lunes, 14 de abril de 2014

Prácticas evaluativas: ¿son o no son el núcleo duro de los cambios educativos?


Domingo Bazán, Blanca Astorga y Loreto González
Pedagogos, académicos de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano


I. Preámbulo (“que no alcanza para ser una evaluación diagnóstica”):

Se suele decir que “las reformas educativas apuntan a cambiarlo todo, menos la evaluación”. Puede haber relativa verdad en esta sentencia, sobre todo si la analizamos a partir de la gran dificultad que existe y ha existido para innovar en las prácticas evaluativas, esto es, en los modos de concebir, valorar, diseñar y vivenciar la evaluación en el sistema educativo.


En estas coordenadas, muchas reformas han aspirado a cambiar los contenidos y trayectorias escolares, los propósitos formativos declarados en los planes y programas de estudio, las concepciones y modalidades de enseñanza y aprendizaje, el rol de los educadores en la enseñanza, las normativas escolares e, incluso, el abordaje de los temas menos tradicionales de la vida en las aulas, tales como las emociones, el cuerpo y la convivencia. Todo este esfuerzo de innovación curricular y didáctica, empero, parece desdibujarse y perder fertilidad a la hora de abordar el problema de las prácticas evaluativas que se realizan en el aula.

¿Cómo explicar tamaña disonancia pedagógica? Un ejercicio reflexivo preliminar podría llevar a plantearnos tres hipótesis comprensivas en torno a las dificultades existentes para concebir y mejorar nuestras prácticas evaluativas:

II. Hipótesis 1: La evaluación educativa es mucho más que un conjunto de técnicas y procedimientos para decidir si los estudiantes han aprendido o no.

Primero, digamos que la evaluación educativa se ha reducido y simplificado al máximo en cuanto a los parámetros de qué se evalúa y quién evalúa, esto ocurre en correlación con los estilos modernos de abordaje y conocimiento de la realidad propios del paradigma dominante. Así, por un lado, la evaluación se ha sobre-especializado y concentrado en el aula, en el niño, en su mente, en su hemisferio izquierdo, en lo que recuerda/entiende de matemáticas, en las respuestas que da el niño a una prueba. Por otro lado, la evaluación se ha sobre-racionalizado, privilegiando lo cognitivo, lo individual, lo intramental, lo objetivo, lo universal de lo educativo. En consecuencia, la evaluación ha terminado constituyéndose en una rutina educativa de carácter marcadamente individualista, micrológica y escasamente participativa.

Segundo, esta evaluación es resultado directo y relevante de la concepción pedagógica que tengamos. El refrán sería: “dime cómo evalúas y te diré qué entiendes por educación, aprendizaje y desarrollo humano”. Por ello, podemos sostener que no habrá cambios en las prácticas evaluativas sino aclaramos y explicitamos las opciones epistémico-educativas que subyacen a cada educador o grupo de educadores, en un proyecto educativo situado y frente a las políticas públicas de calidad respectivas.


Este es un tema de alta complejidad, sobre todo porque es habitual que los cambios en educación termine reducidos a una cierta lógica “vanguardista”, esto es, de hacer lo que antes no se hacía, de hacer con categorías modernas, de “estar al día o a la moda”, pero sin interrogar el fondo ético y epistémico de las nuevas prácticas educativas en el sentido de un “hacer distinto”, un hacer verdaderamente extra-paradigmático. En este sentido, los argumentos del cambio son más bien lineales, de actualización o acumulación de nociones, o sea, pasar de medir a calificar, de calificar a evaluar, de lo psicométrico a lo edumétrico, de lo tradicional a lo actual:

ENFOQUE TRADICIONAL
ENFOQUE ACTUAL
·  Todos  los alumnos aprenden de la misma manera. La enseñanza y la evaluación se pueden estandarizar.
·  No existen alumnos estándar. Cada estudiante construye su propio aprendizaje a partir de sus saberes previos y mediado por otros. La enseñanza y la evaluación se diversifica.
·  La única forma de evaluar el progreso de los estudiantes es a través de pruebas de lápiz y papel.
·  Existen variados procedimientos para evaluar. Observación, realización de proyectos, trabajos prácticos, portafolios, bitácoras de aprendizaje, pruebas de lápiz y papel, permiten una mirada y comprensión global del proceso.
·  La evaluación está separada del currículo y de la enseñanza. Existen tiempos, lugares y métodos para realizarla.
·  Los límites entre currículo y evaluación se diluyen. La evaluación ocurre en y a través del currículo, es decir, en la práctica diaria.
·  Existe un cuerpo de conocimiento bien definido que los alumnos han de dominar; el mismo que han de demostrar/reproducir en la prueba.
·  El fin principal de la educación no es la reproducción. Aprender a aprender, desarrollar habilidades, destrezas, pensamiento crítico y reflexivo, actitudes. Aprender para toda la vida.
·  Al diseñar un procedimiento evaluativo, la eficiencia (corrección, cuantificación y aplicación) es lo más importante.
·  Al diseñar un procedimiento evaluativo importan los beneficios que éste puede aportar al aprendizaje del estudiante.
·  La enseñanza exitosa prepara al alumno para rendir bien en las pruebas diseñadas para medir sus conocimientos.
·  La enseñanza exitosa prepara al alumno para aprender a aprender, transferir los aprendizajes más allá de la sala de clases; para la vida
·  Promoción de la cultura del control, de la selección, comprobación, clasificación, competitividad, inmediatez, del poder. Irreflexiva y antidemocrática.
·  Promoción de la cultura de la comprensión, diálogo, retroalimentación, aprendizaje, reflexión, autocrítica. Democrática, flexible, colegiada.

Una mejor (y más avanzada) evaluación es posible si recoge estas nociones precedentes, pudiendo, quizás, remplazar una práctica evaluativa premoderna por una moderna (con todos los parámetros que definen este paradigma de base). Empero, desde un enfoque hermenéutico-critico, ello no es suficiente aún, pues, todavía puede ser que las prácticas evaluativas se reduzcan a una lógica “más de lo mismo”, esto es, intra-paradigmática, cuya visión no es capaz de garantizar un giro epistemológico que evidencie la necesidad de mirar de otro modo la realidad educativa, esto es, cambiando la racionalidad subyacente, modificando el interés cognitivo que define a una determinada práctica, de modo de no sólo “evaluar en forma actualizada” sino de modo profundamente “diferente” desde un punto de vista de la relación sujeto-objeto, teoría-práctica, adaptación-transformación.

El siguiente esquema dibuja esta macro-tensión entre una práctica evaluativa antigua o nueva (cambio lineal) versus una práctica evaluativa etic-objetivista o emic-subjetivista (cambio paradigmático):



Entonces, sólo cuando se comprende el proceso de aprendizaje como un medio para satisfacer la necesidad básica que tiene el ser humano de dar significado a sus experiencias, liberándolo de sus ataduras y opresiones,  la interacción social, la colaboración y la horizontalidad pasan a ser aspectos intrínsecos al hecho pedagógico, al aprendizaje y la evaluación. En este sentido, una concepción crítico-constructivista del aprendizaje nos viene a proponer/explicar el proceso evaluativo como una intervención  que ayuda a los sujetos a reconstruir los temas que se están evaluando, es decir, la evaluación es concebida como un proceso generador de cambios que va en busca de cómo el sujeto significa y resignifica la realidad. Así, la utilización de procedimientos evaluativos tales como el portafolio, concebida como una actividad individual metacognitiva supervisada por el profesor, permite que el educando pueda acceder a la Zona de Desarrollo Próximo, estimulando y potenciando no sólo la eficiencia de los nuevos aprendizajes, sino además el paso del niño, niña o adolescente a un nivel superior de desarrollo, con las implicaciones que esto tiene en el aspecto evaluativo y sus influencias en el desarrollo integral del estudiante como ser humano y personalidad en evolución. De lo contrario, tenemos y seguiremos teniendo profesores que –aun usando el mentado portafolio metacognitivo- siguen sosteniendo prácticas evaluativas domesticadoras y normalizadoras.

Lo anterior se ve reforzado si atendemos a que los componentes técnicos y procedimentales de la evaluación educativa pueden efectivamente operar y fluir -por la inercia de las cosas- de modo instrumental, neutral y mecánico, al amparo de objetivos de rendimiento y eficiencia escolar. Contrariamente, tales prácticas educativas sólo adquirirán sentido pedagógico y valor de uso para los educadores y estudiantes en la medida que puedan ser debatidas y argumentadas las razones de educar y de evaluar, dando respuestas situadas y participativas al para qué evaluar, que es finalmente una pregunta de racionalidad valórica.

Sumados los dos argumentos anteriores, podemos sospechar que prácticas evaluativas renovadas no son sólo aquellas que se hacen cada vez más elaboradas y científicas, en el derrotero lineal y positivista de la actualización, ese aparente nuevo saber pedagógico que no habla ya de juicio de expertos ni de medir, sino de evaluar para tomar decisiones y mejorar las prácticas educativas. Lamentablemente, no es tan simple, pues, la evaluación educativa que se requiere es mucho más que “estar al día”, representa un verdadero cambio de paradigmas en el sentido de modificar profundamente las concepciones y creencias que subyacen al quehacer educativo, transitando, por ejemplo, desde patrones de objetividad a patrones situados e intersubjetivos; pasando de procedimientos exteriores, desde la sospecha y el control, a procedimientos basados en la confianza, la autorreflexión y el diálogo. Este giro epistemológico en lo que entendemos y hacemos por evaluación educativa se topa cotidianamente con procesos evidentes de parálisis e inercia epistemológica, tan propios de la cultura escolar.


III. Hipótesis 2: La evaluación educativa es mucho más que un asunto de buenas intenciones o de esfuerzo individual.

La evaluación es una práctica educativa determinada por los factores socioculturales y políticos que definen la vida en la escuela. En esta escuela operan relaciones de dominación y procesos supraindividuales y coactivos de socialización de las nuevas generaciones pero también para los docentes y equipos técnicos de apoyo. Esta es la principal función de la educación, mantener la sociedad tal como está, reproducirla, hacer de las nuevas generaciones actores sociales situados, adaptados, ajustados a los fines y medios que caracterizan a esa sociedad. Las posibilidades de cambio y transformación son posibles, se señala, pero se reducen usualmente a condiciones periféricas y confrontacionales dentro del paradigma dominante, en el desafío casi utópico de re-inventar la escuela y la sociedad.

Esto significa que opera una microfísica del poder, un disciplinamiento severo y aplastante, que hacen de la cotidianeidad del aula el refuerzo natural y permanente de las relaciones de dominación y homogeneización que alimentan las instituciones educativas y, posteriormente, la sociedad en su conjunto. En este preciso sentido, existe una relación muy estrecha entre educación y política, entre evaluación y poder, entre evaluación y democracia. Si nuestra renovada concepción de la evaluación se basa en una concepción constructivista -ya no conductista-, entonces, debería idealmente tener sentido apostar por el juego, el diálogo, el error, la confianza y la participación en el diseño de las prácticas evaluativas a desarrollar. Pero no ocurre así, no sólo porque abunda el sujeto pseudoconstructivista en la escuela chilena, sino porque ninguna reforma buscará renunciar al poder de los que gobiernan ni dejará a los adultos expuestos al arbitrio de los niños y jóvenes en el aula.

Por su parte, en su rol domesticador y oprimido, a la vez, difícilmente un profesor aceptará que su poder se reduzca todavía más, disfrazando una y otra vez de participativas y dialógicas prácticas hegemónicas de control y normalización, dentro de las normas y creencias del paradigma dominante, tal como nos anticipó Durkheim que hacía la escuela moderna y que luego denunciara abiertamente Foucault.             

Como ya sabemos, en las sociedades modernas la educación representa el espacio privilegiado para llevar a cabo la reproducción social. De la familia y la escuela, como instituciones educativas, se espera que socialicen al nuevo miembro que se incorpora, propiciando la construcción de su personalidad social. La escuela, como institución social educativa, socializa mediante la enseñanza de conocimientos legitimados públicamente. En este sentido, la escuela es un lugar social donde se enseñan y se aprenden conocimientos válidos y significativos. Debe entenderse que la escuela, como señala Carlos Cullen: “resignifica continuamente procesos socializadores anteriores y simultáneos, interiores de la escuela y exteriores a ella. La escuela no inventa la socialización ni la monopoliza. Lo que sí hace, o debe hacer, es resignificarla desde la enseñanza”[1].

Se trata, en suma, de una tarea reproductora que tiende a homogeneizar a la población y que establece además las condiciones básicas de adaptación y de transformación que el sujeto y la sociedad requieren. Que la función educativa se cumple, lo corrobora la propia vigencia de nuestra sociedad. Sin embargo, hoy se considera que la escuela no ha sido capaz de demostrar éxito en las tareas encomendadas y que, como corolario, urge renovarla. El conjunto de las críticas levantadas convierten a la escuela en una institución en crisis, desdibujada frente a otros agentes de socialización y fragmentada en su expresión formal-pública (el sector privado más exitoso que el sector estatal).


Atendiendo a esta suerte de diagnóstico, referido a la dificultad casi estructural de promover nuevas prácticas evaluativas en las escuelas del país, se hace necesario  hacer de las prácticas evaluativas un campo de alta relevancia para el análisis sociocrítico, constituyendo la evaluación un campo de naturaleza teórico-práctica que resulta esencial en toda labor educativa, que opera paradigmáticamente determinado por el interés de conocimiento que subyace en cada práctica educativa, esto es, técnico, práctico o crítico. Nos parece que una revisión de estas dimensiones pedagógicas hace de la didáctica y la evaluación herramientas dotadas de auténtico potencial crítico y  transformador.
  
IV. Hipótesis tres: El sujeto evaluador no logra ubicar las prácticas evaluativas dentro de su rol porque tampoco tiene un marco de referencia que otorgue sentido pedagógico a su actuar.

Siempre ha habido personas con interés por enseñar y personas que necesitan (y quieren) que se les enseñe. Pero aquí no necesariamente hay una experiencia pedagógica. Puede ser que el que enseña lo haga muy bien y encuentre en esta actividad un beneficio espiritual inusualmente alto. Pero esto no es suficiente para hablar de una experiencia pedagógica. Puede ser, además, que enfrentado este aprendiz a una medición de conocimientos de tipo estandarizada logre ubicarse en la cola derecha de la curva normal, esto es, por encima del promedio nacional. Pero no estamos seguros de estar frente a una experiencia pedagógica relevante y necesaria. Puede ser, incluso, que el que enseña tenga un posgrado en alguna ciencia dura y desarrolle docencia o investigación en alguna institución de educación superior. Pero todavía no encontramos argumentos serios para creer que tal historia educativa es la historia que el sistema educativo chileno requiere para transformarse profundamente.

Nos preguntamos, ¿alcanza todo esto para sostener o sugerir que los mejores profesores son aquellos que saben lo que enseñan y que logran que sus alumnos aprendan lo que se les enseña? Más que para refutar inequívocamente esta concepción o modelo de docente, mencionaremos algunas sospechas que invitan a repensar y profundizar nuestros juicios educativos sobre la formación de profesores:



a)      Muchos de nuestros estudiantes aprenden porque sencillamente quieren aprender, si no quieren aprender se vuelven “sistemas cerrados” y prácticamente nada los saca de esa opción, ni su familia ni el temor a quedar relegados en la parte baja de la escala social. Motivarlos “desde afuera” se puede volver un desafío estéril y rutinario, desafío que pocas veces se altera por la presencia de un profesor que sólo sabe lo que enseña. Claramente, aquí hace falta un profesor que conozca o quiera conocer al sujeto que aprende, que comprenda y respete el contexto donde educador y educando coexisten, que valore los saberes previos de los educandos como punto de partida y que crea firmemente en que los aprendices pueden construir, de-construir y re-construir diversos conocimientos, o sea, que son capaces de aprender a aprender adecuadamente casi todo. Un profesor es profesor no porque sabe un contenido –ya sea científico, filosófico, artístico o cultural-, sino porque sabe la racionalidad de lo que enseña tan bien que es capaz de trasladar un saber lejano-neutral y convertirlo en un saber cercano-deseable para el estudiante. En este sentido, un profesor es buen profesor porque es pedagogo, es decir, porque tiene una formación pedagógica compleja, reflexionada y sistemática que le permite diseñar y alcanzar fines formativos más allá del tradicional “dominio de contenidos”. Lo pedagógico es, en este sentido, el saber teórico-práctico que permite comprender y problematizar la educación y la enseñanza.

b)      Una parte no menor de los jóvenes chilenos aprende y aprende harto. Lo demuestran las mediciones de calidad, tipo SIMCE y PSU. De hecho, siempre hay puntajes sobre los 800 puntos en esta última prueba. Como olvidamos que esta medición se basa en la curva normal (que es un modelo matemático-probabilístico de distribución de los puntajes en torno a la media) terminamos creyendo que los jóvenes de 800 puntos saben mucho, pero, en realidad, sólo saben más que el resto (o son los menos “ignorantes”: cada año los periodistas visitan a un alumno sorprendido y alegre que logró puntaje nacional para saber el “gran secreto”, pero vuelven sin nada, lo que sugiere que algunos puntajes nacionales “saben pero no saben qué ni porqué saben”). De todos modos, en esta lógica instrumental, hay profesores y colegios que son exitosos y que pueden sentirse orgullosos. Pero, en rigor, sólo sabemos que rinden más, no si están siendo formados como sujetos, es decir, desde lo pedagógico ignoramos qué pasa con sus emociones, con sus valores, con su movimiento, con su expresión, con su capacidad de relacionarse, con su pensar sobre cómo piensan. Nuevamente, decimos que no basta con saber un contenido a enseñar, un buen profesor es aquel pedagogo que no parcializa a sus estudiantes ni reduce al niño o joven a una función cognitivo-neuronal cuya capacidad básica es contestar o adivinar preguntas en un test. El profesor-pedagogo es necesario para potenciar al niño y la niña en todo su ser, en todas sus dimensiones humanas, entendiendo que comparte con la familia y la sociedad la tarea de formar integralmente a las nuevas generaciones.

c)      En la mayor parte de las escuelas de Chile los jóvenes están en el aula y se disponen a participar de lo que se realiza en ella, sin embargo, la escuela no retribuye con la misma moneda, pues, es adultocéntrica, opera invisibilizando los intereses y orígenes sociales e identitarios de los estudiantes. Si la escuela tiene como función esencial la reproducción social, esto es, mantener la sociedad como está, poco le importa otros puntos de vista que no sean los de los adultos y de las clases dominantes. Frente a esta verdadera violencia simbólica ejercida con las nuevas generaciones de nada sirve un profesor que sólo sepa lo que sabe enseñar. Hace falta un pedagogo que se pregunte frente al curriculum oficial que es aquello que resulta pertinente para ser trabajado didácticamente con un determinado grupo de jóvenes, en relación a sus rasgos sociales y culturales, con vistas a cuestionar valóricamente la sociedad actual. Hace falta un profesor-pedagogo que provoque ética y reflexivamente aprendizajes desde la interculturalidad (no desde el desconocimiento de que en las aulas hay niños y niñas con raíces latinoamericanas plurales), que promueva la participación y la integración profunda en el aula (no un simulacro de inclusión de un par de niños con discapacidad motora), que potencie vivir en y para las diferencias (no que obsesione con los diferentes, creando nuevas marcas o divisiones a propósito de los mapuches, los pobres, los homosexuales, los otros-inferiores), que incentive procesos de transformación de la sociedad (no de asistencialismo ni de pasividad, que nada cambian). El profesor-pedagogo es necesario para mirar al otro-estudiante a la cara, para buscar que ese otro me altere y llegar a comprenderlo y transmitirle una buena dosis de esperanza en que un mundo adulto alegre, sano y solidario es posible.


Como puede apreciarse, los desafíos formativos de un profesor-pedagogo no son sólo de enseñar, sino de pensar y diseñar la educación para construir una nueva sociedad, lo que es mucho más complejo y relevante que la tarea específica de incrementar el rendimiento de los estudiantes, medido esto en pruebas nacionales de dudosa racionalidad instrumental. No se trata de simplificar el análisis, muy por el contrario, se trata de mirar lejos en educación. Por ello, insistir en definir un “buen profesor” no por lo pedagógico-crítico sino por resultados parciales de orden psicométrico, distrae los esfuerzos que hace una parte del país por construir una sociedad más justa y más democrática. La verdad, no es raro que esto siga ocurriendo, a este país le gusta la frase “que no se note pobreza”, nos gusta el fingimiento, nos da pavor el cambio… por algo los médicos son evaluados por la cantidad de licencias médicas que dan, los asistentes sociales por el número de becas que entregan, los congresistas por la cantidad de leyes que proponen y las marchas estudiantiles por el número de detenidos que hubo. En este contexto, hace falta formar más y mejores profesores pedagogos que re-signifiquen la vida escolar, que aporten nuevos sentidos a la sociedad y al cambio social.

V. Una breve reflexión para cerrar (“que tampoco alcanza para evaluación sumativa”):

Para finalizar estas reflexiones, deseamos enfatizar que resulta imposible abordar el tema de la evaluación sin detenernos un momento en revisar nuestras formas de concebir el proceso de aprendizaje, los contenidos que deben aprender los estudiantes y los principios metodológicos que estos implican. Pero también hemos de ponderar críticamente la racionalidad de las prácticas educativas y también las sociales. Después de todo, la escuela reproduce fiel y sumisamente lo social. Estos aspectos deben ser considerados esenciales en todo proceso formativo y educativo, en cuanto si son coherentes entre sí, estaremos asegurando un acto educativo con verdaderos propósitos formativos.
                                                                      

La evaluación de los aprendizajes de los estudiantes es/debe ser una de las preocupaciones básicas de cualquier docente, sobre todo si se autopercibe identitariamente desde la pedagogía, especialmente de la pedagogía crítico-constructivista. Lo anterior resulta lógico si se tiene en cuenta que en la evaluación confluyen muchas de las decisiones fundamentales en relación a los procesos de enseñanza y aprendizaje y también las decisiones ético-políticas que tienden a asegurar las condiciones de dominación de la sociedad actual. Así, la manera de evaluar y los aspectos que son evaluados configuran en gran medida la forma de entender y organizar estos procesos, en el marco de una concepción de la didáctica contextualizada y sustentada pedagógicamente.

Referencias:

Anijovich, R. (2010) (Comp.). La evaluación significativa. Buenos Aires: Paidós.
    Astorga, B.; Bazán, D. y González, L. (2013). Evaluación de los Aprendizajes: aspectos epistémicos, técnicos y pedagógicos para una práctica educativa transformadora. Documento de Estudio. Santiago: UAHC.
       Bazán, D. (2008). El oficio del pedagogo. Rosario: Homosapiens.
     Bazán, D. (2013). Investigación-Acción y Pedagogía Crítica para pedagogos que sueñan y resisten. Santiago: Alteridad.
      Cullen, C. (1997). Crítica de las razones de educar. Temas de filosofía de la educación. Buenos Aires: Paidós.
     Medina, A. y Salvador, F. (2002) (Coord.). Didáctica General. Madrid: Pearson Educación.
    Santos Guerra, M. (1996). “Evaluar es comprender. De la Concepción Técnica a la Dimensión Crítica”, Revista Investigación en la Escuela. Nº 30.




[1] Cfr. Cullen, C. (1997). Pág. 35.

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