Lucy Sepúlveda Velásquez
Educadora
Diferencial. Doctora en Educación.
Los
variados desafíos con los que se debe enfrentar el docente en su práctica
cotidiana generan, muchas veces, un sinnúmero de circunstancias y situaciones
de matices heterogéneos, entre los cuales se destaca la presencia de actitudes, ya sean de índoles positivas,
indecisas o negativas, al interactuar con la diversidad de alumnos integrados
en el aula (Fernández, 1995; Sepúlveda, 2008). En este contexto, nos preguntamos
¿si resultan necesarias en estos profesionales, algún tipo de competencia para
llevar a efecto el acto de integración e inclusión educativa? Basándonos en ello,
hemos indagado en la interrogante sobre “competencias
de carácter integrador”. Para el desarrollo de esta temática pareció
atrayente realizar un paralelismo con las competencias personales requeridas en
distintos ámbitos laborales ajenos al campo educativo y, trasladado el
argumento a esa realidad, consideramos que el atributo de “competencia integradora” juega
un papel esclarecedor y primordial en el dilema de la integración. En
este contexto, queremos puntualizar que conceptos como ‘actitud y competencia’
no resultan excluyentes, sino que se complementan e incluso se contienen
mutuamente.
2. Indagando en la competencia como argumento central:
Como premisa inicial es conveniente
especificar dos conceptos coligados en este
análisis, nos referimos a significados concordantes con “integración” y
“actitud”. El primero guarda relación con la incorporación física y social,
dentro de la sociedad, de las personas que están segregadas y aisladas.
Consecuente con ello, la integración implica ser un miembro activo de la
comunidad, viviendo donde otros viven, viviendo con los demás y teniendo los
mismos privilegios y derechos que el resto de ciudadanos no deficientes (Van Steenlandt, 1991).
En cambio, las actitudes corresponden a conceptos descriptivos que se infieren
a partir de la conducta, puesto que no son, por sí mismo, directamente
observables o medibles. A esto se añade que la “actitud” conlleva una
predisposición del individuo a valorar ciertos símbolos, objetos o aspectos de
su mundo de manera favorable, indecisa o desfavorable (Cameron y Whetten, 1983).
Centrándonos
ya en el tema nuclear, el concepto de
‘competencia’ se concibe relacionado con destreza y actuación; sin embargo,
dicho significado ha ido evolucionando hacia planteamientos más amplios y específicos,
originándose en esta última década, un modelo de formación profesional basado
en competencias. Si bien es cierto que la terminología general se ha
establecido dentro de líneas más renovadoras, con miradas mucho más dinámicas y
holísticas, podemos simplificar la definición relacionándola con “comportamientos
que algunas personas dominan mejor que otras” (Levy-Laboyer, 1997).
En
este lineamiento, Cantera (1995) se explaya y asienta el término de
‘competencia’ como: “la <mezcla de conocimientos>, aptitudes y
actitudes en diferentes dosis, que se manifiestan en conductas que nos llevan
al éxito en el trabajo” (en Garrido
Landívar, 2002, p. 3); perspectiva que, de forma similar, expresan autores
como: Boyatzis (1982), Colom, Sarramona y Vázquez (1994) y Cervantes (1996).
Vinculado
a este referente, Garrido Landívar (2002, p. 73) define y generaliza el término
de competencia como “aquellas características del sujeto (conocimiento,
actitudes, intereses y aptitudes) que pronostican una determinada conducta con
la que se consiguen los resultados propuestos”. A su vez, resalta tres
aspectos fundamentales atinentes al concepto:
- “Sus características se centran en el sujeto
- Se refiere a la consecución de unos resultados exitosos
- Es algo que puede desarrollarse en los sujetos mediante formación y entrenamiento”
Centrando
la definición y adecuándola a la tarea de enseñanza integradora, nos remitimos
a Field y Field (1994) para quienes “competencia” significa aquellos tipos de
destrezas, conocimientos y actitudes que forman la base de una práctica
profesional reflexiva. Estos autores propusieron varias listas de competencias
producidas por los cuerpos del Gobierno Británico entre los años 1990 y 1992.
En ellas se planteaban competencias genéricas que implicaban: “Habilidades y
competencias a aplicar en todos los grupos y contextos, a todos los niveles y a
todos los modos de enseñanza” (NPQTT, 1993, citado en Field y Field, 1994,
pp. 10,11).
Resulta
pertinente en este lineamiento señalar que la adquisición de competencias lleva
inmerso el desarrollo de capacidades, tales como: de iniciativa, de
comunicarse, de establecer relaciones estables y las de asumir riesgos y retos.
Bazdresch (2000, p. 2), en su escrito “Las competencias en la formación de
docentes”, manifiesta que: “Las competencias combinan los conocimientos con
el comportamiento social. Es algo más que habilidades, implican el dominio de
procesos y métodos para aprender de la práctica, de la experiencia y de la
intersubjetividad”.
Redundando
en esta temática, congruente y complementario nos parece también el enfoque
expresado por Soler Martínez (2004, p. 2), quien especifica que las
competencias poseen dos finalidades explícitas:
·
“Permiten la posibilidad de diagnosticar
la calidad de la actividad y la eficiencia, tal como ocurre en el campo del
aprendizaje y las necesidades subyacentes a éste.
·
Certifican el nivel académico,
profesional, tecnológico y científico del individuo”.
Aplicado
a la educación, se puede señalar que el profesional docente, cuyos
conocimientos han sido comprobados y, a su vez, ha sido capaz de demostrar la
experiencia adquirida de su rutina diaria, “es una persona competente”. Esto
nos indica, por el acento dinámico e implícito en la profesión, que la
competencia está estrechamente vinculada con los modos de actuación, con las
funciones a cumplir y que sus características están determinadas por la forma
en que organiza y utiliza los conocimientos adquiridos, los integra a la
práctica y los interrelaciona con el contexto, en dependencia de las
peculiaridades individuales y sociales, de tal manera que su desarrollo está en
correspondencia con los objetivos manifiestos de la educación.
3. Orígenes y adecuaciones generales del
término en el contexto de integración:
Indagando
en la procedencia del término, ésta nos traslada a David McClelland (Rodríguez
Trujillo, 1999; Enríquez, 2003, etc.), quien acuñó el concepto a finales del
siglo pasado (1960). Su aplicación primigenia fue utilizada en el campo laboral
de la empresa. Este autor demostró que las evaluaciones y los tests
tradicionales que se aplicaban para predecir el desempeño exitoso de un
trabajador, resultaban insuficientes. En la actualidad, el concepto de
competencia se ha impuesto en la literatura relacionada con la gestión empresarial.
Dentro
del campo de competencias laborales, Enríquez (2004)[2]
nos ofrece la siguiente definición, que se adecua bastante bien a nuestro
contexto y nos conduce de lleno a la perspectiva de competencia docente
integradora y de atención a la diversidad. Esta acepción, transferida al área
educativa, nos llevaría a definir la “competencia integradora” como:
“La capacidad de desarrollar
eficazmente el trabajo escolar, utilizando los conocimientos, habilidades y
destrezas y comprensión necesarias, así como los atributos que faciliten y
permitan solucionar situaciones
contingentes y problemas que pueden
plantearse en el aula relacionado con áreas de atención a la diversidad e
integración escolar” (p. 1).
En
un intento de adecuación global, también hemos intentado reorientar las
apreciaciones desarrolladas por Enríquez, a fin de hacerlas congruentes con el
estudio de competencia integradora, para ello, desglosamos sus fundamentos en
las siguientes consideraciones:
- Las competencia integradoras son repertorios de comportamientos que algunos docentes dominan mejores que otros, esto permite situaciones eficaces en contextos de integración e inclusión determinados. Equivalen, además, a un conjunto de conductas tipo y procedimientos que se pueden poner en práctica sin nuevos aprendizajes, pero que deben ser adecuados a la diversidad del aula.
- La existencia de tales competencias se manifiestan porque son observables. En la realidad cotidiana esto se verifica en que, de manera integrada, los docentes ponen en práctica diversos requisitos, tales como: actitudes, rasgos de personalidad, aptitudes, y conocimientos adquiridos. Sin embargo, la dificultad radica en que si la competencia integradora no puede ser demostrada, difícilmente podrá ser medida. Además, representan un trazo de unión entre las características individuales y las cualidades requeridas para llevar a cabo tareas profesionales precisas y que, en nuestro caso, correspondería a las efectuadas dentro del aula con alumnos integrados.
- Presencia de tres parámetros tradicionales de evaluación respecto a las diferencias de comportamiento entre las personas: actitudes (positivas, indecisas o negativas), aptitudes (verbal o numérica) y rasgos de personalidad (extroversión-introversión). Estos, a su vez, implican caracterizar a los individuos y explicar la variación de sus comportamientos en la ejecución de su tarea, lo que en situaciones de integración, correspondería a la actitud docente favorable, indecisa o desfavorable hacia la integración de alumnos con NEE.
·
Consideramos que la competencia integradora se relaciona, de por
sí, con los tres parámetros antes descritos y, además, con los conocimientos
adquiridos para el cumplimiento de la tarea profesional con una visión amplia y
de conjunto que da cabida, en nuestro caso, al proceso de integración e
inclusión. En este contexto resulta preciso añadir su carácter “local” y
“circunstancial”; es decir, depende del marco global del aula en el cual son
elaboradas y de las circunstancias en que son desarrolladas.
·
En relación a las aptitudes y conocimientos, podemos añadir que
las competencias no se reducen sólo a una aptitud, puesto que no pueden
llevarse a la práctica si las aptitudes requeridas no están presentes. En
cuanto a los conocimientos, éstos se diferencian de las competencias, porque
éstas últimas implican una experiencia y un dominio real de la tarea, que en el
caso del profesorado proviene de un acto constante de renovación y
transformación, provocado por la dinámica elemental de la propia práctica docente.
·
Podemos concretizar en que la competencia
integradora resulta ser consecuencia de la experiencia y constituye
‘saberes’ articulados e integrados entre sí y que, de algún modo, se presentan
automatizados. El profesor competente puede demostrar su competencia
integradora, pero le resulta difícil verbalizarla como experiencia interior.
·
Finalmente, corresponde señalar que existen etapas para
desarrollar un modelo de competencia integradora que describiríamos como: (i) Contar con un rumbo estratégico, para
ello es necesario definir qué capacidades deben acrecentarse, reducirse o
mantener. Esto ayuda a identificar las competencias que necesita el profesor
para responder con eficacia a la tarea integradora. (ii) Si el objetivo clave
radica en el cambio de organización del aula, el clima imperante y el entorno
resulta especialmente diverso y heterogéneo, lo recomendable es optar por un
modelo orientado a la atención de la diversidad en toda su extensión. (iii) La
comunicación debe favorecer y fortalecer la visión de conjunto. Se deben
explicar las razones que generan iniciativas de cambios del contexto y preparar
al alumnado para los efectos que habrán de recaer sobre ellos, producidos por
la propia interrelación y la diversidad existente.
Sin
embargo, visto a través de todos estas sugerencias, se plantea una dificultad
en el ámbito educativo y, en cierto punto, apreciativo tanto en las
interrogantes como en las respuestas en torno al tema, ello tiene que ver con
lo que sugieren Marchena y Reyes (2002)
respecto a que: “la enseñanza es un proceso complejo y que no puede hacer
juicios razonables sobre el talento de un profesor, de sus competencias, sin
tener en cuenta el contexto social, las características individuales, del
profesor y la naturaleza de los estudiantes” (p. 92).
Complementando
estas adecuaciones, resulta también de interés la clasificación señalada por
Gordillo (2004, p.2)[3],
sus fundamentos también podemos readecuarlos a las competencias con talante
integrador, redefiniéndolas en base a cuatro modalidades:
a)
Competencias metodológicas:
Éstas corresponden a los niveles precisos de conocimientos y de información
requeridas para el desarrollo de una o más tareas y que, en nuestro caso, se
relaciona directamente con la integración e inclusión escolar.
b) Competencias individuales: Ellas guardan relación con aspectos
intrínsecos en el plano laboral, como por ejemplo, la actitud hacia alumnos
integrados y la respuesta educativa en el contexto aula-grupo.
c)
Competencias sociales: Responden a la integración fluida y
positiva del profesor hacia el grupo-clase y a su respuesta hacia el desafío
social que ello implica, aunque siempre ‘vivenciado’ desde la perspectiva
laboral del docente.
d)
Competencias técnicas:
Son las que hacen referencia a las aplicaciones prácticas y precisas para la
ejecución de una o más tareas, contando con el previo conocimiento de las
distintas NEE del alumnado integrado (sean éstas consecuencias de una
discapacidad, de una minusvalía, de origen étnico-cultural, etc.).
Desde
la psicología cognitiva también nos llegan aportes, los cuales se manifiestan,
por ejemplo, a través de la distinción entre competencia (lo que el
profesor conoce y puede realizar) y ejecución (lo que el profesor hace
actualmente bajo las circunstancias existentes). Por ello, nos resulta válido
el fundamento conceptual esgrimido por Moral (1998):
“La competencia abarca la estructura
del conocimiento y de las habilidades, mientras que las ejecuciones reducen los
procesos para acceder y utilizar esas estructuras afectadas por factores
afectivos y emocionales que influyen en la última respuesta. De esta forma se
llega a concebir la competencia como algo que abarca la estructura del
conocimiento de los sujetos” (p. 87).
4. Conclusión:
Concordante
con las fundamentaciones comentadas, el tema, en términos globales, induce a la
existencia de desencuentros y críticas, ya que, por una parte, los
investigadores no se han puesto de acuerdo en cuanto al número y tipo de
competencias necesarias en la formación docente en general (Leonard y Utz,
1979; Houston, 1988; McNergmey y otros, 1988; Moral, 1998) y, por otra, las
críticas recibidas se han centrado en los costos económicos que presupone la
elaboración y puesta en práctica de programas afines (Moral, 1998; Garrido
Landívar, 2002).
Análogamente
y, de acuerdo a los argumentos aportados en este artículo, complementamos este
análisis con dos tendencias centrales de definición abordados por Abarca (2008,
p. 28), en torno a las cuales se concretiza la modalidad de competencia:
- Competencia Personal, definida como “el resultado de las habilidades de autoconocimiento y de autodominio…capacidad de estar consciente de las propias emociones y de controlar la conducta y tendencias”.
- Competencia Social, señalada como “el resultado de la consciencia social y del arte de manejar las relaciones interpersonales, siendo además, la habilidad para comprender las conductas y motivos de los otros, y de lograr interacciones fluidas y eficaces con ellos.
Estas
dos distinciones plantean lo primordial que resulta determinar en qué medida
las circunstancias que enfrenta el docente son lo suficientemente
trascendentales para generar respuestas afines con la diversidad de alumnos y
según la variedad de situaciones presentadas en el aula, no olvidando que las
habilidades que componen los dos tipos de competencia descrita, ocurren a
menudo de forma conjunta, de tal forma, que resulta difícil distinguirlas y
separarlas, ya que emergen principalmente, de la esfera emocional y del
autoconocimiento.
Sin
embargo, y a pesar de todos estos dilemas, podemos observar que la mayor parte
de las investigaciones realizadas en torno a las competencias en el área de
Formación del Profesorado han estado centralizadas, según Marchena y Reyes
(2002, p. 95), en modelos de competencias conductistas, procesuales y
cognitivistas. Últimamente, se aprecia que ha vuelto a resurgir un movimiento
centrado en las competencias docentes en países como Inglaterra, concretamente
en Gales (McNamara, 1992) y Australia (Field, 1994).
Observando
este acontecer en otros países, como España, por ejemplo, se da el caso de un
acercamiento a este enfoque de competencia, no sólo en el área de la formación
profesional docente sino también en el ámbito educativo en general, por el
surgimiento de referencias dirigidas a la Enseñanza Superior
(Martín, 1999; De la Torre
y Barrios, 2000) y hacia la Formación Profesional (Esteve, 1997; Tejada y
Sosa, 1997). Sin ir más lejos, Guerrero (1998) afirma que las competencias
profesionales, en este ámbito, necesitan de alguna solución para aminorar la
conflictividad entre competencia y empleo, disyuntiva que debe ser enfocado
taxativamente por la
Unión Europea, con el objeto de unificar criterios referentes
a la cualificación profesional y homogeneizar titulaciones que permitan la
libre circulación de los trabajadores en el interior de la Comunidad.
En
términos generales, se reafirma en el presente texto que las características de
la “competencia” presentan un carácter individual, porque sus particularidades
y contingencias se centran en el individuo. La referencia última confluye en la
consecución de resultados y los logros se obtienen mediante una formación y
entrenamiento constante. También que, al hacer una lectura de las distintas
acepción expuestas, se puede observar que la “competencia”, en sí, no significa
un elemento estático, sino algo que debe ponerse en evidencia a lo largo de la
carrera docente mediante la creación de nuevas formas de enfrentar la dinámica
educativa, de dirigir el proceso basado en algunos niveles de habilidades
requeridas para la ocasión, de tal modo, que se pueda lograr actuaciones que
resulten ser aplicadas de forma eficiente y adecuadas a las circunstancias de
diversidad educativa.
A
modo de orientación final, se sostiene aquí que la propuesta diseñada por
Barnett (1994, p. 18), resulta pertinente e idónea puesto que, según él,
tradicionalmente han existido dos ideas dominantes de competencias: la
académica y la práctica. En
este sentido, el autor compara las características de una y otra, manifestando
que ambas tienen intereses contrapuestos y que provienen de dos mundos
distintos: académicos y laborales. Este autor, en su libro The limits of the
competence, parte de una sugerente concepción, en la cual propone una
tercera y nueva visión del ser humano que no se puede localizar en ninguna de
las dos consideraciones antes mencionadas, para ello agrega una visión
alternativa mucho más amplia y holística, como es la “competencia que
pretende educar para la vida”.
Referencias:
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Tejada Fernández, J. y Sosa, F. (1997). Las Actitudes en el Perfil del Formador de Formación Profesional y Ocupacional: Ponencia presentada en el Segundo Congreso CIFO: Universidad Autónoma de Barcelona.
[1] Algunos de los argumentos de este escrito forma parte del artículo “Formación
profesional docente y competencia integradora e inclusiva: dos singularidades
para optimizar la integración e inclusión educativa”. Revista de educación,
Paideia, nº 49. Julio-diciembre de 2011, p. 141-166.
[2] Lar referencias planteadas por
Enríquez (2003) en su artículo “Competencias laborales: la puesta en valor del capital
humano”, resultaron ser de gran
utilidad, pues en base a ellas hemos ido perfilando y adecuando nuestra
reflexiones para centrar el discurso.
[3]
He retomado la clasificación diseñada por Gordillo (2004) en su artículo “Evaluación de competencias laborales”, ya que
me parecieron sugerentes y esclarecedoras para el desarrollo de las categorías
relacionadas con la competencia integradora.