lunes, 6 de agosto de 2012

Otra Pedagogía es posible: el desarrollo de competencias situadas en los nuevos educadores



Blanca Astorga Lineros
Profesora de la Carrera de Pedagogía en Educación Diferencial, UAHC.


Asúmanos lo complejo del escenario socio-político actual, evidenciado concretamente en fuertes demandas sobre le educación y la formación de profesores. Esto se traduce en una evidente tensión profesional que nos hace transitar y responder erráticamente entre los lineamientos y ordenanzas ministeriales, las evaluaciones estandarizadas y los anhelos transformadores de los estudiantes y del profesorado.

Este presente, querámoslo o no, define el contenido de las prácticas educativas que diseñamos y desarrollamos al interior de las instituciones formativas. Lograr avanzar hacia la construcción de competencias profesionales no resulta ser tarea fácil, pero, sin duda, representa una labor imprescindible para llevar adelante aprendizajes legítimos y más pertinentes en los futuros profesores, los cuales propiciarán, a su vez, nuevos aprendizajes entre los alumnos que, sin duda, deben dar cuenta de altos niveles de calidad en la labor docente realizada.


Pensemos en lo siguiente: “Educar en el mundo contemporáneo es todo un reto para los agentes educativos que intervienen en este proceso, pues la educación y con ella la universidad tiene como misión principal darle oportunidades educativas a todas las personas y formarlos para la vida”, González y Pérez (2002).

Desde lo anterior, puede desprenderse que ya no basta sólo con impartir los conocimientos y evaluar la apropiación de los contenidos de cada programa de asignatura. El desafío está adscrito a un aprendizaje mayúsculo, desde la lógica del crecimiento del sujeto, del desarrollo de éste como futuro profesor y de la transformación de las condiciones del contexto de pertenencia y/o el de intervención.

En este escenario, una de las primeras competencias que debemos desarrollar en los nuevos educadores es la “capacidad para reconocer las cualidades propias y abordar las diferencias grupales”, por decirlo de algún modo. Consideramos que la oportunidad más concreta y valiosa que permite a los estudiantes de Pedagogía asumir y valorar las diferencias de sus futuros alumnos y llevar adelante el trabajo pedagógico, debe ser una que esté marcada fuertemente por su propia experiencia en las aulas, desde la deconstrucción, construcción y reconstrucción de sus propios saberes. De este modo, se garantiza que pueda probablemente comprender el proceso de aprender desde su particular experiencia y, así mismo, autovalorar y destacar la diversidad de los modos de aprender, de vivir y de ser propios y de sus futuros estudiantes.

Éste tránsito formativo en el nuevo educador resulta ser un proceso trabajoso y complejo, en razón principalmente del reconocimiento de la singularidad de los actores involucrados y de las posibilidades de trascendencia permanente que viven, tanto de los estudiantes como de los docentes.


Sin duda, el proceso de conformarse en un estudiante universitario y llegar a desarrollar las competencias para transformarse en profesor, debe darse en un escenario de compromiso auténtico por la calidad de la docencia que impartimos los docentes universitarios. Esto supone tener como objetivo fundamental la construcción de competencias “situadas” que permitan actuar conscientemente, desde los aprendizajes de la disciplina elegida y hacía la construcción, en sus alumnos, de las herramientas para modificar las condicionantes contextuales adversas o lejanas al aprendizaje.

A nuestro parecer, para lograr lo anterior es preciso reconocer las fortalezas, las capacidades y las destrezas de los estudiantes de Pedagogía, desarrollando, a partir de ello, las competencias creativogénicas necesarias para la acción pedagógica. Asumiendo, además, el crecimiento y la transformación de los estudiantes desde una mirada que renueve la docencia y el modo de enfrentar la realidad cognitiva del alumno, transformándola en competencias metacognitivas y emancipadoras. Potenciando y reconstruyendo simultáneamente el sentido, las directrices, los modos didácticos y las acciones educativas posibles de incluir en esa “caja de herramientas” llamada didáctica del educador. Lo importante aquí es apostar por una docencia que cuestione, movilice y modifique el escenario pedagógico universitario.

Visto así, la docencia universitaria debiera interpelarnos, llevarnos a estadios profusos y profundos de reflexión, de un alto nivel de vigilancia epistemológica gremial y pedagógica que nos permita comprender que el éxito académico estudiantil deja de ser un atributo particular (cultural y social) del estudiante. En primera instancia, dicha comprensión surge desde las inquietudes y los cuestionamientos que en la presencia del estudiante y la posterior vinculación con el docente se alcance. Posteriormente, en consonancia con lo anterior, ello concierne a la evaluación, a las metodologías, a los recursos y los intereses fundamentales[1] de la cátedra específica y de quien imparte la docencia.

Si acogemos las ideas antes señaladas, estaremos de acuerdo en que el solo ingreso de cada alumno de secundaria a la universidad no garantiza las habilidades cognitivas y académicas básicas que se esperan al inicio de la formación superior. Muchas veces ocurre que ese grupo de estudiantes -de bajo pronóstico de éxito académico- empieza a hacerse visible para la institución  de educación superior a partir de un perfil de ingreso idealizado que enfatiza negativamente las diferencias de entrada (derechamente, las diferencias se vuelven desigualdades y no al revés). Ello nos impone la tarea de “hacerse cargo” (reconociendo, valorando y desarrollando) de la diversidad  y de los modos de acceder y crear el aprendizaje. Potenciando, en ellos, las habilidades previas que el estudiante universitario requiere para convertirse posteriormente en un profesional de la educación.


Como ha sido dicho: “La educación deberá centrarse en la adquisición de competencias por parte del alumno. Se trata de centrar la educación en el estudiante. El papel fundamental del profesor debe ser el de ayudar al estudiante en el proceso de adquisición de competencias. El concepto de competencia pone el acento en los resultados del aprendizaje, en lo que el alumno es capaz de hacer al término del proceso educativo y en los procedimientos que le permitirán continuar aprendiendo de forma autónoma a lo largo de su vida”  Bajo, María Teresa (2010).

El desafío supone, en consecuencia, avanzar hacia un tipo de docencia erigido desde un modelo educativo hermenéutico y reflexivo que, estando inspirado en competencias, logre superar la idea positivista de la medición, el status y la clasificación de los estudiantes en: competentes, pseudo-competentes y no competentes (como ya se hace estigmatizadoramente con los propios docentes del sistema escolar en el marco del extrañamente denominado “marco para la buena enseñanza”).

Señalamos, finalmente que la competencia debe ser resignificada, tal como propone Philipe Perrenoud, en cuanto capacidad de movilizar diversos recursos cognitivos para hacer frente a un tipo de situaciones. Algo así como una capacidad movilizada y movilizadora, una suerte de capacidad compleja y complejizadora que está en el propio sujeto y que alguien, en nuestro caso el profesorado universitario, debe movilizar.

Adscribimos, por cierto, a esta concepción epistemológica porque, a su vez, apostamos por otra pedagogía, una pedagogía crítica y hermenéutica que se edifique ética y políticamente lejos del objetivo técnico e instrumental del grueso de las nociones de competencias existentes, yendo más allá de pretender calificar, marcar o psicopatologizar a un estudiante. Ese es, en el fondo, el discurso central de una nueva formación de educadores desde una mirada humanista y crítico-complejizadora.




[1] Habermas, como se sabe, señala distinto intereses humanos. Ellos se manifiestan en la orientaciones que reconoce la formación de profesores, ya sea desde un interés “técnico” de transmisión y ejecución de contenidos globales, pasando por la implementación “práctica” de metodologías comprensivas con el contexto, hasta aquellas acciones “crítico” – innovadoras, construidas en y con el sujeto educativo y su entorno.

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