Domingo Bazán, Blanca Astorga y Loreto González
Pedagogos, académicos de la Universidad Academia de
Humanismo Cristiano
I. Preámbulo (“que no alcanza para ser una evaluación
diagnóstica”):
Se suele decir que
“las reformas educativas apuntan a cambiarlo todo, menos la evaluación”. Puede
haber relativa verdad en esta sentencia, sobre todo si la analizamos a partir
de la gran dificultad que existe y ha existido para innovar en las prácticas
evaluativas, esto es, en los modos de concebir, valorar, diseñar y vivenciar la
evaluación en el sistema educativo.
En estas coordenadas,
muchas reformas han aspirado a cambiar los contenidos y trayectorias escolares,
los propósitos formativos declarados en los planes y programas de estudio, las
concepciones y modalidades de enseñanza y aprendizaje, el rol de los educadores
en la enseñanza, las normativas escolares e, incluso, el abordaje de los temas
menos tradicionales de la vida en las aulas, tales como las emociones, el
cuerpo y la convivencia. Todo este esfuerzo de innovación curricular y
didáctica, empero, parece desdibujarse y perder fertilidad a la hora de abordar
el problema de las prácticas evaluativas que se realizan en el aula.
¿Cómo explicar tamaña
disonancia pedagógica? Un ejercicio reflexivo preliminar podría llevar a
plantearnos tres hipótesis comprensivas en torno a las dificultades existentes
para concebir y mejorar nuestras prácticas evaluativas:
II. Hipótesis 1: La evaluación educativa es mucho más
que un conjunto de técnicas y procedimientos para decidir si los estudiantes
han aprendido o no.
Primero, digamos que
la evaluación educativa se ha reducido y simplificado al máximo en cuanto a los
parámetros de qué se evalúa y quién evalúa, esto ocurre en correlación con los
estilos modernos de abordaje y conocimiento de la realidad propios del
paradigma dominante. Así, por un lado, la evaluación se ha sobre-especializado
y concentrado en el aula, en el niño, en su mente, en su hemisferio izquierdo,
en lo que recuerda/entiende de matemáticas, en las respuestas que da el niño a
una prueba. Por otro lado, la evaluación se ha sobre-racionalizado,
privilegiando lo cognitivo, lo individual, lo intramental, lo objetivo, lo
universal de lo educativo. En consecuencia, la evaluación ha terminado
constituyéndose en una rutina educativa de carácter marcadamente
individualista, micrológica y escasamente participativa.
Segundo, esta
evaluación es resultado directo y relevante de la concepción pedagógica que
tengamos. El refrán sería: “dime cómo evalúas y te diré qué entiendes por
educación, aprendizaje y desarrollo humano”. Por ello, podemos sostener que no
habrá cambios en las prácticas evaluativas sino aclaramos y explicitamos las
opciones epistémico-educativas que subyacen a cada educador o grupo de
educadores, en un proyecto educativo situado y frente a las políticas públicas
de calidad respectivas.
Este es un tema de
alta complejidad, sobre todo porque es habitual que los cambios en educación termine
reducidos a una cierta lógica “vanguardista”, esto es, de hacer lo que antes no
se hacía, de hacer con categorías modernas, de “estar al día o a la moda”, pero
sin interrogar el fondo ético y epistémico de las nuevas prácticas educativas
en el sentido de un “hacer distinto”, un hacer verdaderamente
extra-paradigmático. En este sentido, los argumentos del cambio son más bien
lineales, de actualización o acumulación de nociones, o sea, pasar de medir a
calificar, de calificar a evaluar, de lo psicométrico a lo edumétrico, de lo
tradicional a lo actual:
ENFOQUE
TRADICIONAL
|
ENFOQUE
ACTUAL
|
· Todos los
alumnos aprenden de la misma manera. La enseñanza y la evaluación se pueden
estandarizar.
|
· No existen alumnos estándar. Cada estudiante
construye su propio aprendizaje a partir de sus saberes previos y mediado por
otros. La enseñanza y la evaluación se diversifica.
|
· La única forma de evaluar el progreso de los
estudiantes es a través de pruebas de lápiz y papel.
|
· Existen variados procedimientos para evaluar.
Observación, realización de proyectos, trabajos prácticos, portafolios,
bitácoras de aprendizaje, pruebas de lápiz y papel, permiten una mirada y
comprensión global del proceso.
|
· La evaluación está separada del currículo y de la
enseñanza. Existen tiempos, lugares y métodos para realizarla.
|
· Los límites entre currículo y evaluación se
diluyen. La evaluación ocurre en y a través del currículo, es decir, en la
práctica diaria.
|
· Existe un cuerpo de conocimiento bien definido que
los alumnos han de dominar; el mismo que han de demostrar/reproducir en la
prueba.
|
· El fin principal de la educación no es la
reproducción. Aprender a aprender, desarrollar habilidades, destrezas,
pensamiento crítico y reflexivo, actitudes. Aprender para toda la vida.
|
· Al diseñar un procedimiento evaluativo, la
eficiencia (corrección, cuantificación y aplicación) es lo más importante.
|
· Al diseñar un procedimiento evaluativo importan los
beneficios que éste puede aportar al aprendizaje del estudiante.
|
· La enseñanza exitosa prepara al alumno para rendir
bien en las pruebas diseñadas para medir sus conocimientos.
|
· La enseñanza exitosa prepara al alumno para
aprender a aprender, transferir los aprendizajes más allá de la sala de
clases; para la vida
|
· Promoción de la cultura del control, de la
selección, comprobación, clasificación, competitividad, inmediatez, del
poder. Irreflexiva y antidemocrática.
|
· Promoción de la cultura de la comprensión, diálogo,
retroalimentación, aprendizaje, reflexión, autocrítica. Democrática,
flexible, colegiada.
|
Una mejor (y más avanzada) evaluación es posible si
recoge estas nociones precedentes, pudiendo, quizás, remplazar una práctica
evaluativa premoderna por una moderna (con todos los parámetros que definen
este paradigma de base). Empero, desde un enfoque hermenéutico-critico, ello no
es suficiente aún, pues, todavía puede ser que las prácticas evaluativas se
reduzcan a una lógica “más de lo mismo”, esto es, intra-paradigmática, cuya
visión no es capaz de garantizar un giro epistemológico que evidencie la
necesidad de mirar de otro modo la realidad educativa, esto es, cambiando la
racionalidad subyacente, modificando el interés cognitivo que define a una
determinada práctica, de modo de no sólo “evaluar en forma actualizada” sino de
modo profundamente “diferente” desde un punto de vista de la relación
sujeto-objeto, teoría-práctica, adaptación-transformación.
El siguiente esquema dibuja esta macro-tensión entre
una práctica evaluativa antigua o nueva (cambio lineal) versus una práctica
evaluativa etic-objetivista o emic-subjetivista (cambio paradigmático):
Entonces, sólo cuando se comprende el proceso de
aprendizaje como un medio para satisfacer la necesidad básica que tiene el ser
humano de dar significado a sus experiencias, liberándolo de sus ataduras y
opresiones, la interacción social, la
colaboración y la horizontalidad pasan a ser aspectos intrínsecos al hecho
pedagógico, al aprendizaje y la evaluación. En este sentido, una concepción crítico-constructivista del aprendizaje nos viene a proponer/explicar
el proceso evaluativo como una intervención
que ayuda a los sujetos a reconstruir los temas que se están evaluando,
es decir, la evaluación es concebida como un proceso generador de cambios que
va en busca de cómo el sujeto significa y resignifica la realidad. Así, la utilización de procedimientos evaluativos tales
como el portafolio, concebida como una actividad individual metacognitiva supervisada
por el profesor, permite que el educando pueda acceder a la Zona de Desarrollo Próximo,
estimulando y potenciando no sólo la eficiencia de los nuevos aprendizajes,
sino además el paso del niño, niña o adolescente a un nivel superior de
desarrollo, con las implicaciones que esto tiene en el aspecto evaluativo y sus
influencias en el desarrollo integral del estudiante como ser humano y
personalidad en evolución. De lo contrario, tenemos y seguiremos teniendo profesores
que –aun usando el mentado portafolio metacognitivo- siguen sosteniendo prácticas
evaluativas domesticadoras y normalizadoras.
Lo anterior se ve
reforzado si atendemos a que los componentes técnicos y procedimentales de la
evaluación educativa pueden efectivamente operar y fluir -por la inercia de las
cosas- de modo instrumental, neutral y mecánico, al amparo de objetivos de
rendimiento y eficiencia escolar. Contrariamente, tales prácticas educativas
sólo adquirirán sentido pedagógico y valor de uso para los educadores y
estudiantes en la medida que puedan ser debatidas y argumentadas las razones de
educar y de evaluar, dando respuestas situadas y participativas al para qué evaluar,
que es finalmente una pregunta de racionalidad valórica.
Sumados los dos argumentos
anteriores, podemos sospechar que prácticas evaluativas renovadas no son sólo
aquellas que se hacen cada vez más elaboradas y científicas, en el derrotero
lineal y positivista de la actualización, ese aparente nuevo saber pedagógico
que no habla ya de juicio de expertos ni de medir, sino de evaluar para tomar
decisiones y mejorar las prácticas educativas. Lamentablemente, no es tan
simple, pues, la evaluación educativa que se requiere es mucho más que “estar
al día”, representa un verdadero cambio de paradigmas en el sentido de
modificar profundamente las concepciones y creencias que subyacen al quehacer
educativo, transitando, por ejemplo, desde patrones de objetividad a patrones
situados e intersubjetivos; pasando de procedimientos exteriores, desde la
sospecha y el control, a procedimientos basados en la confianza, la
autorreflexión y el diálogo. Este giro epistemológico en lo que entendemos y
hacemos por evaluación educativa se topa cotidianamente con procesos evidentes
de parálisis e inercia epistemológica, tan propios de la cultura escolar.
III. Hipótesis 2: La evaluación educativa es mucho más
que un asunto de buenas intenciones o de esfuerzo individual.
La evaluación es una
práctica educativa determinada por los factores socioculturales y políticos que
definen la vida en la escuela. En esta escuela operan relaciones de dominación
y procesos supraindividuales y coactivos de socialización de las nuevas generaciones
pero también para los docentes y equipos técnicos de apoyo. Esta es la
principal función de la educación, mantener la sociedad tal como está,
reproducirla, hacer de las nuevas generaciones actores sociales situados,
adaptados, ajustados a los fines y medios que caracterizan a esa sociedad. Las
posibilidades de cambio y transformación son posibles, se señala, pero se
reducen usualmente a condiciones periféricas y confrontacionales dentro del
paradigma dominante, en el desafío casi utópico de re-inventar la escuela y la
sociedad.
Esto significa que
opera una microfísica del poder, un disciplinamiento severo y aplastante, que
hacen de la cotidianeidad del aula el refuerzo natural y permanente de las
relaciones de dominación y homogeneización que alimentan las instituciones
educativas y, posteriormente, la sociedad en su conjunto. En este preciso
sentido, existe una relación muy estrecha entre educación y política, entre
evaluación y poder, entre evaluación y democracia. Si nuestra renovada
concepción de la evaluación se basa en una concepción constructivista -ya no
conductista-, entonces, debería idealmente tener sentido apostar por el juego,
el diálogo, el error, la confianza y la participación en el diseño de las
prácticas evaluativas a desarrollar. Pero no ocurre así, no sólo porque abunda
el sujeto pseudoconstructivista en la escuela chilena, sino porque ninguna
reforma buscará renunciar al poder de los que gobiernan ni dejará a los adultos
expuestos al arbitrio de los niños y jóvenes en el aula.
Por su parte, en su
rol domesticador y oprimido, a la vez, difícilmente un profesor aceptará que su
poder se reduzca todavía más, disfrazando una y otra vez de participativas y
dialógicas prácticas hegemónicas de control y normalización, dentro de las
normas y creencias del paradigma dominante, tal como nos anticipó Durkheim que
hacía la escuela moderna y que luego denunciara abiertamente Foucault.
Como ya sabemos, en las sociedades modernas la
educación representa el espacio privilegiado para llevar a cabo la reproducción
social. De la familia y la escuela, como instituciones educativas, se espera
que socialicen al nuevo miembro que se incorpora, propiciando la construcción
de su personalidad social. La escuela, como institución social educativa,
socializa mediante la enseñanza de conocimientos legitimados públicamente. En
este sentido, la escuela es un lugar social donde se enseñan y se aprenden
conocimientos válidos y significativos. Debe entenderse que la escuela, como
señala Carlos Cullen: “resignifica continuamente procesos socializadores
anteriores y simultáneos, interiores de la escuela y exteriores a ella. La
escuela no inventa la socialización ni la monopoliza. Lo que sí hace, o debe
hacer, es resignificarla desde la enseñanza”[1].
Se trata, en
suma, de una tarea reproductora que tiende a homogeneizar a la población y que
establece además las condiciones básicas de adaptación y de transformación que
el sujeto y la sociedad requieren. Que
la función educativa se cumple, lo corrobora la propia vigencia de nuestra
sociedad. Sin embargo, hoy se considera que la escuela no ha sido capaz de
demostrar éxito en las tareas encomendadas y que, como corolario, urge
renovarla. El conjunto de las críticas levantadas convierten a la escuela en
una institución en crisis, desdibujada frente a otros agentes de socialización
y fragmentada en su expresión formal-pública (el sector privado más exitoso que
el sector estatal).
Atendiendo a esta
suerte de diagnóstico, referido a la dificultad casi estructural de promover
nuevas prácticas evaluativas en las escuelas del país, se hace necesario hacer de las prácticas evaluativas un campo de
alta relevancia para el análisis sociocrítico, constituyendo la evaluación un campo
de naturaleza teórico-práctica que resulta esencial en toda labor educativa,
que opera paradigmáticamente determinado por el interés de conocimiento que
subyace en cada práctica educativa, esto es, técnico, práctico o crítico. Nos
parece que una revisión de estas dimensiones pedagógicas hace de la didáctica y
la evaluación herramientas dotadas de auténtico potencial crítico y transformador.
IV. Hipótesis tres: El sujeto evaluador no logra
ubicar las prácticas evaluativas dentro de su rol porque tampoco tiene un marco
de referencia que otorgue sentido pedagógico a su actuar.
Siempre ha habido personas con interés
por enseñar y personas que necesitan (y quieren) que se les enseñe. Pero aquí
no necesariamente hay una experiencia pedagógica. Puede ser que el que enseña
lo haga muy bien y encuentre en esta actividad un beneficio espiritual
inusualmente alto. Pero esto no es suficiente para hablar de una experiencia
pedagógica. Puede ser, además, que enfrentado este aprendiz a una medición de
conocimientos de tipo estandarizada logre ubicarse en la cola derecha de la
curva normal, esto es, por encima del promedio nacional. Pero no estamos
seguros de estar frente a una experiencia pedagógica relevante y necesaria.
Puede ser, incluso, que el que enseña tenga un posgrado en alguna ciencia dura
y desarrolle docencia o investigación en alguna institución de educación
superior. Pero todavía no encontramos argumentos serios para creer que tal
historia educativa es la historia que el sistema educativo chileno requiere
para transformarse profundamente.
Nos preguntamos, ¿alcanza todo esto para
sostener o sugerir que los mejores profesores son aquellos que saben lo que
enseñan y que logran que sus alumnos aprendan lo que se les enseña? Más que
para refutar inequívocamente esta concepción o modelo de docente, mencionaremos
algunas sospechas que invitan a repensar y profundizar nuestros juicios
educativos sobre la formación de profesores:
a)
Muchos de nuestros estudiantes aprenden porque
sencillamente quieren aprender, si no quieren aprender se vuelven “sistemas
cerrados” y prácticamente nada los saca de esa opción, ni su familia ni el
temor a quedar relegados en la parte baja de la escala social. Motivarlos
“desde afuera” se puede volver un desafío estéril y rutinario, desafío que
pocas veces se altera por la presencia de un profesor que sólo sabe lo que
enseña. Claramente, aquí hace falta un profesor que conozca o quiera conocer al
sujeto que aprende, que comprenda y respete el contexto donde educador y
educando coexisten, que valore los saberes previos de los educandos como punto
de partida y que crea firmemente en que los aprendices pueden construir,
de-construir y re-construir diversos conocimientos, o sea, que son capaces de
aprender a aprender adecuadamente casi todo. Un profesor es profesor no porque
sabe un contenido –ya sea científico, filosófico, artístico o cultural-, sino
porque sabe la racionalidad de lo que enseña tan bien que es capaz de trasladar
un saber lejano-neutral y convertirlo en un saber cercano-deseable para el
estudiante. En este sentido, un profesor es buen profesor porque es pedagogo,
es decir, porque tiene una formación pedagógica compleja, reflexionada y
sistemática que le permite diseñar y alcanzar fines formativos más allá del
tradicional “dominio de contenidos”. Lo pedagógico es, en este sentido, el
saber teórico-práctico que permite comprender y problematizar la educación y la
enseñanza.
b)
Una
parte no menor de los jóvenes chilenos aprende y aprende harto. Lo demuestran
las mediciones de calidad, tipo SIMCE y PSU. De hecho, siempre hay puntajes
sobre los 800 puntos en esta última prueba. Como olvidamos que esta medición se
basa en la curva normal (que es un modelo matemático-probabilístico de
distribución de los puntajes en torno a la media) terminamos creyendo que los
jóvenes de 800 puntos saben mucho, pero, en realidad, sólo saben más que el
resto (o son los menos “ignorantes”: cada año los periodistas visitan a un
alumno sorprendido y alegre que logró puntaje nacional para saber el “gran secreto”,
pero vuelven sin nada, lo que sugiere que algunos puntajes nacionales “saben
pero no saben qué ni porqué saben”). De todos modos, en esta lógica
instrumental, hay profesores y colegios que son exitosos y que pueden sentirse
orgullosos. Pero, en rigor, sólo sabemos que rinden más, no si están siendo
formados como sujetos, es decir, desde lo pedagógico ignoramos qué pasa con sus
emociones, con sus valores, con su movimiento, con su expresión, con su
capacidad de relacionarse, con su pensar sobre cómo piensan. Nuevamente,
decimos que no basta con saber un contenido a enseñar, un buen profesor es
aquel pedagogo que no parcializa a sus estudiantes ni reduce al niño o joven a
una función cognitivo-neuronal cuya capacidad básica es contestar o adivinar
preguntas en un test. El profesor-pedagogo es necesario para potenciar al niño
y la niña en todo su ser, en todas sus dimensiones humanas, entendiendo que
comparte con la familia y la sociedad la tarea de formar integralmente a las
nuevas generaciones.
c)
En
la mayor parte de las escuelas de Chile los jóvenes están en el aula y se
disponen a participar de lo que se realiza en ella, sin embargo, la escuela no
retribuye con la misma moneda, pues, es adultocéntrica, opera invisibilizando
los intereses y orígenes sociales e identitarios de los estudiantes. Si la
escuela tiene como función esencial la reproducción social, esto es, mantener
la sociedad como está, poco le importa otros puntos de vista que no sean los de
los adultos y de las clases dominantes. Frente a esta verdadera violencia
simbólica ejercida con las nuevas generaciones de nada sirve un profesor que
sólo sepa lo que sabe enseñar. Hace falta un pedagogo que se pregunte frente al
curriculum oficial que es aquello que resulta pertinente para ser trabajado didácticamente
con un determinado grupo de jóvenes, en relación a sus rasgos sociales y
culturales, con vistas a cuestionar valóricamente la sociedad actual. Hace
falta un profesor-pedagogo que provoque ética y reflexivamente aprendizajes
desde la interculturalidad (no desde el desconocimiento de que en las aulas hay
niños y niñas con raíces latinoamericanas plurales), que promueva la
participación y la integración profunda en el aula (no un simulacro de
inclusión de un par de niños con discapacidad motora), que potencie vivir en y
para las diferencias (no que obsesione con los diferentes, creando nuevas
marcas o divisiones a propósito de los mapuches, los pobres, los homosexuales,
los otros-inferiores), que incentive procesos de transformación de la sociedad
(no de asistencialismo ni de pasividad, que nada cambian). El profesor-pedagogo
es necesario para mirar al otro-estudiante a la cara, para buscar que ese otro
me altere y llegar a comprenderlo y transmitirle una buena dosis de esperanza
en que un mundo adulto alegre, sano y solidario es posible.
Como puede apreciarse, los desafíos
formativos de un profesor-pedagogo no son sólo de enseñar, sino de pensar y
diseñar la educación para construir una nueva sociedad, lo que es mucho más
complejo y relevante que la tarea específica de incrementar el rendimiento de
los estudiantes, medido esto en pruebas nacionales de dudosa racionalidad
instrumental. No se trata de simplificar el análisis, muy por el contrario, se
trata de mirar lejos en educación. Por ello, insistir en definir un “buen
profesor” no por lo pedagógico-crítico sino por resultados parciales de orden
psicométrico, distrae los esfuerzos que hace una parte del país por construir
una sociedad más justa y más democrática. La verdad, no es raro que esto siga
ocurriendo, a este país le gusta la frase “que no se note pobreza”, nos gusta
el fingimiento, nos da pavor el cambio… por algo los médicos son evaluados por
la cantidad de licencias médicas que dan, los asistentes sociales por el número
de becas que entregan, los congresistas por la cantidad de leyes que proponen y
las marchas estudiantiles por el número de detenidos que hubo. En este
contexto, hace falta formar más y mejores profesores pedagogos que
re-signifiquen la vida escolar, que aporten nuevos sentidos a la sociedad y al
cambio social.
V. Una breve reflexión para
cerrar (“que tampoco alcanza para evaluación sumativa”):
Para finalizar estas reflexiones, deseamos enfatizar que resulta imposible
abordar el tema de la evaluación sin detenernos un momento en revisar nuestras
formas de concebir el proceso de aprendizaje, los contenidos que deben aprender
los estudiantes y los principios metodológicos que estos implican. Pero también
hemos de ponderar críticamente la racionalidad de las prácticas educativas y
también las sociales. Después de todo, la escuela reproduce fiel y sumisamente
lo social. Estos aspectos deben ser considerados esenciales en todo proceso formativo
y educativo, en cuanto si son coherentes entre sí, estaremos asegurando un acto
educativo con verdaderos propósitos formativos.
La evaluación de los aprendizajes de
los estudiantes es/debe ser una de las preocupaciones básicas de cualquier
docente, sobre todo si se autopercibe identitariamente desde la pedagogía,
especialmente de la pedagogía crítico-constructivista. Lo anterior resulta
lógico si se tiene en cuenta que en la evaluación confluyen muchas de las
decisiones fundamentales en relación a los procesos de enseñanza y aprendizaje
y también las decisiones ético-políticas que tienden a asegurar las condiciones
de dominación de la sociedad actual. Así, la manera de evaluar y los aspectos
que son evaluados configuran en gran medida la forma de entender y organizar
estos procesos, en el marco de una concepción de la didáctica contextualizada y
sustentada pedagógicamente.
Referencias:
Anijovich, R. (2010) (Comp.). La
evaluación significativa. Buenos Aires: Paidós.
Astorga,
B.; Bazán, D. y González, L. (2013). Evaluación de
los Aprendizajes: aspectos epistémicos, técnicos y pedagógicos para una
práctica educativa transformadora. Documento de Estudio. Santiago: UAHC.
Bazán,
D. (2008). El oficio del pedagogo.
Rosario: Homosapiens.
Bazán,
D. (2013). Investigación-Acción y
Pedagogía Crítica para pedagogos que sueñan y resisten. Santiago:
Alteridad.
Cullen,
C. (1997). Crítica de las razones de
educar. Temas de filosofía de la educación. Buenos Aires: Paidós.
Medina, A.
y Salvador, F. (2002) (Coord.). Didáctica
General. Madrid: Pearson Educación.
Santos
Guerra, M. (1996). “Evaluar es comprender. De la Concepción Técnica a la
Dimensión Crítica”, Revista Investigación
en la Escuela. Nº 30.
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