Carolina Tapia Berríos
Docente de la
Carrera de Pedagogía en Educación Diferencial.
Coordinadora del
CEMPIN.
Nuestro país ha
declarado en convenciones, políticas públicas y educativas, promulgación de leyes y decretos, entre otras
instancias, que asume el desafío y compromiso de la integración de personas con
y sin discapacidad y la aceptación y respeto por la diversidad en las escuelas,
liceos y universidades. Sin embargo, como los discursos desde donde emergen
estos compromisos no necesariamente responden a procesos reflexivos que apunten
a deconstruir representaciones, pensamientos colectivos y formas de comprender
al ser humano y a los sistemas sociales, no ha de extrañarnos que, paralelamente
a la promulgación de políticas en materias de integración y de “atención a la
diversidad” bajo el anhelo de una educación inclusiva, surjan desafíos que son
absolutamente contraproducentes con estas intenciones explicitadas.
Principalmente aquellos que siguen asociando la existencia de una educación de
calidad a la idea de seleccionar a los mejores de cada comuna, aquellos
representantes de la normalidad, del sujeto ideal, a aquellos que -en “una
escuela inclusiva”- no tendrían las mismas posibilidades.
En este contexto, cabe
hacerse al menos la siguiente pregunta: ¿cuáles son los supuestos y premisas
que sostienen la política de creación de “escuelas de excelencia”?
Primero, a mi
juicio el más evidente, refiere a la comprensión de que una buena educación,
una de calidad, es aquella centrada en el conocimiento, en el desarrollo
cognitivo, es decir, una educación academicista. Aquella que puede promover
productos mensurables, cuantificables, por lo tanto, comprobables.
Segundo, no menos evidente,
la comprensión de que los “buenos” y, por consiguiente, “mejores estudiantes”,
son aquellos que rinden mejor en las pruebas, ya sea estandarizadas o no, es
decir, aquellos que den cuenta de la eficacia y productividad de la educación.
Tercero, la noción de que a mayor selección de estudiantes centrada en criterios academicistas, se dan mejores resultados, pues, así es más factible realizar los famosos procesos de homogenización y normalización de estilos, de ritmos de aprendizaje y de conductas, entre otros elementos que hacen propicio la “técnica” de enseñar.
Ligado a los
anteriores, el cuarto supuesto nos remite a un problema epistemológico: la
construcción del sujeto racional e ilustrado. Basado en la filosofía cartesiana
y kantiana que promueven la sobrevaloración de la razón ilustrada y, por ende,
la construcción de sujetos racionales. Con ello, se continúa reproduciendo la
idea y la fijación de un valor a la inteligencia (entendida como coeficiente
intelectual) y la razón como características esenciales de los seres humanos.
Todos los supuestos
anteriormente mencionados nos permiten comprender la cruda realidad que
sustentan las últimas de las decisiones en nuestro sistema educacional: una
racionalidad instrumental instalada y legitimada que reduce –una vez más- la
cuestión de la educación a lógicas del mercado, de la eficacia, de la
productividad, lo que -como sabemos- siempre tiene consecuencias para aquellos
que quedan fuera de estos constructos.
Con estas medidas,
principalmente la creación de liceos de excelencia, volvemos a legitimar los
procesos de selección social de “mejores y peores” estudiantes que promueven la
exclusión de aquellos que no responden a la tipificación ideal, a la norma. Con
ello, estamos diciendo que el ideal de las escuelas inclusivas, valoradoras y
aceptadoras de la diversidad son aconsejables en términos éticos pero que no se
ajustan a la esperanza de la calidad en educación. Es más, explícitamente se
está promoviendo que aquellos “estudiantes mejores” asistan a los liceos que
aseguran sus resultados, pues, están creados con esos fines, para esos
estudiantes. Esto es, son liceos para algunos, para los normales, práctica
educativa en la que lo ético pareciera pasar a segundo plano, donde la
normalidad explícitamente vuelve a ser el centro y define la periferia.
De este modo,
tenemos colegios mejores para estudiantes mejores, en la que cada cual tiene lo
que se merece. Quizás es eso lo que realmente quiere decir la frase: “una
educación justa para todos y todas.”
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