valore las transformaciones en una confrontación permanente con la realidad y las intencionalidades de los sujetos, que construyen y reconstruyen permanentemente sus proyectos. En la evaluación de la calidad, además, no debe quedar afuera la inversión del Estado y los resultados superiores que se obtiene de ella (CIN; 1992). Como se ve, esta noción se asienta en términos más bien endógenos, por una parte, y en relación al impacto que los conocimientos producen, por otra. En cualquier caso, está presente –entre los componentes de la calidad- la vinculación que el conocimiento tiene con la transformación social. De allí, la responsabilidad social de la universidad.

La responsabilidad social de la universidad se evidencia en el objeto mismo de su función: la producción, gestión y legitimación de conocimientos. En el proceso de construcción de sentido que implica la creación de nuevos conocimientos y la consagración de los mismos, la universidad formula problemas y objetos de investigación, objetos que consagra como científicos y que tienen, a partir de allí, cierta legalidad para el conjunto de la sociedad. Al configurar aquellas problemáticas e identificar ciertos acontecimientos con el estatus de objetos de la ciencia se establece –ante la sociedad- un enunciado de verdad, una verdad histórica, provisoria, sometida –permanentemente– a la crítica. La complejización ininterrumpida de la vida social, cultural, económica, política produce la emergencia de nuevas problemáticas, de nuevas necesidades que requieren nuevas respuestas. La labor intelectual que deviene del abordaje de estas cuestiones se define sobre la base de un entramado complejo y dinámico de actores e instituciones que obran como legitimadores de las significaciones que se asignan a aquellos acontecimientos.


Estamos hablando, precisamente, de la universidad y la labor académica que en ella se realiza. El pensamiento crítico está en relación al quehacer científico, al ejercicio de la deconstrucción y reconstrucción de las significaciones sociales respecto al universo, a los espacios socioculturales y al posicionamiento ético-político de los actores. La razón dialéctica, la razón hermenéutica y la razón ético-política constituyen el sostén de la función crítica que los intelectuales y la universidad, despliegan en la sociedad. A través de la construcción de sentido que cada tribu académica estructura (BECHER, T. 1989), sus miembros participan con una singular personalidad, invistiendo el habitus que es inherente a una profesión o a una configuración académica determinada. El entrelazamiento de perspectivas y construcciones simbólicas tan diversas como profesiones, especialidades, sectores y ramas del saber coexisten en la vida universitaria; sin embargo, se diseña sobre un fondo que –más allá de la diversidad- define al ser universitario en la sociedad. La incidencia del conocimiento en la vida social se verifica a través de los diversos modos de concebir, preguntar y proponer las problemáticas que se estructuran en la vida cotidiana de la comunidad. El sustrato sociológico de la legitimación pública de los conocimientos hace posible la dimensión de reconocimiento de los saberes y las prácticas conceptuales y profesionales de los universitarios en las diferentes ramas de su quehacer.

Es interesante analizar la dinámica intelectual que se verifica en el proceso de construcción de conocimientos y, consecuentemente, de inclusión o exclusión de campos problemáticos como susceptibles (o no) de ser incorporados como campos académicos. Los debates al interior de las estructuras institucionales de la academia, ocasionalmente toman estado público y la sociedad conoce sólo los datos más generales, y no siempre más importantes, de aquellas controversias. Como consecuencia de esos debates, la organización universitaria reconoce también transformaciones, creaciones, supresiones, aglutinamientos o escisiones de las estructuras que les dan soporte a los conocimientos: nuevas carreras, nuevas titulaciones, escuelas convertidas en facultades, departamentos en escuelas son –quizás- las evidencias más visibles de esa dinámica.


Los cambios sociales, culturales, políticos y económicos se verifican en tiempos tan acelerados que superan las previsiones temporales de las organizaciones, incluida la universitaria, y se multiplica el volumen de los conocimientos  y el ritmo en que se producen. Ante este fenómeno, la organización universitaria, como toda organización, genera mecanismos –explícitos e implícitos- que le aseguran su reproducción. Esta dimensión conservadora morigera la entropía negativa y asegura la estabilidad del sistema dándole mayor integridad y solvencia. Seguramente, cada uno en el campo del saber en que nos movemos con mayor comodidad podríamos anotar no menos de una docena de campos del saber excluidos explícita o implícitamente de los territorios académicos  (BECHER, T.; íd.).

La propia institución universitaria y sus integrantes sostienen conceptos disímiles de calidad. Intervienen en esta diversidad, los posicionamientos que los miembros tienen respecto del conocimiento, en general, y del conocimiento experto, en particular. Los rasgos identitarios de las diferentes tribus académicas (BECHER, T.; 1989) hacen que el concepto se modifique según sean sus propias prácticas y los criterios respecto de la  acreditación y legitimación de conocimientos y actores. Por una parte, esta construcción social está en relación a modos y procesos de legitimación relativos a las características del campo científico o, en términos de Bourdieu, al campo del saber. Así, es posible encontrar modelos diversos entre las distintas ramas del conocimiento, aún entre diferentes grupos de una misma profesión. A su vez, cada núcleo de actores universitarios miembros de una organización, constituye una unidad de significación respecto de lo que es la calidad de su propia organización y de sus actores y tienen, por cierto, una representación de otras organizaciones universitarias. Edgar Morin ha elaborado una trama conceptual de enorme riqueza para poder repensar el modo de construcción del conocimiento apelando a principios que pretenden eludir el sino del pensamiento “científico” tradicional ¿Cómo resolver, entonces, la supremacía de un conocimiento fragmentado según las disciplinas que impide a menudo operar el vínculo entre las partes (siempre artificiales) y las totalidades? ¿De qué modo es posible dar paso a un mundo de conocimiento capaz de aprehender los objetos en sus contextos, sus complejidades, sus conjuntos?[1].

La comunidad, el imaginario social, se convierte –también– en un actor relevante a la hora de concebir las cualidades del conocimiento, de las instituciones universitarias y de sus miembros. Se trata de una construcción significativa más difusa e incierta; sin embargo, opera eficazmente en determinadas circunstancias; por ejemplo, cuando los estudiantes eligen la institución en la que habrán de inscribirse o cuando se contrata a profesionales para una determinada labor.


Aquí se abre un profundo debate sobre la relación Estado–Universidad que ha recrudecido en los últimos años. En este punto, es conveniente señalar que el Estado, en tanto garante de la fe pública, debe velar por la autenticidad de la calidad contenida y supuesta en el diploma universitario. De allí, las distintas opciones que se han tomado en los sistemas universitarios de Occidente sobre el modo de acreditar la calidad. Desde la normativa más liberal que delega en las universidades la potestad de acreditar los conocimientos y la formación de sus estudiantes y graduados sin ninguna intervención del Estado, pasando por el examen de Estado que reserva a éste la potestad de otorgar las acreditaciones para el ejercicio profesional hasta la figura de las agencias de acreditación privadas, estatales, de las propias universidades o mixtas, los modos de gestionar el aseguramiento de la calidad es bien diversos en cada país. Y el debate continúa. En América Latina ya se han iniciado los sistemas de acreditación regionales, y la tendencia es hacia un sistema mundial que haga comparables la formación, las instituciones y los actores. Carlos Cullen afirma que la educación[2] es un proceso de socialización a través de conocimientos legitimados públicamente (CULLEN, C.; 1997). La cuestión es, entonces, qué se entiende por legitimación pública de los conocimientos. ¿Alcanza con una legitimación a cargo de las propias academias? ¿De qué modo el Estado asegura la calidad al conjunto de la población? ¿Cuáles son los conocimientos que se consideran relevantes para la formación universitaria?

La relevancia pone de manifiesto la significación que un determinado conjunto de conocimientos tiene para la sociedad, por una parte, y para el pensamiento científico, los debates conceptuales y/o el desarrollo tecnológico, por la otra. La relevancia, entonces, se plantea en dos dimensiones; la primera, debe referirse al campo de las prácticas sociales, los nudos problemáticos que debe enfrentar la sociedad y cuyo abordaje implica la perspectiva de contribuir al mejoramiento de la calidad sustantiva de vida humana[3]; la segunda, la relevancia científica, se refiere al campo del conocimiento, a la resolución del conflicto cognoscitivo del pensamiento científico-tecnológico. En alguna literatura se ha identificado la relevancia con los conocimientos socialmente significativos[4]; en tanto, otros autores han acuñado la expresión saberes socialmente productivos[5]. En cualquier caso, se trata de incorporar el concepto de legitimidad sociocultural, epocal, de los conocimientos que sostienen –en un contexto histórico- el valor de verdad de aquello de lo que se predica su condición de científico. Como se advierte, existe una importante distancia entre las dos dimensiones en las que se concibe la relevancia de los conocimientos; sin embargo, cuando se analiza con más detalle, puede encontrarse que las representaciones sociales constituyen el entramado en el que se configura el reconocimiento de aquello que, en el mundo del conocimiento, se ocupa de la producción de sentido[6]. En otras palabras, significación social y significación científica se sostienen entre sí, aun cuando no exentas de tensiones y contradicciones. De allí, la complejidad, mas no la imposibilidad, de establecer si un conocimiento determinado y la experticia que sobre ella se construye, conllevan el valor de la relevancia.


Dentro de la comunidad operan organizaciones más precisas que el imaginario general al que hicimos referencia, estos actores le agregan expectativas de logro determinadas. Nos referimos, particularmente, y especialmente respecto de algunas profesiones universitarias, al sector de la economía que convoca a los graduados para producir y utilizar la experticia que supone la posesión de la credencial que los habilita para el ejercicio profesional. Los sectores de la economía, los tomadores de empleo calificado, las empresas, pueden definir con mucha precisión su demanda, las cualificaciones que requieren. La economía calcula ajustadamente los tiempos y los costos que implica la incorporación de sujetos con una formación más o menos acorde con los requerimientos productivos. Se elaboran, según las épocas, estudios detallados de perfiles de puestos de trabajo, patterns de operaciones según los núcleos de problemas que deberá afrontar cada uno en la empresa. Aquí se abre entonces la disyuntiva ¿formación para el trabajo o formación para el puesto de trabajo? Cada una de estas alternativas genera corrientes de formación divergentes. Se trata de una tensión que se verifica en la definición de la estrategia general de la institución universitaria en relación a la producción, valoración y reproducción de los conocimientos.

Desde el campo del quehacer profesional, enlazado a la lógica de la empresa postindustrial, se ha instalado el concepto de competencia para hacer referencia a la operacionalización de los conocimientos y a los modos de resolución de problemas que se espera del graduado universitario. El término, ambiguo y polisémico, remite –en la literatura académica- a diversas fuentes. En un trabajo que bien puede considerarse una crítica de arqueología conceptual, Mario Díaz Villa (2006) señala que las competencias se han vuelto paradigmáticas en la formación profesional y paradigmática su asociación con el actuar o con el hacer, desde lo que se sabe o con lo que se sabe. Tenemos entonces que la noción de competencia ha sido desplazada como concepto histórico, singular, ligado a la comprensión, la creatividad del sujeto, y reubicada en una trama de nuevos sentidos fundamentalmente performativos, centrados en el hacer. Y agrega, a pie de página, que la competencia ha sido definida de diferentes maneras dependiendo del contexto en el cual se requiera la noción. Apropiando a Bernstein (1998) es posible decir que la noción de competencia ha entrado en el juego de la exportación o de la recontextualización. Esta ha producido una pluralidad de significados cuya utilidad depende de los intereses bajo los cuales se elabora una u otra definición. En este sentido, podemos argumentar que la mayoría de las definiciones de la competencia, especialmente, aquellas que se refieren a lo que se ha dado en denominar “competencias profesionales” son descripciones teóricamente débiles que operan con objetos extrínsecos, por ejemplo una habilidad, los rasgos de un desempeño, las características de un oficio, una acción, etc. En cierta forma, los significados de competencia en estos campos dependen de las descripciones e interpretaciones que se tengan. Dicho de otra manera, los principios de descripción actúan selectivamente sobre lo que se convierte en significado, en este caso, de competencia. Este anclaje de la definición a partir de los principios de descripción, no permiten establecer cómo se constituye una competencia, cómo un desempeño se traduce en competencia y viceversa. Pese a esta dificultad, inherente al mismo concepto, procuraremos una exégesis que oriente nuestro debate.

Las competencias profesionales aparecen ligadas al quehacer profesional, a la resolución de problemas; por tanto, se las vincula con el dominio de conocimientos que sostengan los principios conceptuales facilitadores para el diseño de respuestas creativas y pertinentes ante la contingencia. Es posible que, en alguna versión cortoplacista y de corte eficientista, se reduzca el concepto de competencia al conocimiento práctico del puesto de trabajo. Esa visión mengua la riqueza del concepto y obliga a pensar a la formación profesional como un catálogo de alternativas preconcebidas que el graduado deberá aplicar según los estándares provistos en un manual de usuario. Nada más lejos de lo que concebimos como formación profesional.


Las competencias profesionales deben pensarse en el contexto de desempeño en el que se despliegan; esto es, el modo singular en que los dispositivos organizacionales formulan sus estrategias y la operatividad de sus fines. No parece conveniente imaginar unas competencias abstractas que luego habrán de ponerse en acto; una descontextualización de esta naturaleza simplifica el análisis y no hace posible su adecuada valoración. Asimismo, el complejo proceso de interacción de las competencias profesionales resulta en el comportamiento idóneo del graduado puesto en situación. Están referidas a un quehacer complejo y dinámico que perturba el modo en que se ha estructurado una competencia en particular. Para la resolución de problemas, siempre es necesario comprender el proceso como modos singulares en que el conjunto de saberes, su significación social y subjetiva y las condiciones en que se sitúa el sujeto en cuestión. El modo en que el sujeto configura el universo -dinámico, heteróclito, histórico- en sus dimensiones material y simbólica, constituye el modo de resolución del desequilibrio cognitivo que requiere el diseño del problema y la resolución respectiva.

En líneas generales, hemos visto formulaciones sobre competencias que parecen más bien un remedo de las taxonomías de los objetivos educacionales y contenidos nacidas en el lecho de la teoría del capital humano. Tales clasificaciones resultan tentadoras cuando se trata de cumplir a pie juntillas con planificaciones educativas; sin embargo, advertimos que podrían, de este modo, menguarse las posibilidades del concepto y resultar en una suerte de volver al vino viejo en odres nuevos. ¿Cómo revertir, entonces, esta tendencia? ¿De qué modo sortear este riesgo? La propuesta es reformular, repensar un concepto moderno que hoy, en los tiempos postindustriales ha entrado –como todo aquello- en crisis. Nos referimos al concepto de criticidad. En el nudo ideológico más primigenio de la universidad, subyace el pensamiento crítico; crítico de la naturaleza, de lo social y de sí mismo. Para ello no queda otro camino que el conocimiento cabal de los principios éticos, culturales  e históricos de la ciencia; aún cuando, además, debamos ser escrupulosos en la formación de las competencias necesarias para el desempeño de la excelencia en un ámbito profesional determinado. Saber y saber hacer, no son lo mismo ni deben pensarse aislados el uno del otro. Esta consigna impregna la concepción que debemos proponer a los currícula de las carreras universitarias.

Los diseños curriculares de las carreras de grado de la universidad constituyen el documento de base que sostiene los principios fundamentales del quehacer institucional, a la vez que ordenan los esfuerzos singulares y colectivos de los actores y de la estructura organizacional toda, con vistas a la formación de graduados con amplia integración cultural, capaces y conscientes de su responsabilidad social, orientando el accionar de la Universidad a la formación plena de mujeres y hombres con compromiso social y con elevado sentido de la ética solidaria.

Para un examen más detallado del modo en que podría abordarse la cuestión curricular a la luz de este debate proponemos un análisis crítico de los modos de conocer. Planteamos, entonces, dos líneas de entrada a la cuestión. Por un lado, concebimos una lógica –la lógica de la ciencia- como un determinado modo de organización de los conocimientos cuyos rasgos esenciales son su carácter analítico, su organización siguiendo un orden que va de lo general a lo particular, de lo nomotético al caso, producto de desarrollos teóricos conceptuales. Por otra parte, la lógica de los problemas es sintética, polimorfa y compleja, vinculada a las prácticas histórico – sociales. La relación entre ambas lógicas presupone la necesidad de un diseño curricular e institucional que combine adecuadamente teoría y práctica, que logre darle sentido a la producción y construcción de conocimientos. El sentido que -precisamente- tienen los nuevos conocimientos, el desafío de abrir nuevas preguntas para encontrar mejores respuestas.


Recordemos que la teoría era aquella embajada que los antiguos griegos asignaban a sus mejores hijos para que asistieran y participaran de los juegos y oráculos de otras ciudades- Estado. Luego, ellos, volverían al ágora a relatar sus vivencias. Los teoros, ellos eran los jóvenes de quienes hablamos, re-presentaban la realidad de los acontecimientos vividos durante sus viajes. Teoría y acontecimiento están indisolublemente ligados. El pensamiento moderno fue la expresión más genuina de su separación. Goethe, en su Fausto, ponía en boca de Mefistófeles la burla a la pretensión de conocer de la ciencia moderna cuando debatía con el estudiante de medicina.

Planteadas las prevenciones del caso, abordemos más profundamente un diseño que contemple las competencias como una condición más de la formación. Aquí marcamos ya una diferencia con un enfoque del curriculum centrado en las competencias. Transformar a estas en el nodo, en la base sobre la que se edifica la estrategia curricular distorsiona el enfoque crítico que el curriculum universitario debe tener.

Anotamos, en primer lugar, algunas definiciones de competencia para orientar nuestro análisis. El Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior (ICFES) la define como un saber hacer en contexto, es decir, el conjunto de acciones que un estudiante realiza en un contexto particular y que cumplen con las exigencias del mismo[7]. El Glosario de RIACES señala que se trata de un conjunto de conocimientos, habilidades y destrezas, tanto específicas como transversales, que debe reunir un titulado para satisfacer plenamente las exigencias sociales. El Consejo de Facultades de Ingeniería, de Argentina, las define como la capacidad de articular eficazmente un conjunto de esquemas (estructuras mentales) y valores, permitiendo movilizar (poner a disposición) distintos saberes, en un determinado contexto con el fin de resolver situaciones profesionales. Díaz Villa, como ya habíamos señalado, a partir del análisis de varias otras definiciones, concluye que podemos argumentar que la mayoría de las definiciones de la competencia, especialmente, aquellas que se refieren a lo que se ha dado en denominar “competencias profesionales” son descripciones teóricamente débiles que operan con objetos extrínsecos, por ejemplo una habilidad, los rasgos de un desempeño, las características de un oficio, una acción, etc. En cierta forma, los significados de competencia en estos campos dependen de las descripciones e interpretaciones que se tengan. Dicho de otra manera, los principios de descripción actúan selectivamente sobre lo que se convierte en significado, en este caso, de competencia. Este anclaje de la definición a partir de los principios de descripción, no permiten establecer cómo se constituye una competencia, cómo un desempeño se traduce en competencia y viceversa[8]. En otras palabras, si se pretende sostener el concepto será necesario explorar en una definición sustantiva y no referencial a sus cualidades. Ese mismo autor, indaga las raíces teóricas del concepto. El estructuralismo, constituido en el seno del pensamiento occidental en diferentes campos teóricos contribuye a pensar la noción de competencia en el centro del debate sobre la condición humana, sus raíces biológicas, su diferenciación cultural, la construcción del universo simbólico. Planteado el tema en esta perspectiva, cobra fuerza la idea de una categoría que promete adentrarnos en cuestiones que trascienden con holgura la discusión tecnocrática de definiciones operativas que orienten la confección de un plan educativo; aún cuando –aclaradas las matrices conceptuales y definidas las perspectivas- en algún momento del proceso del planeamiento educativo debamos establecer líneas de acción.

Las ciencias sociales encontraron en el concepto de estructura (lingüística, psicológica, social, económica, política, cultural) una categoría que podía dar cuenta de la complejidad y la relación entre las partes y el todo, entre lo innato y lo adquirido, entre “naturaleza” y cultura. Además, y en esto reside –quizás- una de las mayores fortalezas, asociada a la noción de estructura, aparece la idea de la construcción. Más allá de las divergencias respecto del peso que pudieran tener las estructuras innatas o las estructuras ulteriores constituidas sobre la base de aquellas, resulta de gran interés el análisis de la producción de lo nuevo a partir de ciertas estructuras básicas, elementales o primigenias. Es en los sistemas teóricos de Jean Piaget, de Claude Lévi-Strauss y de Noam Chomsky, que Díaz Villa encuentra vertientes significativas de la noción de competencia.

Sintéticamente, podemos decir que una estructura implica un sistema, en el cual existe interdependencia y sobredeterminación de sus componentes. En ella se sostiene un equilibrio dinámico, se autorregulan homeorreicamente; su funcionamiento puede advertirse a través de signos regulares; y, finalmente, el dinamismo de la estructura produce la constitución de nuevas estructuras más complejas. En el estudio de los rasgos de las estructuras psicogenéticas, lingüísticas o sociales y su puesta en evidencia, aparece como un punto del mayor interés teórico y práctico la cuestión de la actuación. ¿De qué modo, la estructura subyacente se transforma en una nueva estructura o en la modificación retroactiva de la que le dio origen? ¿Qué procesos se verifican cuando dos estructuras se combinan produciendo un cambio significativo y potencian a las primeras? Las competencias, entonces, podrían considerarse como la puesta en acto de estructuras cognoscitivas complejas construidas a partir de la sobredeterminación de estructuras más simples y deben analizarse contextualmente en las dimensiones cultural, social, psicológica y biológica. Podríamos decir que son el epifenómeno de un sistema cognoscitivo complejo.

Incluyamos en nuestro análisis otra raíz del problema de la utilización de la noción de competencia en educación. El estudio de las competencias, proviene del análisis del valor económico del conocimiento, de su incidencia en el valor agregado a bienes y servicios. El proceso de construcción de nuevos conocimientos, la constitución de nuevos campos significativos, de nuevos conceptos, de nuevos discursos, está en relación con la proyección de la vida humana como transformación histórica. En la tensión entre el hacer y el decir, entre obrar y nombrar, se hace presente el conocer. De allí, la importancia de ligar el concepto de competencia a la noción de sociedad del conocimiento ya que se vincula con la formación profesional como contribución al mundo productivo.


En este punto, nos interesa dejar planteada otra perspectiva del debate. En el estatus ontológico de conocimiento, saber y competencia no refieren a las mismas entidades. Es conveniente indagar los orígenes epistemológicos e históricos de cada uno de estos términos, así como el uso que –en distintos contextos disciplinares y culturales- se les ha dado y las resignificaciones que implican las exportaciones y reescrituras. Las tres nociones aluden a cuestiones que están incluidas en el curriculum universitario y cada diseño acentúa una u otra, o bien, procura un cierto equilibrio entre ellas. Podría pensarse que las tres nociones se cruzan en las distancias que operan entre el acontecimiento y su representación, quizás, cada una a diferentes distancias y con distinta intensidad respecto de uno y de otra. Otro rasgo de estas nociones es la densidad de sus redes de significación y la profundidad de los niveles de justificación que se ponen en juego.

Para el caso, las competencias parecen más próximas al acontecimiento, a la resolución de problemas, a la identificación de la emergencia de alternativas en el campo y su abordaje eficaz y eficiente. Las competencias están, justamente, en función de un desempeño. Y allí está, precisamente, su valor en términos de la economía. Si de lo que se trata es de la formación de profesionales que contribuyan al enriquecimiento cultural -incluyendo en esta dimensión la cuestión económica- resulta de mayor valor cuanta mayor sea la experticia en la resolución creativa y pertinente de problemas al punto de lograr respuestas novedosas y propositivas.

Entre los sujetos de la sobredeterminación curricular[9], adquieren un relieve singular las formulaciones que sostienen la red discursiva de los decisores en el campo empresarial y las expectativas de logro con que se concibe a los integrantes de los equipos de trabajo o, dicho en términos propios de la teoría del capital humano, los perfiles de puesto de trabajo y los requerimientos cuali-cuantitativos que habrán de orientar el reclutamiento y promoción de los recursos humanos.  A la complejidad del curriculum se le agrega, desde esta perspectiva,  una relectura que nos lleva a pensar en el graduado universitario puesto en situación a la hora de plantear, redefinir y dar sentido a la complejidad del mundo de la producción y la circulación de bienes y servicios en un contexto de rápidas transformaciones, contingente e incierto.

Es conveniente revisar la organización curricular, especialmente en lo atinente a los contenidos conceptuales, teóricos y a su puesta en tensión con las prácticas profesionales, articulando de modo más flexible e integral los conocimientos, los saberes y las competencias. La división clásica de conocimientos básicos y conocimientos “aplicados”, la existencias de tramos básicos y “clínicos” parece haber entrado en crisis y nuevos modos de combinar teoría y práctica emergen como alternativas plausibles. La noción de practicum reflexivo -acuñada por Donald Schön- ofrece una perspectiva interesante para formular experiencias curriculares que sostengan un equilibrio razonable entre las distintas dimensiones de la formación. El rediseño de las estrategias didácticas para la complementación productiva de las distintas esferas hace posible, también, una recuperación interactiva de conocimientos, saberes y competencias.


No imaginamos un curriculum universitario que omita los conocimientos que constituyen las bases filosóficas, teóricas y conceptuales de la profesión; tampoco uno que descuide las competencias necesarias para el desempeño experto. Pretender centrar el curriculum en uno de estos ejes produciría el desbalance y, consecuentemente, la pérdida de calidad de la educación universitaria.

Referencias

1)      BECHER, T. (2001) Tribus y territorios académicos. La indagación intelectual y las culturas de las disciplinas. Barcelona: Gedisa. Primera edición en inglés: 1989.
2)      BRASLAVSKY, C., TEDESCO, J. C. y CARCIOFI, R. (1984) El proyecto educativo autoritario. Buenos Aires: FLACSO.
3)      CONSEJO INTERUNIVERSITARIO NACIONAL – CIN (1992) Acuerdo Nº 50. San Juan.
4)      CULLEN, C. (1997) Crítica de las razones de educar. Temas de filosofía de la educación. Buenos Aires: Paidós.
5)      DE ALBA, A (1991). Evaluación curricular. Conformación conceptual del campo. México DF.: Univ. Nac. Autónoma de México.
6)      DÍAZ VILLA, M. (2006) Hacia una sociología de las competencias. Bogotá: Cooperativa Editorial Magisterio. 
7)      MORIN, E. (1999) Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Edición en español. Buenos Aires: Nueva Visión. 2001..
8)      PUIGGRÓS, A. (2004) La fábrica del conocimiento: los saberes socialmente productivos en América Latina. Rosario: Homo Sapiens.
9)      RIACES – GLOSARIO – Disponible en: http://www.riaces.net/glosario.html
10)  ROCHA, A. y otros (2000) Nuevo examen de Estado. Cambios para el siglo XXI. Propuesta general. Bogotá: ICFES.
11)  SANDER, B. (1990) Educación, administración y calidad de vida. Buenos Aires: Santillana.
12)  SCHÖN, D. (1987) La formación de profesionales reflexivos. Hacia un nuevo diseño de la enseñanza y el aprendizaje en las profesiones. Barcelona: Paidós / M.E.C. 1992.
13)  VERÓN, E. (1993) La semiosis social. Fragmentos de una teoría de la discursividad. México: Gedisa


[1] MORIN, E. (1999).
[2] Cullen lo señala para la educación en general, empero, el concepto es también válido para la educación universitaria.
[3] SANDER, B. (1990).
[4] BRASLAVSKY, C., TEDESCO, J. C. y CARCIOFI, R. (1984).
[5] PUIGGRÓS, A. (2004).
[6] VERÓN, E. (1993).
[7] ROCHA, A. y otros.
[8] DÍAZ VILLA, M. op. cit.
[9] DE ALBA, A. (1991).

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