Claudia Díaz Flores
Profesora Carrera de Pedagogía en Educación
Diferencial, UAHC.
I. Introducción
Parece ser que el
fenómeno educativo plantea grandes e innumerables desafíos a todos los actores
que en él participan. Familias, estudiantes, docentes, directivos, Estado, etc.
son interpelados a responder, desde sus respectivas tribunas, al urgente
llamado a mejorar la calidad de la educación que se imparte en el país.
Este llamado
refleja la demanda social por mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos
y ciudadanas, en términos de asegurar oportunidades de progreso y crecimiento
para todos y todas, desde sus
condiciones y características particulares de existencia.
La reforma
educativa, impulsada por los gobiernos de la Concertación a partir de 1990,
reconoce esta realidad y recoge la idea de equidad como uno sus pilares, desde
la comprensión que cualquier mejora en el ámbito educativo debe ser extensible
a todos los ciudadanos. Sin embargo, la implementación de las acciones
reformadoras no da cuenta de logros importantes en este sentido.
El sistema
educativo nacional, no ha sido capaz de demostrar que 12 años de escolaridad
posibilitan, de manera real y efectiva, la movilidad social y cultural de las nuevas
generaciones. En contraposición a ello, nos encontramos con una escuela que
fragmenta cada vez más las posibilidades de acceder al capital cultural y
académico que socialmente hemos definido como válido y necesario, reproduciendo
cadenas de exclusión e inequidad.
Los conocidos y
negativos análisis que aparecen con cada entrega de resultados de las pruebas
de medición nacional- SIMCE y PSU- corroboran, año tras año, las grandes
debilidades del sistema.
Desde hace décadas,
los resultados del SIMCE muestran que el sistema escolar, especialmente la
educación municipal, no ha logrado potenciar el desarrollo de las habilidades
básicas necesarias para acceder y progresar en el currículum oficial. Por su
parte, los resultados de la PSU
evidencian que el desarrollo de competencias necesarias para acceder a la
educación superior, es considerablemente más bajo en estudiantes provenientes
de colegios y liceos municipalizados y subvencionados.
Esta situación es refrendada por el Informe sobre Educación Superior en
América Latina y el Caribe del año 2006, al establecer que la deficiente
calidad de la educación secundaria origina diferencias de capital cultural,
social y académico, especialmente en estudiantes provenientes de los
quintiles de menores ingresos,
posicionándolos en una situación de desventaja en lo que respecta a ingreso y
posibilidades de éxito académico en educación superior.
Esto, no solo da
cuenta de la inequidad social sino, también, de la inequidad intelectual que se
produce y reproduce en todos los niveles del sistema educativo. Por ello, el
desafío de ofrecer una educación de calidad, democrática, que asegure el acceso
a posibilidades de participación social a todos sus miembros, se configura como
la mayor y más urgente tarea exigida.
Si comprendemos el
concepto de calidad educativa, como
aquella que considera no solo las demandas y expectativas sociales, sino que
también las demandas y expectativas de los estudiantes[1], es
imperativo que las instituciones de educación formal acojan y respondan a las
distintas necesidades de la población estudiantil.
Ello implica,
fundamentalmente, una actitud de vigilancia de los paradigmas que sostienen
nuestras comprensiones y representaciones en torno al valor de las diferencias,
distanciándonos de las posturas más tradicionales que insisten en su eliminación para mejorar
la calidad de la enseñanza, y acercándonos
a los modelos sociales, que consideran la pluralidad como fuente de enriquecimiento
y crecimiento cultural[2].
Es en este
contexto, donde el concepto de diversidad adquiere protagonismo, pues se
posiciona como una nueva demanda social y pedagógica: configurar una sociedad
respetuosa y validadora de la diversidad humana y, por tanto, construir un
sistema educativo coherente con esos valores; un sistema educativo que asegure
no sólo el acceso sino también, las posibilidades de progreso a todos sus
estudiantes, desde y con sus
características particulares y no contra
ellas.
Esta demanda se
relaciona no solo con la necesidad de asegurar el acceso democrático, justo e
igualitario, al conocimiento y capital cultural socialmente valorado; nos
interpela a revisar las representaciones construidas sobre aquellos “otros”
considerados “diversos” y las lógicas de poder y control social que subyacen a
esas representaciones.
Ese es,
desde esta perspectiva, el gran reto para la educación de hoy.
II. La diversidad como discurso y práctica social
El concepto de
diversidad es un concepto polisémico,
que nos lleva a un amplio espectro de concepciones, tan variadas como las
racionalidades y posicionamientos teóricos que hay tras de sí.
Tal vez, un punto común
sea el que generalmente se le asocia a la idea de lo diferente, lo particular, lo distintivo. Generalmente, se comprende
como una condición de los sujetos (y los sistemas sociales que conforman) que
les permite reconocerse como distinto de otro; lo que es valorado, al menos
discursivamente, como positivo.
Una definición
interesante de este concepto, plantea la autora Rita
Figueiredo al determinar que la diversidad es el conjunto de
diferencias y semejanzas a través de las cuales nos conformamos como sujetos[3].
Desde su perspectiva, aquello que nos diferencia de
otros, posibilita la construcción de
nuestro sentido de identidad, y aquello que nos asemeja, nos permite construir el sentido de
pertenencia. Sostiene que: “La diversidad se hace presente
en todos los niveles, desde el individual hasta el social. Ella es formada por
el conjunto de las singularidades, mas también de semejanzas, que unen el
tejido social.”
(Dos Santos, 2003:03)
Reconocida como un valor,
la diversidad se ha posicionado en los discursos políticos, religiosos,
económicos, sociales, y educativos, con un sospecho matiz de consenso general.
Declaraciones internacionales, convenciones, leyes, decretos y políticas
públicas en diferentes ámbitos, reflejan este acuerdo e intentan resguardar la
protección de este “patrimonio de la humanidad”, como ha sido declarado por la UNESCO.
En el caso de
nuestro país, la Política de Educación Especial declara, como uno de sus
principios, que “la diversidad es una
fuente de riqueza para el desarrollo y aprendizaje de las comunidades
educativas.” (MINEDUC, 2005: 43), relevando su valor en el campo de la
educación y reconociendo la necesidad de transformar el sistema escolar, y la
sociedad, en un espacio democrático, integrador y justo.
Sin embargo, una
mirada reflexiva, profunda y crítica de los procesos de reconocimiento de la
diversidad -especialmente en el ámbito educativo- permite develar que las racionalidades
subyacentes la asocian a unas características “poco deseables”, que presentan
“algunos” sujetos y que los posicionan fuera de los límites de lo que cultural
y políticamente hemos construido como norma.
La idea de
normalidad, comprendida como un estado, como una condición, otorga a los sujetos la categoría de “normal”
y su consiguiente certificado de “perteneciente” a un determinado grupo y
espacio social.
Poseer la calidad
de normal exige adaptarse a lo que, en un contexto particular, se establece
como norma y la condición de normalidad
connota la presencia de atributos positivos, deseables, esperados, que hacen a
un sujeto merecedor de un potencial espacio de pertenencia.
Por su parte, la
anormalidad es comprendida como ausencia de normalidad. Es un constructo que
permite clasificar a todos aquellos sujetos que presentan rasgos que
transgreden y agreden la idea de lo común, lo típico y adecuado; que perturban
y atentan contra la supuesta estabilidad desprendida de la fantasía de lo único,
lo igual y uniforme.
Así, la diversidad
– ya no como discurso, sino como práctica social – se transforma en la designación y acción sobre un otro diferente, alterado, desviado… sobre un otro diverso.
En este binomio normal/anormal,
la diversidad es comprendida como sinónimo de anormalidad (de atípico y
extra-normativo) y se aleja, por tanto, del valor que discursivamente le es
atribuido. Así, “Somos en la universidad
de lo humano, donde no tiene cabida el adjetivo “diverso o diversos”, pues ello
nos convertiría en adversos de la identidad individual humana… el monstruo que
reafirma nuestra normalidad, ahora se ha convertido en el diverso”
(Manosalva y Tapia, 2010: 23)
Es desde esta
comprensión que se construyen “categorías de diversidad” (diversidad étnica, de
género, cultural, sexual, social, etc.) bajo las cuales se clasifica a los
sujetos en grupos “homogéneos de diferentes”, y se diseñan formas de
intervención sobre aquellos, con el fin de reducir todo cuanto sea posible sus
rasgos diferenciadores, esos que se alzan amenazantes contra nuestra pretendida
identidad normal.
Desde la
perspectiva de Skliar, la diversidad, comprendida como anormalidad, posibilita
la separación entre “nosotros” (los normales) y los “otros” (los anormales) y
fundamenta la construcción y domesticación de identidades alteradas como un
mecanismo de autoafirmación de la propia naturaleza normalizada. Este autor
señala que “Parece
que hay una necesidad constante de inventar alteridad y de hacerlo para
exorcizar el supuesto maleficio que los “diferentes” nos crean en tanto son
vistos como una perturbación hacia nuestras propias identidades” (Skliar,
2005:24).
En esta misma
lógica, Manosalva y Tapia sostienen que la relación de poder establecida con el
“otro”, desde la Mismidad, es siempre una relación asimétrica; sólo eso
posibilita la mantención del poder del Sí, que crece y se fortalece en la disminución
y opresión del “otro”. Agregan que “El
yo, si mismo, identidad colonizadora y positivista, llena su propio Ego en la
construcción de otro deficiente o un Alter anormal” (Manosalva y Tapia, 2010:
24)
Estas miradas
develan que la construcción de figuras de anormalidad –y, por tanto, la
construcción de normalidad- responde
a procesos que se dan tanto en la esfera
individual como social; procesos que son política e históricamente
contextualizados, y que responden a la
necesidad de mantener el control y sometimiento de quienes transgreden el poder
del orden y la regularidad tras la fantasía de la normalidad.
El acto de conceptualizar
al otro como diferente materializa su existencia alterada y valida la necesidad
de intervenir en su desviación para reposicionarlo en los espacios de
normalidad desde los cuales hemos construido las representaciones de nosotros y
de los otros.
Por ello, la
necesidad de mantener una actitud alerta y vigilante de las representaciones
tras los nuevos conceptos y discursos, se relaciona con un esfuerzo que
trasciende aspectos semánticos.
La necesidad de
mirar críticamente lo que entendemos por diversidad (por necesidades educativas
especiales, por vulnerabilidad social, por bulling,
por homosexualidad, por multiculturalismo… etc.) se relaciona con el imperativo
ético y político de no contribuir a la construcción de una realidad única que
oprime, reduce y niega todo rastro de diferencia, toda posibilidad de ser y
existir en una tiempo y un espacio propios, desde los cuales se dibujen otros
nuevos e infinitos tiempos y espacios posibles.
III. La diversidad como práctica educativa.
La escuela, como
institución de educación formal, es reconocida por muchos como un espacio
caracterizado por su afán homogeneizador. La tarea de reproducir y transmitir, a las nuevas generaciones,
aquellos conocimientos, saberes y valores calificados como fundamentales por la
cultura, potencia la configuración un escenario de uniformidad que
invisibiliza aspectos particulares de
los sujetos.
Por ello, la
discusión respecto a qué realidades se construye en la escuela, tras el
concepto de diversidad, presenta mayores y más concretas evidencias.
El sistema
educativo formal, pensado y construido desde la normalidad, tipifica a los
sujetos en categorías excluyentes y genera procesos de segregación, explícitos
y simbólicos, que reproducen hasta la saciedad situaciones de desventaja e
inequidad intelectual y social.
La cultura escolar
ha posicionado prácticas de clasificación de sujetos (estudiantes, profesores,
familias) como una de sus características fundamentales. En la tarea
simple de evocar nuestras experiencias
escolares, podemos notar que los ejemplos abundan y se multiplican:
comportamiento normal, aprendizaje normal, ritmos normales, intereses normales,
cuerpos normales, inteligencia normal… en definitiva, formas normales de ser, conocer, hacer y convivir.
Así, nos es común
escuchar y hablar sobre los estudiantes normales y los “otros”, los
“diferentes”, los “especiales”, connotando en esa clasificación de otredad a
quienes presentan características que transgreden los límites de lo que, en ese
espacio, ha sido definido como norma.
Esta construcción
de existencias anormales -que Skliar define como proceso de diferencialismo[4]- trasciende las
fronteras de la escuela y sus prácticas de homogeneización y se posiciona,
desde las actuales políticas educativas de “atención de la diversidad”, como la
base conceptual y paradigmática que sostiene dichas prácticas.
Resulta paradójico
observar que el concepto de diversidad que sustenta estas propuestas, no es más
que una nueva forma de connotar a “los otros”, a los “diferentes” bajo la
promesa de una idílica inclusión; no es más que un nuevo proceso de
normalización, de tipificación de las legítimas diferencias que nos constituyen
como seres humanos.
En nuestro país, la
Política de Educación Especial (“Nuestro compromiso con la diversidad”), aprobada el año 2005, vuelve a reproducir la
comprensión de la diversidad como sinónimo de anormalidad[5], y establece
“líneas estratégicas y acciones a realizar” que se configuran como patrones de
intervención sobre esos “otros diversos”[6]; intervención
centrada en aquellas características particulares que, en el espacio escolar,
son significadas como dificultades y que posicionan a los estudiantes en la
categoría de “diferentes” (dificultades de aprendizaje, dificultades
socio-afectivas, conductuales, motoras, sensoriales, de lenguaje, etc.).
Las prácticas de “atención
a la diversidad” evidencian la comprensión de las diferencias humanas como
rasgos del sujeto que deben ser corregidos, borrados o, al menos, disimulados,
pues ponen de manifiesto la incomplitud del “otro” y sellan la distancia de
“nosotros”, materializando su pertenencia a un espacio distinto, un espacio
“otro” donde es rehabilitado y atendido, desde la lógica binaria normalidad/anormalidad.
Entonces, “…el
llamado atención a la diversidad es otro proceso más de diferencialismo que
pone el acento en el otro, el problema en el otro y, cuya supuesta solución, es
la atención de ese otro o para ese otro” (Manosalva y
Tapia, 2009:96)
De este modo, el propósito
central –no declarado- de las políticas de “atención a la diversidad”, es el reposicionamiento de lo diferente; la identificación
y control de anormalidades y nuevas propuestas
de atención, rehabilitación y normalización de los “otros”.
La diversidad, como
práctica educativa centrada en la intervención de los diversos, es controladora y no validadora de las legítimas
diferencias que nos configuran como humanos. Lejos de ello, continúa
posicionando a las diferencias como un problema educativo, como una barrera que
dificulta la consecución de los fines de la educación y se transforma en un
potente argumento que sustenta prácticas de exclusión tanto implícitas (la
existencia de aulas de recursos dentro de las escuelas regulares, espacios de
anormalidad instalados desde la disposiciones legales y validados como espacios
de aprendizaje para los diferentes) como explícitas (la expulsión de
estudiantes de las instituciones escolares).
En palabras de Foucault, estas disposiciones legales
corresponden a mecanismos de tecnología
de anomalía humana, aquella “red
singular de poder y saber que reúne o inviste las figuras (de anormalidad)
según el mismo sistema de regularidades” (Foucault, 2001:66).
La tecnología de la
anomalía humana -comprendida como un sistema de conocimiento al servicio de la
normalización- pone a disposición de las sociedades una variedad de mecanismos
orientados a estos fines, siendo los dispositivos jurídicos uno de los más
eficaces.
De esta manera, la
Política de Educación Especial, no sólo legaliza comprensiones peyorativas y
opresoras acerca de la diversidad y las diferencias, además valida formas de
intervención, un ámbito disciplinar, un cuerpo de conocimientos y profesionales
especializados en los problemas de los
otros.[7]
La prometida
integración escolar, que se levanta como el gran objetivo de las políticas de
“atención a la diversidad”, vuelve a reproducir situaciones de segregación,
ahora dentro de un mismo espacio, donde se generan prácticas pedagógicas
diferenciadas, a cargo de profesores diferenciados, en salas diferenciadas, con
materiales diferenciados, en el contexto de un currículo diferenciado, para
estudiantes diferentes.
Esto es lo que
Skliar llama “inclusión excluyente” aludiendo a la creación de la “ilusión de un territorio inclusivo…
espacialidad donde vuelve a ejercerse la expulsión de todo lo otro, de todo
otro pensado y producido como ambiguo y anormal” (Skliar, 2005:26)
Estas reflexiones
no pretenden desconocer la importancia de la integración social, ni muchos menos pretenden servir de argumento
para la exclusión, sino más bien buscan instalar la sospecha sobre estos
conceptos que aparecen como carentes de significaciones y comprensiones,
descontextualizados, como lenguaje vacío que no construye realidad.
La invitación es a
develar las propias representaciones en torno a lo que consideramos normal/anormal,
y a reconstruir nuevas formas de comprender-nos, encontrar-nos y comunicar-nos,
como uno de los elementos fundamentales en el desafío de aportar al desarrollo de una escuela
democrática y socialmente justa, que ofrezca reales posibilidades de
transformación y desarrollo a todos
los actores que la constituyen.
IV. A modo de conclusión…
La diversidad comprendida como un problema,
como una marca negativa que algunos sujetos presentan y que los ubican en una
categoría de inferioridad, es un eficaz mecanismo para mantener situaciones de
inequidad e injusticia social.
Por eso, la necesidad de develar las
representaciones que se producen y reproducen tras este (y otros) concepto, se
configura como una demanda urgente en la discusión acerca del mejoramiento de
la calidad de la educación.
Una educación de calidad no puede ni debe ser
entendida como aquella que potencia las habilidades académicas de “los mejores”
(característica de las actuales iniciativas en esta materia; que buscan, a
través de la selección de estudiantes, de profesores y de colegios, asegurar
resultados cuantitativamente exitosos).
Comprendida así, la educación no hace más que
mantener lógicas de exclusión, históricamente y políticamente construidas y
potenciadas, con el fin de resguardar intereses y privilegios de unos pocos.
El debate en torno a qué se entiende por
diversidad y cuáles son los dispositivos y prácticas pedagógicas tras esas
comprensiones, supera ampliamente aspectos meramente lingüísticos (aún cuando este solo
aspecto ya es relevante si consideramos el lenguaje como constructor de
realidad). También sería una reducción asociar esta discusión solo a la defensa
de los derechos de las personas con discapacidad.
El debate acerca de cómo comprendemos y
vivimos la y en la diversidad, se relaciona directamente con las
estructuras políticas que sostienen nuestra sociedad y que han sido
culturalmente construidas con unos fines orientados hacia la mantención del
poder y control social.
Por ello, los profesores y profesoras
–comprendidos como agentes de transformación social– no podemos mantenernos al
margen de estas reflexiones. Mucho menos podemos aparentar una actitud de
neutralidad frente a procesos que involucran tantas y tan profundas consecuencias.
En palabras de Paulo Freire, solo una
educación valiente - construida por sujetos activos, concientes de la responsabilidad
social y política involucrada en el rol pedagógico- permitirá germinar nuevos diálogos, nuevas
miradas, nuevas comprensiones y nuevas formas de comunicación.
Pero esas nuevas formas de aproximarnos,
comprendernos y significarnos, no se construyen imponiendo normativas ni
disposiciones legales; tampoco se construyen cambiando los nombres a nuestras
viejas y anquilosadas representaciones.
Tal vez un camino posible, sea abrirnos al
diálogo, a la reflexión conciente e intencionada, aquella que nos permita
cuestionar y cuestionarnos, preguntarnos, problematizarnos, acerca de aquello
construimos como lo lógico, lo regular, lo típico, lo normal. Poner, en
palabras de Skliar, la sospecha sobre la normalidad y hacer de la anormalidad
lo esperable y deseable.
Invertir las lógicas, invertir las preguntas,
invertir las miradas; cuestionarnos cuál es la diversidad que debe ser atendida
e intervenida, cuáles son los atributos que hacen a un sujeto diverso, cómo
somos parte de esa diversidad que tradicionalmente hemos posicionado en los
otros… tal vez ese sea el gran reto.
Ello nos exige mantener
una actitud de vigilancia epistemológica que permita develar y de-construir las
representaciones acerca de la norma y lo
normal, y reconstruir una relación
pedagógica que comprenda, valore y acoja
las diferencias como una opción ética y política.
Referencias
Dos Santos, M. (2003). Pedagogía
de la diversidad.
Desafío del Mundo Contemporáneo. Santiago, Chile. Edit.
LOM.
Foucault, M. (2001). Los anormales.
México. Fondo de la
Cultura Económica.
Manosalva, S. Tapia, C. (2009). “Atender a la
diversidad: el control social en la significación de alteridad (a)normal”. En: Paulo Freire. Revista de Pedagogía
Crítica, Nº 7. Santiago, Chile. UAHC.
Manosalva, S. Tapia, C. (2010) Historia de la educación
especial en Chile: un análisis socio-crítico. Informe Final Núcleo Temático
de Investigación Pedagogía en Educación Diferencial, Santiago, Chile. UAHC.
Mineduc (2005) Política Nacional
de Educación Especial. Nuestro compromiso con la diversidad. Santiago, Chile.
Skliar, C. (2002) Alteridades y
pedagogías. o... ¿y si el otro no
estuviera ahí. En revista
Educación y Sociedad; año 23, Nº 79.
Skliar, C. (2005). “Juzgar la normalidad y
no la anormalidad: Políticas y falta de políticas en relación a las diferencias
en educación”. En: Paulo Freire. Revista de Pedagogía Crítica, Nº 3. Santiago,
Chile. UAHC.
UNESCO (2006) Informe sobre la Educación Superior
en América Latina y el Caribe 2000- 2005. La metamorfosis de la educación
superior.
[1] Para profundizar en el concepto de calidad
propuesto, se sugiere revisar a Tobón, Rial, Carretero y García (2006). Competencias, calidad y educación superior.
Colección Alma Mater. Bogotá.
[2] En palabras de Marchesi, este distanciamiento
implica transitar desde una ideología liberal
hacia ideologías de orden pluralistas e igualitarias.
[3] Para profundizar en estos planteamientos, se
sugiere revisar: Figueiredo, R. (2002). Políticas
organizativas y curriculares, educación
inclusiva y formación de profesores. Ed. Alternativa, Brasil.
[4] “… que
consiste en separar, en distinguir de la diferencia algunas marcas “diferentes”
y de hacerlo siempre a partir de una connotación peyorativa”. Para profundizar
en este concepto, ver: Skliar, C.
(2005). “Juzgar la normalidad y no la anormalidad: Políticas y falta de
políticas en relación a las diferencias en educación”. En: Paulo Freire.
Revista de Pedagogía Crítica, Nº 3. UAHC. Santiago, Chile.
[5] Los sujetos abordados por esta política son
precisamente aquellos que, en el espacio escolar, son reconocidos como
diferentes: los estudiantes con discapacidad (ahora llamados con “necesidades
educativas especiales”) clasificados según el tipo de NEE que presentan
(permanentes o transitorias).
[6] “Atender la diversidad”, “dar respuesta a la
diversidad”, “atención de personas con necesidades educativas especiales”, son
frases que se repiten permanentemente en la Política Nacional
de Educación Especial.
[7] Por ello, la necesidad de mirar críticamente
estos procesos no interpela sólo a los profesionales de la educación regular. Los profesionales ligados al
ámbito de la educación especial enfrentamos un desafío aún mayor: volver la
mirada a las bases desde las cuales se ha construido nuestra disciplina y, al
menos, tensionar las concepciones y representaciones que han dado origen y
continuidad a nuestro hacer profesional; repensando nuevas formas de ser y
hacer desde la educación diferencial e instalar estos cuestionamientos en los
debates educativos, como una cuestión central en la discusión acerca del
mejoramiento de la educación.